Nació con parálisis cerebral, su mamá sufrió un ACV y pide trabajo para pagarle a una persona que las cuide

Ana Viola tiene 39 años y debe costear los servicios de alguien que se ocupe de ella y su madre. “Yo no quiero dinero. Quiero otro trabajo más. Mi discapacidad no es cognitiva: necesito ayuda para ir al baño, pero soy abogada y maestra de inglés; estoy empleada desde casa para la Municipalidad, pero tengo libres las tardes”, avisa

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Ana con su mamá, Lidia antes de que la mujer tuviera el ACV
Ana con su mamá, Lidia antes de que la mujer tuviera el ACV

Nació ahogada con el cordón umbilical. Su pequeño cuerpo estaba azul morado. Recién al año y medio, sus padres supieron que la beba tenía parálisis cerebral, que había afectado a sus piernas y que nunca podría caminar. También tiene limitaciones en las manos y dice que hoy se siente completamente desprotegida. “No puedo peinarme ni ir al baño sola, y hace dos años vi cómo mi mamá, que siempre me cuidó, se apagaba lentamente”, resume Ana Viola el momento en que Lidia Barbieri (65) sufrió un accidente cerebrovascular que le dejó severas secuelas.

Como si estuviera viendo la escena borrosa de una película en blanco y negro, sigue: “Eran las 9 de la noche, promediaba agosto y hacía mucho frío. Mi mamá volvía de la casa de mi hermana y encendió la estufa de mi cuarto. Le pedí ir al baño, tengo uno portátil porque ya no podía llevarme al de casa. Me sacó de mi silla y de golpe se puso blanca, con la mirada perdida. Le pedí que se sentara, no me entendía, pero no dejé de hablarle ¡y no me entendía! El lado derecho se le paralizó... Supe que estaba sufriendo un ACV y que el cuadro podría ser irreversible y yo no tenía mi teléfono cerca para pedir socorro porque antes ella me lo había sacado para llevarme al baño...”.

Como pudo, Ana logró que Lidia se sentara y frenó la pierna de su madre con la rueda de su silla motora, y gritó por ayuda. “Mi sobrina más grande, que estaba en casa esa noche, me escuchó. Le pedí el celular y llamé a emergencias mientras mamá balbuceaba que no podía respirar″.

Llegó una ambulancia y fue derivada a un policlínico zonal y recibió la primera asistencia; de ahí la llevaron a un sanatorio, donde permaneció internada dos meses: uno en la Unidad de Terapia Intensiva y otro mes en sala común hasta que recibió el alta médica.

Lidia Barbieri, la mamá de Ana
Lidia Barbieri, la mamá de Ana

“Por cómo llegó, los médicos se sorprendieron de que estuviera viva y consciente. Durante la primera noche sufrió hidrocefalia y debieron operarla de urgencia. Por eso estuvo tan grave”, explica. Lidia quedó hemipléjica y desde entonces se mueve en silla de ruedas. Si le pican la comida, come sola. “Gracias a la terapia física, que le cubre la obra social, puede hacer su rehabilitación y ahora al menos se para con ayuda, pero desde aquella noche todo fue muy difícil. Mi obra social cubre algunas cosas como el servicio de una cuidadora en casa, pero por problemas internos, dicen, que nadie quiere aceptar el compromiso que no cobrará”, lamenta.

Lidia quedó embarazada de Ana en 1981, cuando vivía una situación muy vulnerable: junto a Miguel, su marido, dormía en las calles de la localidad de Victoria, en Entre Ríos; pero aquella criatura en camino se convirtió en el norte de la pareja que con esfuerzo y trabajo se estableció. Ana nació el 20 de diciembre de ese año. Al siguiente, llegó Miguel Jr. y Natalia, recién en 1994.

“Papá tiene 70 años y hace lo que puede porque está grande”, asegura Ana que, cuando el bolsillo se lo permite, paga los servicios diarios de una cuidadora. “Por día, debo costear casi $ 3 mil por cuatro horas en la mañana, y seis en la tarde a la mujer que viene a asistirnos; lo que significa $ 18 mil por semana. Después nos cuida papá”, dice y aquí se detiene para pedir ayuda.

“Yo no quiero que me manden dinero. Unas amigas armaron una campaña, pero hay tantas necesidades en todos lados, tanto chicos necesitando de donaciones que yo quiero un nuevo trabajo, tengo libres las tardes y puedo ser freelance. Tengo la capacidad para hacerlo y si alguien me contratara con ese ingreso pagaría los gastos de mi mamá... ¡Y dejo de joder!”, exclama y repasa su historia.

