Los cuentos de Facundo Arana: “Longinus”

El encuentro que un cura esperó toda su vida; el mismo encuentro que demoró miles de años. En esta nueva entrega de sus relatos, el actor nos sumerge en una experiencia mística

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Facundo Arana (Mario Sar)
Facundo Arana (Mario Sar)

El calor afuera es insoportable. El aire acondicionado no anda. Pero los aposentos de la parroquia son algo frescos. El ventilador de techo es viejo como todo allí y hace un ruido sordo, pegajoso.

Sobre el escritorio, la biblioteca cubre casi toda la pared. Hay libros de todas las épocas y temas posibles. Tienen algo en común, pero sólo el cura Ceferino lo sabe. Por lo demás, hay madera y una decoración sencilla, algo oscura, despojada. Un escritorio atiborrado de notas, y seis fotos de cuadros. Y fotos de dibujos. De todas las épocas. El cura Ceferino está mirando con detenimiento las fotos. Mira una. Mira otra. El escritorio es su lugar preferido en la parroquia..

Hace seis años y seis meses que Ceferino está destinado allí como sacerdote, y lleva adelante las cosas con total normalidad. Es buen pastor de su rebaño, no tiene sobresaltos. Es que es demasiado inteligente. Su coeficiente intelectual está a la altura de los de los más altos conocidos, pero no hace alarde de ello, tal es su inteligencia.

El Vaticano les da tareas especiales a algunos pocos sacerdotes alrededor del mundo. Secretas. O confidenciales, como prefieren llamarlas. Siempre a aquellos que demuestran estar a la altura de lo que se les pide. Ceferino es astrónomo, filósofo y médico psiquiatra. Y cura. Le han dado, hace ya cuatro años, mucho material de lectura que fue llevándolo a una búsqueda que no entiende del todo, pero que lo tiene apasionado por completo. En cada momento libre se inserta en esa búsqueda. Es que hay en esas fotos de cuadros y dibujos de todas las épocas y lugares muy distantes entre sí, algo que sorprendería a cualquiera: una cara que se repite. No parecida. Exacta. Y datos que parecen llevar la cosa a asuntos importantes para la Iglesia. Hay hace muchos años una sospecha dando vueltas. Casi una certeza. Pero es demasiado delicada como para compartirla...

En eso se encuentra Ceferino concentrado. Cuando Ceferino se concentra el mundo parece detenerse. Parece no moverse. No respira, casi. Se queda atento, mirando. Observando. Mil cosas pasan por su extraordinaria mente al mirar un solo punto en una foto. Incluso ecuaciones que graciosamente desecha sin mover un solo músculo.

Dos golpes en la puerta lo sacan de su trance. La señora María lo asiste desde que entró en la parroquia.

—Hora de confesar, Padre...

Asiente Ceferino. Y deja el trabajo sobre la mesa tal cual está. Acomoda su cuello clerical, y se pone la sotana. Baja las escaleras. “Que calor, por Dios”, piensa.

Entra en el confesionario. Toma aire... Nunca termina de recuperarse de la apenas sensible claustrofobia que le producen justo los confesionarios. Preferiría confesar a cielo abierto, caminando, incluso tomando café, o sentado en los bancos de la Iglesia. Pero eso haría que los confesionarios carecieran de sentido. Cada cosa tiene su lugar. Asiente a regañadientes, y vuelve a respirar. Seis respiraciones suaves.

Pasos que se acercan. Del otro lado del ventanuco se arrodilla alguien. Ceferino abre el Ventanuco.

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida— suelta Merlina, una señora que viene cada día a confesarse. A recibir consuelo. Tiene problemas en casa. El marido toma, y ella lo quiere dejar. La golpea, el marido, que luego se arrepiente y llora y llora hasta que Merlina lo perdona. Le hace jurar por Dios que es perdonado. Y ella lo jura, y lo jura, y así todos los días. Y acá está la buena de Merlina. A ver si el padre Ceferino limpia el juramento que hizo y la libera de volver a su casa. Esta vez los golpes se notan en la cara de Merlina. Tiene un pequeño corte al costado de su nariz.

Se abre la puerta de la Iglesia y entra otra persona, que se dirige al confesionario, y queda a una distancia prudencial. Escucha el cuchicheo del Padre y la señora Merlina de fondo, mientras mira hacia el altar. Hoy Cristo, en la cruz, parece transpirar. Está mucho más brilloso que de costumbre. “Será el calor”, piensa el niño.

Merlina termina de escuchar. “Gracias Padre”. Se va.

El muchacho se adelanta mirando al piso, y ocupa el lugar. Se arrodilla. Hace la señal de la cruz.

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida.

—¿Y?

—No... me copié igual. Y me descubrió. Me sacó de la clase. Voy a repetir.

—Nah... queda marzo. ¿Pero yo qué te dije?

—Que pase lo que pase, que no me copie.

—¿Y?

—...

—Qué cagadón, Hernán.

—¿Qué hacemos?

La puerta de la Iglesia se abre. Un hombre entra. Mira al Cristo en la cruz en el altar. Parece mirarlo, el Cristo. A él, todos los Cristos parecen mirarlo. Se detiene. Lo mira largamente.

—¿Y la penitencia?— pregunta Hernán.

Ceferino le suelta: “Andá y rezá lo que te parezca que el asunto merece". El chico se va. Y así pasa un rato. Ese Calor...

Pasan unos minutos...

La ventana del confesionario está cerrada. Adentro, Ceferino descansa. Sus preguntas, a través de los años, fueron dejando una huella imperceptible pero profunda.

Sabemos que se siente solo. Pero también que esa convicción vocacional que lo llevó a ser cura está casi intacta. Casi. Y esa claustrofobia...

Sumido en sus pensamientos, el calor de diciembre lo sorprende arropado por los pasos que se acercan con eco hipnótico, que lo sume en un sueño cada vez más profundo conforme los pasos se acercan.

