
El anuncio del nuevo pontífice, León XIV, conmovió no solo a los fieles católicos de Estados Unidos, donde nació, sino también a los del Perú, donde vivió durante décadas como misionero y obispo. La designación reactivó el interés por una pieza poco conocida del arte religioso colonial: una pintura sobre lienzo titulada “Una alegoría de Santa Rosa de Lima”, exhibida actualmente en el Museo de Arte Walters, en Baltimore. La obra, fechada entre 1730 y 1760, fue elaborada dentro del Virreinato del Perú y atribuida a un pintor de la Escuela Cuzqueña. Su carácter alegórico y simbólico ofrece una mirada singular al mestizaje visual y a las tensiones sociales que marcaron la vida virreinal.
Lejos de ser una representación devocional convencional, la pintura pone en escena una figura femenina que emerge de una rosa, rodeada de querubines y figuras alegóricas. Aunque basada en un grabado europeo de 1711, publicado como frontispicio de una colección de sonetos del español Oviedo y Herrera, la pintura introduce cambios fundamentales. En lugar de representar al autor, como lo hacía el grabado, el lienzo muestra a un gobernante inca, vestido con símbolos reconocibles del poder incaico. El gesto no pasó desapercibido para los estudiosos, ni resulta menor en el contexto de una sociedad colonial que reprimía las expresiones de soberanía indígena.
La inclusión del inca, con su “mascaypacha” y su “tocapu”, sugiere una apropiación criolla e indígena del discurso religioso católico. El símbolo de Santa Rosa —la santa limeña canonizada en 1671— se convierte aquí en un punto de confluencia entre dos universos que coexistieron en tensión. La obra propone una alianza visual entre lo sagrado cristiano y la memoria política incaica, que en el siglo XVIII ya comenzaba a ser invocada con fines que desbordaban lo litúrgico.
El lienzo y sus símbolos

El cuadro, de 1,5 metros de alto, fue adquirido por el Museo Walters en 2019. En la parte central aparece Santa Rosa de Lima, emergiendo de una rosa abierta, con un halo floral en la mano que contiene al Niño Jesús. En la otra mano sostiene un ancla, símbolo de la ciudad de Lima. La escena incluye la catedral de la capital virreinal, representada como un edificio en miniatura sobre el ancla, con la inscripción “Lima” debajo.
“Este tipo de composiciones eran bastante comunes en el mundo hispano durante el siglo XVIII”, explicó un curador del museo, citado en la presentación oficial de la muestra. “Pero lo que hace especial a esta pintura es la transformación del contenido europeo en un mensaje político y visual local”.
A la izquierda del espectador, una figura femenina con arco, flechas y tocado de plumas representa a América. Aunque en el grabado original esta figura aparecía desnuda, en la pintura lleva un vestido azul. A la derecha, en lugar del poeta Oviedo y Herrera, se encuentra un noble inca con atributos reales: túnica con motivos de “tocapu”, capa “yacolla”, corona con flores de cantuta y el fleco rojo de la “mascaypacha”.
El gobernante representado no es un personaje genérico. La elección de los colores, la banda frontal y las flores que emergen de su corona hacen referencia directa a los símbolos de la nobleza incaica. Según explicó uno de los especialistas en arte virreinal del museo, “la cantuta era reconocida como flor ceremonial desde antes de la llegada de los españoles. Su presencia sobre la cabeza del gobernante no es accidental”.
La representación del rey indígena en actitud reverente frente a Santa Rosa también muestra una inversión de jerarquías. El lienzo sugiere una alianza entre lo indígena y lo criollo bajo el símbolo común de la santidad limeña. Para los criollos excluidos del poder peninsular, así como para los curacas que aún gozaban de ciertos privilegios, evocar la grandeza incaica en una pintura religiosa podía leerse como una forma sutil de resistencia simbólica.
En palabras del museo: “Esta obra no solamente es un ejemplo del sincretismo artístico del siglo XVIII, sino también una declaración visual de reivindicación local, en una época donde las tensiones sociales se manifestaban también en el arte”.
Tras las huellas del grabado
La fuente original del lienzo fue un grabado realizado en 1711 como portada de un libro de sonetos dedicado a Santa Rosa. Allí, la santa aparece emergiendo de una flor gigante, vestida con hábito oscuro, rodeada por ángeles. El ancla, la imagen del Niño Jesús y la figura de América también están presentes. Sin embargo, la pintura modifica sustancialmente el diseño: el escritor se transforma en gobernante indígena y la figura de América adquiere vestimenta.
El museo conserva también una copia del grabado original, aunque no se encuentra en exhibición. En ese documento, el autor del poemario aparece con la cruz de la Orden de Santiago en la manga. El traslado de esa figura a un inca andino no solo elimina al poeta español, sino que lo reemplaza por un símbolo político propio de los Andes. La pintura, en ese sentido, no imita, sino que responde y transforma.
El recorrido de la pintura “Una alegoría de Santa Rosa de Lima” desde Sudamérica hasta su actual repositorio en Baltimore ilustra un tránsito singular entre manos privadas e instituciones especializadas. Antes de 1974, la obra formaba parte de una colección particular en Argentina, de donde pasó a la casa de subastas Guerrico & Williams, en Buenos Aires.
En ese contexto, fue adquirida por Maria Eloisa Berisso, quien la conservó hasta su compra por el coleccionista Federico Carlos Cia en 2014. Cuatro años más tarde, la galería Robert Simon Fine Art, con sede en Nueva York, incorporó la pieza a su catálogo. Finalmente, en 2019, el Museo de Arte Walters concretó su adquisición, asegurando su preservación y exposición pública dentro de una colección permanente dedicada al arte latinoamericano.
Santa Rosa de Lima

La inclusión de símbolos incas en obras religiosas fue una práctica aceptada en ciertos círculos hasta fines del siglo XVIII. Pero tras el levantamiento de Túpac Amaru II, ocurrido entre 1780 y 1783, el virreinato prohibió expresamente toda representación de reyes incas en imágenes públicas. Muchas pinturas similares fueron destruidas o censuradas.
La figura del inca en este cuadro no es decorativa. Su inclusión reescribe el relato original del grabado, sustituye la voz peninsular por una figura nativa, y convierte la escena en una afirmación visual de un pasado indígena que buscaba ser borrado.
Santa Rosa de Lima nació en 1586, en una ciudad aún en proceso de consolidación virreinal. De nombre Isabel Flores de Oliva, fue conocida desde joven por sus actos de piedad y ayuda a los pobres. Al no poder ingresar a un convento, adoptó el hábito de terciaria dominica, vendía bordados y flores, y dedicó su vida al cuidado de los más necesitados. Canonizada en 1671, su imagen se convirtió en emblema no solo de la Iglesia, sino también del territorio.
El lienzo de Walters muestra cómo su figura fue usada para articular identidades múltiples: criolla, indígena y católica. En su doble vertiente de santa y símbolo limeño, Rosa se convierte en puente entre mundos que la pintura logra reunir sin borrar sus tensiones. En el gesto del gobernante inca, que se inclina ante ella sin renunciar a sus símbolos, el cuadro ofrece una visión compleja de la espiritualidad y la política en el mundo colonial.
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