Luego de recibir su diploma de abogada, en 2005, la familia Viola posó feliz a la salida de la sede de Villa Libertador San Martín de la Universidad Católica de Salta
Luego de recibir su diploma de abogada, en 2005, la familia Viola posó feliz a la salida de la sede de Villa Libertador San Martín de la Universidad Católica de Salta

Vencer dificultades: los años de estudios de Ana

Siempre le gustó leer, de hecho se inició en ese mundo a los 4 años cuando su mamá ejerció con ella las primeras prácticas como maestra de grado. Su libro favorito es cualquiera salido de la pluma de Agatha Christie, Isabel Allende o de Gabriel García Márquez. Dice que ellos la llevan a su propio Macondo, donde la imaginación manda y la saca de la realidad que a veces no quiere tener.

“Antes de ser un ser humano muy realista -reconoce- solía escribir poemas, a veces cursis, y cuentos cortos. Ahora, me cuesta, pero sigo sumergida en mi biblioteca digital (tiene más de 3000 libros), en la música (le gustan Luis Miguel y Cristian Castro) y en los documentales de historia que amo ver”.

Sin dificultades intelectuales, sino las que algún colegio le puso, Ana terminó con honores la primaria en una escuela “normal” (había empezado en una diferencial) y comenzó, tras una extenuante búsqueda de plaza, la secundaria. En esos tiempos, su carácter extrovertido salió a flote.

Ana juró ante el Tribunal "por Dios y la Patria" ejercer su profesión. "Nunca me dejaron", lamenta
Ana juró ante el Tribunal "por Dios y la Patria" ejercer su profesión. "Nunca me dejaron", lamenta

“Creo que al ver a mis compañeros haciendo cualquier cosa mientras yo estaba sentada en la silla, dejé salir mi carácter más rebelde y hacía el lío que podía o me portaba mal, pero también defendía aquello que me parecía injusto. Terminé esa etapa como una estudiante más, sin sobresalir... Sólo esperaba comenzar la carrera con la que me hacía soñar Perry Mason”, revive entre risas al personaje que encabezó el legendario actor canadiense Raymon Burr. Mason era un abogado que defendía con garra a personas acusadas falsamente y supo cómo dejarlas libres de toda culpa, siempre sacando a relucir al verdadero criminal. Él la inspiró a estudiar abogacía.

Si de su carácter dependiera, Ana podría correr -hasta volar- porque busca la manera de salir adelante, y no teme decirlo. “La carrera la hice de taquito: entre 2000 y 2005, no me costó porque soñaba con ser abogada”, admite y cuenta que su cursada fue libre y que iba una vez por semana a la sede de Gualeguaychú -a 100 kilómetros de Victoria- de la Universidad Católica de Salta donde se convirtió en la primera alumna con discapacidad en recibirse. Antes, obtuvo el título de maestra de inglés. “Estudié entre los 11 y 17 años, y durante mucho tiempo di clases de apoyo escolar en casa”.

Ana, el día que recibió su título de abogada, junto a su madre
Ana, el día que recibió su título de abogada, junto a su madre

Pese a su impactante vida académica, Ana no consiguió un empleo formal hasta sus 35 años. “Nadie quiso contratarme”, lamenta. Su primer trabajo fue en la Municipalidad de su partido y hasta la cuarentena, trabajó de manera presencial. “Estaba en la secretaria de Acción Social y cuando se volvió a la presencialidad me pasaron a la de Discapacidad, donde no puedo ingresar con mi silla de ruedas, por lo que sigo trabajando todas las mañanas de manera remota”.

Cuenta que para solventar los gastos de la familia debió vender un terreno que pertenecía a su madre y que ese dinero se acabó en pocos meses. “Ahora ya no puedo más, no tengo qué vender más que la silla en la que me siento desde hace 20 años y que me donaron”, dice con dolor y explica que sus hermanos ayudan, pero que cada uno tiene su propia familia y pesares.

“Aunque nunca pude ejercer como abogada, debería renovar la matrícula, puedo redactar textos legales o dar clases virtuales de inglés”, asegura y deja el mail draanaviola@gmail.com para quienes puedan darle la oportunidad de demostrar que, como repite: “Mi discapacidad está solo en mis piernas”.

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