Silencio. Casi dormido, Ceferino comienza su primer cabeceo cuando... ¡toc toc!

Se sobresalta sin dramatismo. Ese calor de diciembre... ¡¿Cuánto pasó?! ¿Un segundo? ¿Una hora?

Se prepara rápidamente y abre la ventana.

Tiempo... Un extraño y muy leve aroma a rosas lo invade todo, y una tranquilidad ancestral que no le pertenece lo acaricia de golpe. Invisible. Inevitable.

Quiere comenzar a hablar, a saludar, a recibir a quien está del otro lado. Una voz muy suave y y de tono firme, casi afónica, le gana.

—¿Trovare la risposta alla tua domanda? ¿Padre?

—Disculpe...

—Du verstehst mich— responde el Hombre, esta vez en perfecto alemán.

El Hombre está parado frente al confesionario. No se arrodilla.

Adentro, Ceferino se había distraído de su claustrofobia, pero de golpe siente que lo invade toda ella junta. Se sobrepone incómodo, sorprendido. Con su pañuelo limpia su frente. Y sigue.

—Ave María purísima.

—...

—Ave María purísima...

—Ne steteris...

Ceferino habla muchos idiomas con fluidez, pero es la primera vez en su vida que escucha el latín pronunciado como se habla y no como leído de algún libro. Como dictado.

—¿In loco illo, et ipse didicisse? ¿Dónde se estudia con ese nivel?

—¿Trovare la risposta alla tua domanda? ¿Padre?— insiste la voz.

El cura siente por primera vez en su vida escalofríos por una voz que le habla. De golpe se mezcla la curiosidad, con una inocultable cuota de miedo puro. Pero gana la curiosidad. No puede ser... ¡¡No puede ser!!

Con prudencia y absoluta confusión aunque decidido, abre la puerta del confesionario y se encuentra frente a un hombre que le parece inmenso. Lo mira a los ojos, e inmediatamente baja la mirada, sin demostrar temor. El atisbo de lo que acaba de ver le da más certezas que dudas. Pero no sabe qué hacer. Ver esa cara, ¡¡la misma!!, en fotos de dibujos de todas las épocas y de golpe encontrarse frente a frente con el enigma en persona, sencillamente lo supera. Su mente prodigiosa trabaja muy fuerte para mantener la calma y encontrar una postura al menos digna. Él representa a la Iglesia, y ese Hombre está allí.

Logra componerse casi imperceptiblemente. Casi.

El Hombre pregunta en perfecto griego si quiere caminar. Niega, Ceferino. A continuación, también en ese idioma, le pide ir a un lugar adonde puedan hablar más tranquilos. Ceferino asiente tratando de mantener esa calma que ya no lo acompaña. Va hasta María, que barre en la puerta de la Iglesia, y le da instrucción de no ser molestado. Suspende todas sus actividades por el resto de la tarde.

El Hombre sigue mirando la cruz sobre el altar. El Cristo parece mirarlo. Ceferino lo invita a subir las escaleras, hacia el escritorio.

Una vez allí, el Hombre deja un bolso sobre la silla, al costado de la puerta. Se sienta frente al escritorio. Ceferino abre la heladera de la pequeña cocina y saca una botella grande con agua helada.

La apoya con dos vasos. Los postigos de las ventanas están cerrados y la luz que entra da cierto efecto persiana americana. Prende el ventilador de techo, que ahora no funciona.

Se sienta, finalmente frente a Él. Entre los dos, las fotos sobre el escritorio. Una de ellas pertenece a un dibujo hecho en el 1600. Un retrato. Excepcionalmente parecido. Casi una foto. Hasta la cicatriz bajo el ojo, en un lugar raro. De forma curva. Atravesada. Difícil de copiar.

Otra, de un buen ilustrador, excavador inglés desconocido que no firmó su trabajo en Lúxor, en 1920. El primer plano es extraordinariamente parecido a este hombre, con su cicatriz.

Su mirada. La mirada de mil vidas. La mirada del que ha visto todo. Está plasmada en esos dibujos. En algunos mejor que en otros. Pero allí está.

—Todos ellos murieron...— le habla en un exquisito copto.

—Si no le molesta, prefiero hablar todo lo posible en español. ¿Habla castellano?

—Claro. Hablemos en español.

La forma que tiene ese hombre de decir, es perfecta. Parece que al hablar en cualquier idioma, cantara. Como si nadie hubiera vivido lo suficiente como para poder hablar nunca con real fluidez su propio idioma.

Así, sentados frente a frente, quedan durante largos minutos. El que llegó mira despreocupado directo a los ojos de Ceferino, que no le enfrenta la mirada, tratando con todas sus fuerzas de mantener la calma. ¿Cómo pudo escapársele semejante obviedad? ¿Y si cierto día el enigma se presentaba en persona frente a sus ojos? Si con toda su alma espera la llegada del Mesías, ¿por qué no habría de aparecer este hombre, del que había sobradas pruebas sobre su escritorio mas allá del misterio?

—No se por dónde empezar...

—Bueno, piense. Tenemos tiempo...

Tener tanta capacidad a veces es contraproducente. Tener el poder de ver la ecuación cuyo resultado sencillamente te aplasta como a un insecto.

El espanto de darse cuenta de que la claustrofobia gentil que sentía en el confesionario se le pegó como una mancha que crece a pasos agigantados, mientras toma real conciencia de que debe asumir la inmensa responsabilidad de lo que está a punto de preguntar. Y comprender con igual terror que el Vaticano mismo no ha previsto la aparición de aquello que busca desde hace tanto: no hay, entre los papeles que conforman el material de estudio, protocolo alguno para seguir en caso de que el enigma se aparezca de pronto frente al sacerdote que estudia el caso.

El Hombre habla bajo, aunque su voz llena todo el espacio: “El Espanto que siente es evidente, aunque lo disimula bien. Pero su corazón va a colapsar si no decide rápido qué pregunta va a hacer".

