Los cuentos de Facundo Arana: “El buen doctor”

En esta nueva entrega de sus relatos, el actor nos acerca un texto que habla sobre fe y medicina

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Facundo Arana (Foto: Mario Sar)
Facundo Arana (Foto: Mario Sar)

Una de las personas que más quise en el mundo era del interior. De Mechita, cerca de Bragado. Era el tipo más inteligente que conocí. El que más calle tenía. Un Sabio de la Vida en casi todo. Pero a la hora de elegir a su médico, se trató durante treinta años con un iriólogo del que siempre hablaba con mucho cariño y respeto. Tal era nuestra confianza que alguna vez lo acompañé a ver al dichoso doctor. Escuché cosas como: “Veo el mal luchando contra el bien”, “La zona pulmonar reacciona así por la angustia que te provoca tal cosa”. Hablaba con una autoridad descomunal e impresionante certeza. Notable.

Un día mi amigo empezó a adelgazar. Mi confianza con él era tal que podía tomarme la libertad de recomendarle ir a hacer una interconsulta (¿...?) con un médico clínico (¡...!) que, además de hablar del bien y del mal, hablase de lo que clínicamente veía desde la medicina. Que se hiciera un hemograma simple y una plaquita de tórax. Pero dentro de esa mayor y absoluta confianza, se reía. Y me decía que el iriólogo lo llevaba adelante con unos globulitos que iba tomando, y que nunca le había pasado nada en treinta años. Todo eso mientras adelgazaba cada vez más rápido.

Fue ese mismo profesional el que hasta último momento insistía con el mal luchando contra el bien, y que no necesitaba hacer más que lo que hacía: tomar los globulitos. Cuando finalmente el cuerpo lo venció, y debió buscar la bendita “segunda opinión”, se encontró con un cáncer de vejiga muuuy avanzado, y un tumor (otro) del tamaño de una pelota de tenis que le oprimía el esófago; por eso no podía comer... Por ese lugar no pasaba nada, de tan oprimido que estaba todo. Le hizo metástasis en los pulmones primero, y en todos lados después. No dio tiempo a nada.

El iriólogo lo fue a visitar al Sanatorio. Mi amigo lo miró: “Me mataste”, le dijo. El otro sonrió incómodo, puso cara de póquer y esbozó un tibio “nooo...”. El globulitólogo que parecía saberlo todo de repente se convirtió en un tipito con cara de circunstancia, que quería llorar de angustia. No esgrimió ni un argumento.

Mi amigo murió unas semanas más tarde. Lo acompañó a morir dignamente el médico clínico que yo le recomendaba tiempo atrás para hacer la interconsulta.

Todo esto no puede ser más resumido. Ni hablo de que tenía una hija pequeña, ni de todos los que lo quisimos. Murió en su ley.

La fe mueve montañas, es cierto. Pero en lo que a salud se refiere, a la fe hay que acompañarla con seriedad y conocimiento al servicio de las circunstancias.

Yo tuve un linfoma a los 17 años; algunos lo saben. Mi vieja, en ese entonces de 38 años, me llevó a todos los lugares a los que yo llevaría a un hijo mío. Me llevó primero a un extraordinario clínico, hoy padrino de uno de mis cachorros, que me derivó a un extraordinario oncólogo. Una vez comenzado el tratamiento, mi vieja le pregunta precisamente a él, al enorme Santiago Pavlovsky, si podía llevarme a ver otra gente. Muy sabio, le dijo que me llevara a ver a quien quisiera, siempre y cuando no me inyectaran nada, y que me atuviese al tratamiento.

Entonces fui a ver al Padre Mario. ¡Mi fe era total! Recuerdos imborrables del viejo caraculo que me puso su mano pesada en la cabeza, me dio una palmada en la cara, y me dijo que iba a estar bien. Y vi a los filipinos, en la asociación argentino- brasileña. Me operó un tal Emilio, que me hizo tajos en el pecho y la espalda sin tocarme, y me untó un aceite que él mismo purificaba imponiendo sus manos.

Los masajes de mi vieja eran la mano de Dios. La hermandad y fortaleza de mi hermano Caly, que se llevó mi cruz. La fuerza de las cartas de personas que no conocía, animándome. Las medallitas llenas de buenos augurios que me daba gente que me quiso mucho. Las cadenas de oración de todas las religiones que sigo agradeciendo. Y eso que me decía la vieja: “Visualizá la enfermedad dentro tuyo, y limpiala”. Lo hacía por horas, y durante horas ella se quedaba a mi lado enseñándome a meditar juntos, limpiando todo desde adentro...

Pues bien, la pregunta me acompaña desde entonces: de todo aquello, ¿qué me curó?

Hoy, creo que todo. Tooodo... eso. Un buen tratamiento clínico, un doctor, especialistas en la materia. El Milagro de Dios que todo lo ve, operando de distintas formas. El amor de los míos y de otros. ¡La fe y la decisión de creer de mi adorada vieja! Es un todo. Encontré respuestas científicas, pragmáticas. Respuestas inmensamente poéticas. Respuestas locas. Y mucha pero mucha fe. Mucho ovario de madre en defensa de su cachorro, mucho huevo de adolescente crédulo y mimado. Amistad incondicional de un hermano...

Pero me atuve al tratamiento médico.

Por desgracia, no todos tienen la suerte que yo tuve de contar con acceso a la medicina. Ni a una obra social (del Poder Judicial) que me abrió todos los caminos.

Pero si algo aprendí entonces es que cuando uno enferma, tiene que tener la cabeza clara. En salud, la mejor forma de medicina es la prevención. Lo primero que hay que buscar ante un problema de salud es el abrazo del ser querido. Inmediatamente después, un buen médico. Un doctor.

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