
Esa noche, la del 19 de enero de 1974, será larga y sangrienta, pero nadie lo sabe ni lo intuye en la Guarnición Militar de Azul, provincia de Buenos Aires, a pesar de que los años de plomo ya han dejado su huella criminal.
Hace tres meses que gobierna Juan Domingo Perón: su tercera presidencia.
Como sombras al amparo de la cerrada oscuridad, más de doscientos hombres rodean el lugar.
Han llegado en camiones pintados como los del ejército, vestidos con uniformes verdes de combate, y cubiertas sus cabezas con cascos parecidos a los reales.
Los asaltantes a traición, se sabrá después, son de la compañía Héroes de Trelew del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo).
A la cabeza, Mario Roberto Santucho –su creador–, Enrique Gorriarán Merlo, y Hugo Irurzun.
Primer asesinato: el soldado Daniel González, de guardia. Entran entre cien y ciento veinte, y el resto queda afuera, como apoyo.
Objetivo: robar armas, atrapar a un oficial de alto grado, y tenerlo de rehén para usarlo como una mercadería de canje.
Copan sin resistencia la guardia central, varios puestos de vigilancia y el casino de oficiales, pero en la zona de baterías y en la plaza de armas nadie se deja sorprender: los reciben con fuego a granel.
En su casa, enfrente, el jefe del Grupo de Artillería Blindado 1, Jorge Roberto Ibarzábal, al oír los primeros disparos, hace arrojar al piso a sus tres hijos (Silvia, María José y Roberto), baja las persianas, toma un revólver, y vestido de civil se une a la defensa de la guarnición.
Al salir se encuentra con el coronel Camilo Arturo Gay, jefe de la unidad, cruzan un puente sobre el arroyo Azul, pero caen en una emboscada fatal. Gay muere de un balazo en la cabeza, y en el primer asalto cae también Nilda Cazaux, su mujer.
Pero a los criminales les queda una presa: Ibarzábal, secuestrado en el mismo escenario, y moneda de cambio para extorsionar al gobierno e intercambiarlo por guerrilleros detenidos.
El cruce de fuego dura toda la noche, y más allá del alba. Gorriarán Merlo, al ver fracasado el plan de tomar la guarnición, huye. Sin dar aviso a sus compañeros para que se replegaran. Sin temblar ante la segura muerte de quienes lo obedecen ciegamente. Su lema: ¡Sálvese quien pueda!
No sorprende: lo mismo hará quince años después, en 1989 y también en plena democracia, en el asalto al Regimiento de La Tablada.
Ya secuestrado, Ibarzábal es un preludio al martirio de Argentino del Valle Larrabure, capturado en el intento de copamiento de la Fábrica Militar de Pólvora y Explosivos, Villa María, Córdoba.
Caerá prisionero, también del ERP, siete meses más tarde: 10 de agosto de 1974, y soportará 372 días de cautiverio, hasta su muerte, asesinado y sin ceder nunca ante el pacto ofrecido por sus carceleros: “Enseñanos a armar bombas y te dejamos en libertad”.

Tampoco Ibarzábal ruega por su vida a lo largo de los diez meses en que es llevado de cárcel en cárcel (de las llamadas, “del Pueblo”: hoyos inmundos), maniatado y amordazado la mayor parte del tiempo, y obligado a escribir cartas a su familia diciendo que “me tratan bien”.
¿Qué clase de hombres fueron? Dos hombres valientes, sin traicionar todo lo aprendido en el Colegio Militar. En especial, “combatir y resistir hasta más allá del deber”. La absoluta contrapartida de sus verdugos.
Luego de esos diez meses, el 19 de noviembre de 1974 a las siete de la tarde y en San Francisco Solano, Quilmes, una patrulla policial de control de ruta advierte el avance de tres vehículos sospechosos: dos autos y una camioneta Rastrojero que lleva en su techo un armario de metal: la última cárcel del cautivo.
La caravana rompe el cerco a toda velocidad. Empieza la persecución. Estalla un tiroteo. La camioneta frena. El custodio del armario empuña un arma corta, “y le pegó tres balazos a mi padre, que estaba esposado y con los ojos vendados”, recordó ante Claudia Peiró, de Infobae, Silvia Ibarzábal, adolescente en aquella noche de espanto.
El prisionero muere en el acto. Su asesino, Sergio Dicovsky, no se resiste: tira su arma y alza los brazos. Seguramente cuenta con que tendrá el privilegio de los derechos humanos.
Y no se equivoca. Según Silvia, “el que mató a mi padre figura entre los homenajeados en el Parque de la Memoria, igual que los asaltantes de otros cuarteles en plena democracia, como el de Formosa, mientras que las víctimas del terrorismo guerrillero ni siquiera están registradas oficialmente: más de dos mil”.
En el mismo relato, recuerda que “dos guerrilleros, uno de apellido Carrara, y otro, Altera, atrapados durante ese infierno, pedían jueces, diputados y periodistas para que le dieran garantías. Altera acababa de matar al coronel Gay y a su mujer…”.
El cuerpo de Ibarzábal mostraba cada huella de los diez meses pasados en jaulones, con continuas mudanzas, y sin el menor cuidado. Pesaba 35 kilos.
Siguieron etapas no menos sombrías. A pesar de que el ataque a la guarnición duró toda la noche, y que inmediatamente se pidió el cierre de rutas, la orden no se cumplió: piedra libre para la fuga de Gorriarán Merlo.
Perón –que moriría el primer día de julio de 1974– echó a Oscar Bidegain, gobernador de la provincia de Buenos Aires. Cargo: sospecha de complicidad, con otros funcionarios, en el ataque.
Durante toda la etapa de su gobierno, los Kirchner ignoraron los homenajes a los caídos bajo el fuego de las organizaciones guerrilleras. Y tanto Arturo Larrabure, hijo del coronel martirizado, como Silvia Ibarzábal, siguen reclamando ante la justicia que esos crímenes sean considerados “de lesa humanidad”. Hasta hoy, ante oídos sordos.
El único reconocimiento que recibió Ibarzábal fue su ascenso post mortem a coronel.
Al morir, tenía sólo 46 años.
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