Ceferino sonríe apenas. Le alcanza esa frase para saber que no tiene objeto alguno medir su capacidad. Habrá que aceptar que el pastor es, ahora, una oveja confundida. Aterrada. Es la primera vez en toda su vida que Ceferino queda desarmado sin empezar a esgrimir. Así que ahí suelta una pregunta, para no colapsar.

—¿Quiere café?

—...

—¿Podrá creer que entre todos los papeles que encontré en la caja, no hay nada que me instruya sobre qué preguntarle en caso de que aparezca frente a mí?

—...

—¿Tiene miedo de morir?

—¿Debería?

—No.

—Se me ocurren varias preguntas.

—¿Cuántas?"

—Seis. La primera ya la respondió. Y dependiendo de la respuesta de la tercera, quizá una más.

—La segunda.

—¿Por qué aparece aquí?

—La tercera.

—¿Usted es Lázaro?

La carcajada parece una burla. Fuerte, incrédula, hostil y bella al mismo tiempo. Llena de... compasión psicópata. Pero evidentemente a este hombre le hizo mucha gracia la pregunta.

—No, no soy Lázaro.

—Entonces, son seis.

—La cuarta.

—Vamos de a poco... No me atrevo aún.

—Una vez vi una columna gigantesca, colosal, herrumbada y rodeada por una enredadera que estaba a punto de hacer que cayera. Era una columna milenaria, que finalmente cayó. ¿Por qué piensa que su fe no debería flaquear?

—Para conocerlo desde hace cinco minutos, debo decirle...

—El tiempo no está hecho para perderlo.

—Bueno, usted dijo que teníamos tiempo. El misterio de la fe, es un misterio. Un misterio es un misterio. No debe ser revelado más que por...

—Un hombre se atreve a decir que el misterio es la respuesta a lo que no entiende. ¿Tres más uno es un misterio? No. Es cuatro. Si la cuenta diera cinco, sería un misterio.

Ceferino calla.

—La cuarta— insiste.

—¿Qué hay en su bolso?

—...

Junto a la ventana, la Virgen de Palo Santo parece moverse. De sus ojos comienzan a brotar lágrimas. El aire se enrarece imperceptiblemente. Otra vez aparece ese olor a rosas. Entonces Ceferino siente un temblor en su mano izquierda. Sus cinco dedos tiemblan como jamás vio temblar dedos. Es un movimiento casi patético. Raro. No le duele, pero luce muy impresionante. Trata de controlar lo incontrolable con su mano derecha, sin lograrlo.

Aún entonces, conserva la calma ausente.

—Es porque voy a preguntar cuál es su quinta pregunta. Usted finge no saberlo, pero en lo profundo, donde su inteligencia no se atreverá a buscar jamás, está cómodamente sentada la respuesta. Esperando. Tenga cuidado al enumerar sus preguntas, cura. Los números son mucho más que solo eso. Significan cosas. ¿Cuál es su quinta pregunta, Cura?

—En el nombre de Cristo, ¿se siente responsable de algo que yo deba saber?

Los dedos de la mano dejan de temblar inmediatamente.

El Hombre, que había comenzado a parecer irritado, aparece calmo ahora. De pronto. En un segundo, la compasión absoluta se instala en su mirada. Ceferino no ha visto jamás tanta soledad en una mirada. Ni tanta dureza. Ni tanta compasión. El Hombre pasa de una emoción a otra con la naturalidad con la que un pulpo cambia su color. O un camaleón. Nada en él es brusco. Más bien una danza perfecta de sensaciones, movimientos, quietud, palabras.

Entonces Ceferino lanza su sexta pregunta.

—¿Quién es usted?

—Entonces tiene seis preguntas. Hay seis respuestas. ¿Está seguro? Hay que tener cuidado, cura... No sé si pensar que usted es muy hábil, o es como un ciego que no teme al entrar en la jaula de los leones porque no los ve. ¿Usted es ciego, cura?

Ceferino logra calma ahora.

—Mire, señor... No soy más que aquel a quien se le asignó una tarea, y menuda sorpresa me llevo al verlo aquí. Mis preguntas son las que se me ocurren. Y no le pregunto por qué aparece una cara idéntica a la suya en esos dibujos a lo largo del tiempo, ni me pregunto por qué no me sorprende lo que hace un rato me hubiera parecido absolutamente imposible. Esas cosas pasan. Le pregunto lo primero que se me viene a la cabeza.

—Nada menos. Seis preguntas para tener una charla alcanzan. ¿Usted quiere tener esa charla ahora mismo conmigo, cura? ¿O me voy?

—...

—¿Y por qué quiere hablar conmigo? ¡¿De qué?!

Ceferino está envuelto en la mayor encrucijada de su vida. Hay cosas de las que no se vuelve, y el Hombre habló del significado de los números y dio otras pistas que alcanzan para saber que lo que va a ocurrir, modificará su existencia para siempre, o para lo que le quede de vida.

“Ya le dije que no tiene que temer. No muere aquí, ni por mi mano, ni nada. Vine a verlo porque usted me busca desde hace tiempo. Solo usted. Una vez me buscaban cerca de setenta personas en todo el mundo... Era incansable. A uno de ellos, el último, le tuve mucho aprecio. Me refugié por un tiempo en Bhután. Dejé que fueran muriendo, y con ellos las ganas de encontrarme con tanto ahínco. Cada tanto se enciende. Cada 50 años, más o menos. Por eso vine a hablar con usted. Escuche. No pregunte, que yo conozco lo que hay tras la pregunta de su pregunta. Voy a ir directo al grano. Y no use la cabeza. Deje la razón. No razone. Sienta. Entienda. Comprenda. Acepte.

No voy a responder a sus preguntas en orden, porque ese orden fue alterado por su miedo. Pero va a tener la respuesta a cada una de ellas. Escuche. Oiga. Acepte.

He venido a confesarme, porque ya no corro más. No camino más. No quiero ver nunca más una Virgen llorar, ni un Cristo mirarme a los ojos. No quiero escuchar fantasmas en idiomas que ya no se hablan, ni ver las frases más importantes que un hombre debe escuchar escritas en un sobre de azúcar en un bar. Lo elijo a usted porque por primera vez todo confluyó en una encrucijada excepcional. Ya le contaré. Oiga. Pero Escuche".

Antes de poder darse cuenta, la noche sorprende a estos dos hombres sentados frente a frente. Y cuándo no... El tiempo, parece detenerse.

El encuentro dura toda la noche. Y se prolonga mucho más allá de lo normal, puesto que el tiempo parece haberse detenido.

“Aquel a quien quise tanto, me buscó durante toda una vida. La suya. En su lecho de muerte estábamos él y yo, solos los dos. Me preguntó: ‘¿Estuve cerca alguna vez? ¿De encontrarte?’. Fue entonces que conocí la piedad, la compasión... ‘Todo el tiempo estuviste cerca... A veces me asustaba pensar que me ibas a encontrar, irremediablemente’. Me miró con infinito amor. Y cerró sus ojos, sonriendo. Él fue el único hombre que supo a quien buscaba... Es bella la piedad”.

Había sido un cura a quien le dieron, como a Ceferino, la tarea de buscar a esta persona. Por algún motivo jamás elevó aquello que había descubierto: la identidad de este Hombre.

“¿Será, Catafito...? ¿Si con tanta fe espero la venida del Señor, por qué habría de dudar de la existencia de la posibilidad de estar frente al errante...?”.

Y todo el tiempo lo corrige.. no deja que su pensamiento se tuerza. Se adelanta con su danza de palabras y miradas como si lo llevara hacia un punto al que no sabe si quiere llegar. Le cuenta que buscó al condenado errante durante mucho tiempo. Lo buscaba con afiebrada vehemencia, como ellos a él. Pero nada. Nada de nada... Y de golpe el mundo pasó a tener demasiados habitantes como para poder ir de uno en uno mirando sus ojos.. De golpe eran demasiados sabios, demasiadas preguntas, demasiadas respuestas...

—Vine porque quiero confesarme ante usted Padre. Por primera vez en toda mi vida. Ya no quiero correr. No camino más.

Lo que dijo a continuación, no debo repetirlo ni volver a pensar en ello.

Y luego vuelve a hablar en lenguas. El Aire se enrarece de nuevo. Comienza a llorar, mientras repite cosas como un mantra que Ceferino no entiende, con velocidad.

Instintivamente el cura toma el vaso con agua que tiene frente a él, y la bendice en voz muy baja.

Todo se detiene. El Hombre, que ha comenzado a transpirar, lo mira a los ojos. Esta vez el cura sostiene su mirada.

—Hágalo, cura...

El Sacerdote se pone su estola, y sin mediar más, le suelta: “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...”. Con agua bendita hace una cruz sobre la frente del bautizado, y pareciera que lo hizo con ácido, tal es la reacción de su piel frente al Sacramento.

Lágrimas de sangre comienzan a caer sutiles por las mejillas del Hombre, que parece en sereno trance. El olor a rosas invade ahora todo, y la Virgen de Palo Santo tiene la cara empapada, sus lágrimas chocan contra el piso con ruido que parece ensordecedor. Ceferino deja que los acontecimientos vengan a su tiempo..

Sin más, el Hombre comienza a contar su historia.

“Ese sacerdote se llamaba Morgado. Fue durante el 1700. Y nos conocimos por absoluta casualidad. Él realizaba un exorcismo en El Monasterio de Poblet, en Tarragona, y yo estaba allí. Cerca, en una fuente que existía a metros de un puente.

El endemoniado estaba en medio de un escándalo, mientras el Padre Morgado le rezaba y seguía los ritos. En eso, según me contó años mas tarde, el poseído le vomita al grito de: '¡¡Agrofa!! ¡¿Por qué os metéis conmigo en vez de ir a castigar a ese que cortó a la cabeza de la Iglesia?¡ ¡¡El torturador del verbo está allí afuera!! ¡¡Velo!! ¡¡Tráelo a mí para que pueda besar sus manos!! ¡¡¡VEEENN!!! ¡¡Soldado maldito!! ¡¡Aquí!! ¡¡A MÍ!!.

Vino sin saber por qué obedeció al demonio en esa oportunidad. Jamás un exorcista cree en la palabra del demonio, que solo confunde. Engaña. Pero la Virgen del monasterio comenzó a sangrar por sus ojos y el aire se llenó de olor a rosas, el poseso calló. Y Morgado decidió tomar un respiro.

Al salir, miró hacia la fuente donde yo bebía agua. De pronto, los pájaros cayeron muertos alrededor. Fulminados. Todos ellos. El agua se convirtió en aceite putrefacto, con un olor fétido y vomitivo. Igual que el aire, ahora viciado. Miró en mis ojos, y en un rapto de inspiración, o concentración divina por aquello que venía haciendo, leyó en mi alma. Leí sus labios, dijo mi nombre sin sonido. La tierra tembló, y la cara del cura envejeció de inmediato. Quedé mirando a Morgado, que entonces contaba con 38 años. Él, confundido. Quieto. Nadie jamás había dicho mi nombre.

Tomé mi bolsa y me fui.

A partir de allí, dedicó su vida a buscarme.

Pasaron muchos años. Caminé por el resto de su vida justo tras él. A veces me divertía dejando pistas que él hallaba y allí encontraba fuerzas para seguir. Lo tomaron por loco. Y cierta vez lo escuché rezar. Pedía por mi alma. Por mi bautismo. Por mi unción.

Lo encontré un día sentado, anciano y muy enfermo ya. Casi ciego. Sintió mi presencia. Me llamó por mi nombre. Me palmeó la cara torpemente y dijo: ‘Qué aventura le has dado a mi vida, muchacho...’.

Lo acompañé a morir. Preguntó lo que preguntó, y dije lo que le dije".

Ceferino mira al Hombre sin decir palabra..

“Ah, sí... Por qué estoy aquí...

Vine porque se acabó. Vi todo lo que debe ser visto. Enloquecí cien veces y debí encontrar cordura. Quedé quieto esperando la muerte durante años en lugares de imposible acceso. En vano... Subí hasta los más inhóspitos lugares, huí al Japón Imperial, me refugié en China, en África, busqué y busqué por todos lados. Por todos los mares, lagos, montañas, llanuras, desiertos. Durante siglos en el mundo del millón de habitantes, hasta que el hombre mismo se convirtió en plaga... Qué contradicción. Teniendo mente, el depredador rey debería ser perfecto.

Algo se rompió en esa cadena de armonía a lo largo del camino.. Las guerras, tanta muerte, injusticia, hambruna, pestes. Corrupción.

Al principio busqué olvidar. El destierro. La cura y comenzar de nuevo. Lejos. No tardé en darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Y a partir de entonces tuve cada segundo de mi existencia para experimentar el flagelo más lacerante que un hombre puede acarrear: la culpa. La conciencia. La razón. Lo hecho irremediable. El descuido. El error irreparable.

Escuche las lágrimas de la Virgen, cura... ¿Se da cuenta del ruido que hacen contra el piso?".

El Hombre tiene razón. Absorto, Ceferino ve las lágrimas caer con ruido que se amplifica de modo terrorífico al dar con el piso.

"Cada una de esas lágrimas es como el canto de todos mis muertos, que de tantos, ya ni me acordaba; y con los siglos han vuelto, del primero al último.

Finalmente, después de tanto andar, decidí dar con quien sea que me estuviese buscando. Pensé que iba a tener que elegir entre al menos cincuenta sacerdotes alrededor del mundo. Imagine mi sorpresa. La única persona en todo el planeta que queda asignada por la Santa Sede a este asunto, es usted. Han perdido las ganas, la esperanza, la fe, la seguridad. El interés. La política y economía le ganaron a la fe. Me pregunto si al morir la gente encuentra en la puerta del Cielo un viejo cartel que dice: ‘Se Vende’.

A eso vine. A buscar redención. El perdón de mis pecados. Me doy cuenta de que en toda mi historia, jamás me acerqué a eso que Aquel provocó en el mundo, ni a nada que lo representara. Y sordamente un día, leí la Biblia, y dentro de todos esos errores escritos y sagrados, hay algo que me aferró a una esperanza. Dice que Él volverá. Que viene.

Lo esperé durante siglos.

Mi percepción de la realidad es otra, usted comprenderá, cura... Así que vengo a confesarme ante usted. Le diré qué hice y usted me dirá si puedo ser perdonado".

Vuelven a salir lágrimas rojas de sus ojos. La mirada de miles de años, teñida de rojo, dice algo que no puedo revelar aún. El aire se pone fétido. Otra vez. El cura bendice inmediatamente el escritorio, todo el espacio. Bendice con toda su alma el agua que hay en la jarra y la desparrama por todo el piso. Se para. Se acerca a la Virgen de Palo Santo. Toca su frente y la excusa de su llanto. Las lágrimas cesan de inmediato. En el aire se escucha algo parecido a un lamento muy despacio, salido de la nada misma. El Hombre se dispone a hablar.

“¿Conoce, cura, el nombre de todos los inmortales?”. Así arranca. La cruz en su frente parece arder en pequeñas ampollas, pero no se inmuta por ello ni un poco. “Imagine. Como le dije, a partir de ciertos eventos, como mi imposibilidad para dejar la vida; es que de a poco empecé a coleccionar el nombre de todos los inmortales posibles. Los 8 inmortales de China, Gilgamesh, y la lista sigue. Son cincuenta. De ellos, el noventa por ciento son mito. Algunos, absolutamente increíbles. Uno realmente quisiera que especialmente dos de ellos fueran ciertos. Le dediqué años y años de estudio a la posibilidad de que al menos uno de los cinco restantes existiera realmente. Y fue la entrada a una paranoia que me arrastró al fondo de la locura. Para no extenderme en detalles, un día encontré que quizás uno de ellos se había hecho mi misma pregunta, y me sentí perseguido. Me costó mucho tiempo recuperar la calma. Mucho tiempo en la vida de un hombre que no muere es mucho tiempo de verdad, cura. Y cada recuperación traía consigo madurez, experiencia, conciencia. Y con ella, la luz era cada vez más dolorosa. Y mi presencia en el mundo a cada segundo más vergonzosa".

Lo que le dice a continuación lo habla en un idioma que Ceferino no puede comprender. ¿Húngaro? Ni una sola palabra. Y tal la sorpresa de todo lo que ocurre que ni siquiera previó un grabador. Ahora, tal vez sea poco apropiado.

—No se distraiga, cura. ¡¿Por qué te distraés?! ¡Si sos tan inteligente!, ¿qué pasa? ¡¿Necesitás grabar una conversación para mostrar a quien no te quiera creer?!

—Si puede leer mi mente creo que tengo derecho a saberlo.

—¡¿Leer?! No... Las idioteces no las leo, las escucho como gritos en mi cabeza.

—Es usted quien vino, quien pidió Confesión, recibió el Sacramento del Bautismo. Hace llorar a mi Virgen de Palo Santo. Y por lo que escucho, me lleva cientos de años de experiencia...

—¡¡¡MILES!!!— interrumpe enfurecido.

—Deje mi mente pensar en paz a ver en qué carajo habla, a ver si lo puedo perdonar en el Nombre de Dios. Y grabarlo, para poder creer mañana si pienso que todo esto fue una pesadilla. Porque a ver si hago mal mi trabajo y además de estar aterrado me ligo una patada en el culo de mi jefe.

Con naturalidad maestra y una franqueza imposible, pasa del enojo a la risa. Parece ahora un chico.

—¡¡¡Jajajaja!!! ¡¡Sería bueno ver eso!! ¡¡¡Jajaajaja!!! Porque he visto a cada una de las estatuas santas llorar a mi paso, con lágrimas que despiertan a mis muertos. He visto ejércitos estrellarse unos contra otros, y yo en el medio, y quedar al final del día solo, parado en medio de una pila incontable de muerte. Y la desdichada muerte, no me viene a buscar. He soñado con ella tanto como usted con su misión, y sólo encontré algo parecido a lo que usted encontró.

—...

—Claustrofobia gentil en el cuartito de confesión. Lo que le da claustrofobia no es el Confesionario, ya que piensa seguido en eso. Usted cree profundamente en lo que hace y en lo que ha elegido. Cree profundamente en su Dios. Pero la profundidad con la que usted vive toda su vida no es suficiente. Usted sabe que hay mucho más. Su inteligencia lo muestra evidente, pero usted no tiene el valor de ver si más abajo, en lo más profundo, usted cree férreamente en todo lo que dice creer. Y eso le devuelve un reflejo. Su mente lo lee como claustrofobia. Pero se llama duda. ¿Usted duda, cura?

Ceferino queda mirándolo. El recinto es ahora una especie de campo de batalla de todas las épocas. El aire se siente pesado. Viciado. Todo pareciera tener un ligero color bronce oscuro, casi negro.

El sonido del lamento que sale de ningún lado parece ahora mas presente. La Virgen de Palo Santo luce exhausta. Y sin embargo a la vista está exactamente igual que siempre.

—Conocí lugares en los que el aire parecía no haber sido corrompido jamás...

Y cambia, de pronto: “¿Por que siento que quiere que vaya directo al punto y a la vez que quiere abrumarme y preguntarme idioteces? Ya le contesté a su segunda pregunta: vine a confesarme. A buscar absolución. No te apures, cura. Hiciste seis preguntas, y me bautizaste.

—¿Se arrepiente del bautismo?— lanza Ceferino, y es triste. La cicatriz de minúsculas ampollas que hierven en la frente del Hombre parecen insultarlo.

—He aprendido con el tiempo a convivir con la contradicción, cura. No me arrepiento, pero pudiste morir. Y lo sabías... Tu tercera pregunta es si soy Lázaro. Eso prueba que eres realmente inteligente, cura. Y no. No soy Lázaro. Y lo busqué hasta probar que no existe. Pero lo comprobé en la época en la que en el mundo, siempre había un millón de humanos. Morían unos, nacían otros. No tuve la suerte de Lázaro, como no tuve la suerte de otros... Su cuarta pregunta es: ¿cuál es el contenido de mi bolsa? ¿No sabe lo que hay allí? Yo creo que usted sí cree saber qué es lo que hay, creo que está convencido de cuál es el objeto que guardo en mi bolsa. Pero le apuesto su Virgen de Palo Santo a que está equivocado.

—No es prudente ni bien visto que un sacerdote se juegue apuestas por nada, con nadie.

—¡Jajajaja! Claro, cura... Pero sigo viendo en sus ojos la respuesta que cree correcta. Y le digo que no es “eso”. Porque si fuera “eso”, usted no tendría ya el menor interés en preguntarme todas las tonteras que quiere preguntar más allá de las seis preguntas pactadas. ¿Contó cuántas lágrimas cayeron del rostro de la Virgen de Palo Santo? Cuidado con los números, cura... Abra los ojos, que hay leones en la jaula.

Ceferino le alcanza un pañuelo blanco y el Hombre limpia con suavidad sus lágrimas rojas. Brotan otras. Y otras. El Hombre llora ahora con un lamento que hace armonía con el lamento que sale de ninguna parte. El resultado es la cosa más triste que Ceferino escuchó en toda su vida.

—Tape sus oídos por un momento, cura...

Obedece, Ceferino. Pero no puede evitar llorar él mismo. Y así quedan un rato. Las paredes parecen gotear un agua fétida. El olor ahora es a un rancio y extraño incienso.

—Como le dije, el miedo hizo que usted pregunte en forma desordenada. Pero tenemos algo de tiempo. En su momento, usted sabrá el contenido de la bolsa que me acompaña. Si hay algo de lo que yo sea responsable, y que usted deba saber... Padre, a partir de ahora, hablo de lo que no he hablado con nadie jamás. Sepa que he visto cosas que no deben ser contadas. Pero a partir de aquí, voy a contarle una historia. Solo escuche, como un niño que escucha un cuento. Pero no olvide que estoy confesándome. Y yo le juro que cada palabra que va a escuchar es exacta. Así de extraordinaria es la memoria del hombre.

Y ahí va el enigma. Se dispone a contar una historia. Los hechos que ya ocurren, el aire viciado, las lágrimas de la Virgen, las suyas propias, el lamento que sale de ningún lado. Todo hace que lo imposible, de pronto, sea lo que es.

—“Conozco las respuestas a casi todas las preguntas que conforman los misterios de su fe. Viví muchas, averigüé otras y mi maldición son el resto.

La cruz que Ceferino hiciera con agua bendita sobre la frente del extraño sigue hirviendo en pequeñísimas ampollas, pero va tomando un color morado.

"Antes de revelar mi identidad, permita que le diga que nací en el lugar equivocado, en una época equivocada, y con facilidades, talentos equivocados. Se habrá dado cuenta ya de que le hablo de algo ocurrido hace más de 2.000 años.

Siendo muy joven di claras muestras de mi capacidad para la pelea. No tenía temor por nada. Era bueno en el combate cuerpo a cuerpo. Terriblemente bueno. Muy fuerte. No se ha visto peleador con espada, puñal o jabalina como lo era yo. Y tan endiabladamente bueno era en el combate que todos me respetaban. Amaba ir al frente en cada una de las batallas que fueron llegando una a una a mí. Fui parte de las campañas de expansión de Roma. Luchaba para el César. Todo por el César. Conocí la verdadera gloria. Toda. Y yo era bravo. Educado con metal. Carecía de modales. Pero usted sigue pensando errado sobre el contenido de la bolsa, y sobre mi identidad.

La expansión extraordinaria de Roma ocurrió antes de mi nacimiento, y hasta 1453, mucho después de mi retiro.

En todo aquello que le cuento, cura, mi calidad como legionario iba creciendo batalla tras batalla. No hubo bestia, soldado de ninguna nación que pudiera hacerme frente. Y pronto mi historia y mi fama marchaban delante de mí. Recibía condecoraciones, que guardaba con celo.

Fui descubierto una noche envuelto en las sábanas con la esposa de un importantísimo regente. Al principio todos callaron, pero los secretos a voces siempre se oyen mas fuerte que el alarido más bestial. Así las cosas, de un día para el otro fui degradado. Sentado frente al marido ofendido. Su esposa, ahora, alegaba haber sido violada por mí.

La oferta fue sencilla: cien azotes, o treinta días en el calabozo. Por supuesto elegí el látigo, ya que los calabozos tienen eso que usted conoce de los confesionarios. En la oscuridad, mis muertos hablan muy fuerte. Lamentan. Viven. Me hablan al oído. Entienda: he violado, degollado, asesinado, quemado. He cometido los más brutales crímenes posibles. Hombres, mujeres, niños frente a sus padres, padres y madres frente a sus hijos. Todo por el César. Y todos ellos me buscan en las sombras. A cada instante.

Como le dije, elegí el látigo. Pero no. Al calabozo. A veces, el regente venía y meaba sobre mí desde la alcantarilla, a unos metros sobre mi cabeza.

Así, pasé dos años enteros encerrado. Solo. Ni un sonido más que el de mis muertos en mis oídos. Mi leyenda se convirtió rápidamente en olvido, y quien me nombrase era castigado muy duramente.

Al salir, debía ser asesinado, pero mis superiores me enviaron como refuerzo de legiones a Judea. Lejos. Terriblemente lejos. Como pensar hoy en ir a Plutón.

Tardé en recuperar la cordura. Había quedado muy golpeado por esos años en la oscuridad. Era la sombra del gigante que había sido. Me quitaron el nombre, y ahora, los secretos a voces eran mudos. No se me miraba. Solo se me temía.

La VI Ferrata no era cualquier legión, todos eran experimentados y bravos. Muy excepcionales. Y algunos, como yo, a la altura, pero condenados. Tanto es que no se nos permitía ser nombrados, que nada hay escrito sobre nosotros".

—¿Nosotros? ¿Usted y quiénes otros?

—Otro que hizo las cosas mal, y que recibió el mismo tratamiento que yo. Tampoco se ha escrito sobre él.

El cura Ceferino está dudando ahora. No parece esta la historia de Lázaro, ni mucho menos la de Longinus, aquel que...

—Ya le dije, cura. Usted está equivocado sobre mi identidad, y sobre el contenido de mi bolsa. Y entonces es cuando mi historia se cruza por única vez con quien armó todo éste revuelo en la historia: mi maldición.

La cruz de pequeñísimas ampollas ahora va tornando a color sangre, y un olor a... ¿parto? Mezcla de tripa y sufrimiento invade el aire cruzado con ese aroma frágil a rosas. El lamento que viene de ninguna parte está ahora muy presente. Cerca de ellos dos. Los rodea. Ceferino conoce alguna oración de exorcismos, aunque no está autorizado por el obispo. Pero este hombre lo mira directo a los ojos. Nada en el es demoníaco. El Demonio no puede mirar a los ojos a un cura. Nunca.

—No pierdas tiempo con cosas que nos quedan grandes a los dos, Cura— sentencia—. ¡¡NO PIERDAS TIEMPO CON COSAS QUE NOS QUEDAN GRANDES A LOS DOS!!

La Virgen de Palo Santo vuelve a soltar lágrimas. Algo más viscosas. El aire es ahora insoportable.

Ceferino vuelve a excusar a la Virgen de su llanto. Como un hijo. Y queda luego quieto. No siente miedo alguno. Pero conoce de memoria todos los pasajes de la Biblia y de todo lo que se ha escrito en torno a esas épocas, incluso material confidencial del Vaticano, y piensa con toda su capacidad enorme al límite y de todo lo leído, este señor, con algunas distancias, sí, sólo puede ser uno.

"¡¡NO!! Ya le dije. Nada hay escrito porque fuimos condenados a ser olvidados. En aquella época, la gloria, el nombre, la historia de uno, era sagrada. Lo que se contaría en el futuro. Y nosotros fuimos condenados a ser olvidados. Nada de todo eso dicen los libros, porque todo lo escrito fue quemado. Y quien escribiese, castigado.

Como le dije, cura.. es entonces cuando lo vi por primera vez en toda mi vida.

Por supuesto, era Jesús. El de Nazareth. El que hablaba calmo, y se enojaba de golpe y lanzaba razonamientos absolutamente demoledores, pero era gracioso escucharlo vestido en sus túnicas de mendigo. Realmente había que poner mucha fe para escucharlo con seriedad. Pero cuando uno cruzaba la mirada con él, de inmediato se daba cuenta uno de que ese hombre era uno en todos. Su mirada calma desafiaba al propio Pilato. A Herodes, a quien fuera...

Lo que dicen los libros lo dicen, y no importa que hay en ellos de cierto o exagerado. La cosa es que ese hombre es sentenciado a morir. Y como sabe, cura, es llevado a patadas, golpes, escupitajos. Se le quita la ropa. Se lo ata a un poste.

Las legiones estaban en ese momento en otros lados. Eran días de mucho movimiento, esos... Y la tarea de azotar a un hombre que iba a ser crucificado se le daba a verdugos, esclavos, o a inmensos legionarios condenados a pasar vergüenza.

Me llamaron, conocedores de mi fama, más no de mi leyenda. Y me dijeron: ‘Legionario, muéstranos cómo usas el látigo en la espalda de un Rey’.

Yo tenía los antebrazos más fuertes del mundo. Y ahí se mezcla todo. Escuche con atención, cura, porque...".

Se interrumpe. Caen lágrimas de sangre de la cara del Hombre sin nombre. El olvidado. Ceferino toma su rosario. Llora junto a él.

—Padre, perdóneme porque he pecado.

—¿Qué hiciste?

—Absuélvame, por favor. Libéreme de los horrores...

—Debo escuchar tu confesión.

—Había bebido. La bebida me acompañaba en esas épocas para enmudecer a mis muertos. Yo había bebido, y al escuchar aquello del Rey, me enfurecí. Tomé el látigo. Lo vi a los ojos. Ya él había sido muy golpeado. Y aún así, en su susto, en su dolor, veía dignidad. Realeza. Lo miré directo a los ojos. Apareció otra persona, un verdugo de poca monta, con otro látigo igual. Su único deseo era el de compartir una acción, no importaba cuál, con un legionario de mi talla. Y de golpe solté la mano. El latigazo fue tremendo. Pensé que lo había partido al medio. Y de golpe levanté la mirada hacia mi izquierda y la vi. Supe de inmediato que era su Madre. Vi sus lágrimas. Y en ellas su incredulidad, su desesperación. Pude escuchar el lamento de su alma. ¡¡Se suponía que estuviese en otra parte!! Vinieron a buscarla los amigos del de Nazareth. Se la llevaron. Y entonces, consciente de lo que aún le esperaba a ese hombre, decidí matarlo yo mismo a latigazos. Me ensañé para matarlo. Quise hacerlo por él. Rápido, mientras el otro imbécil golpeaba y lo insultaba y escupía. Usé todas mis fuerzas. Todas. Fueron 120 latigazos. Yo di 70, pues conté siete veces hasta diez. En cada golpe, la carne estallaba y la sangre salpicaba todo. Quedé empapado de Él. Su sangre en mi boca. Y yo, que ya no era el de siempre, estaba exhausto. Quería matarlo, por algo que yo nunca antes había sentido...

—Compasión—. Ceferino escucha triste al olvidado.

—Ya no quiero hablar, padre. Absuélvame. ¡¡Perdónenme!!—. Lágrimas de sangre caen de la cara del Hombre que vomita sangre y el lamento está ahora entre nosotros.

—Sigue. Hay más...

—¡¡¡No debe ser dicho!!!

—Es tu confesión. En el Nombre de Jesús, ¡te indico que hables lo que sabes!

—De pronto, me miró. Destrozado por mis latigazos. No había odio en Él. Quiso decirme algo, y el otro verdugo, el imbécil, le pegó en la quijada. Jamás terminó de decirme lo que iba a decir. Pero vi en sus ojos que no tenía remordimiento alguno por lo que yo le acababa de hacer... Mi compañero condenado salió horas después del calabozo, al que había ido nueve días antes por lo mismo que yo. Le gustaban las romanas. Y en Judea, las únicas romanas que había eran las que venían acompañando a gente importante. Ni me pregunte con quién lo encontraron. Los bravos de la Legión hablábamos, pensábamos y vivíamos siempre las mismas cosas. Igual que a mí, le dieron a elegir entre el látigo y el calabozo. Igual que yo, eligió el látigo. A Él, su nombre era Longinus, le tocó pararse junto a las cruces de los condenados. Durante tres días enteros, hasta que el de Nazareth murió. Yo estaba cerca cuando el Cielo se cubrió, el viento se volvió loco, y la tierra tembló enfurecida. Un relámpago como un alarido imposible tapó los gritos de todos. Nunca más vi a Longinus. Luego, Jesús fue bajado, lavado y puesto en el sepulcro. Yo quedé allí cerca. Confundido. Desamparado. Borracho de cólera y piedad. De compasión y odio. De misericordia profunda. Borracho de Sangre de Cristo. Eterna. Definitiva. Y al tercer día...

Lo que dice a continuación no debe ser dicho. Se lo pide expresamente a Ceferino. Así como su nombre, que dice, y no debe ser repetido.

El aire está viciado. Las paredes húmedas. Hay olor a incienso, mirra; todo está teñido de color bronce negruzco. El piso regado de agua bendita. Hay olor a parto. A rosas.

Ceferino se pone de pie frente al olvidado. Pone su mano sobre la frente, sobre las ampollas.

—Yo te absuelvo de todos tus pecados. Te perdono en la infinita compasión de Jesucristo, nuestro Señor. Te absuelvo de cada lágrima vertida por cada Virgen, y de cada mirada de cada Cristo crucificado. En su nombre, te aseguro que te miró para decirte: “Te perdono”, justo antes de ser golpeado por nadie.

Ceferino suelta con sus ojos cerrados la absolución, con toda su alma y absoluta autoridad y convicción.

El olor a rosas es ahora cada vez más pronunciado. El lamento que salía de ningún lado ha callado. Ceferino abre sus ojos mirando directo a la Virgen de Palo Santo. Está impoluta.

El Hombre se pone de pie. Ahora es un anciano, pero ha mutado con la naturalidad más perfecta. Ceferino no se inmuta, tal la naturalidad de las cosas como se han dado. El Hombre se acerca a la puerta y dice. “Le dejo mi bolsa, Padre. Que Dios lo bendiga". Y se va.

EL aire está limpio ahora. Como si nada hubiese pasado.

Ceferino lentamente se acerca a la silla. Levanta la bolsa. La abre lentamente y mira en su interior. Y hace la señal de la Cruz.

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