#Nosotras y ellos: El mate nacional... y viral

El viejo y querido mate acompaña a los argentinos desde hace décadas. Nos ponemos de acuerdo y, le rendimos homenaje en su día.

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 Jaque mate

por QUENA STRAUSS, periodista

No vengo de una familia matera. En casa, sólo mi mamá tomaba mate, pero lo hacía con un fervor y una constancia que valía por nosotros cuatro. Desde la mañana se cebaba unos cimarrones tremendos, deliciosos, perfectos. Y como siempre decía aquello de que el "verdadero" mate era sin azúcar, sin edulcorante y sin ninguna de todas esas herejías que llegarían años después, para mí también la verdadera bebida gaucha es áspera, caliente y no apta para paladares delicaditos.

Cuando uno se enfrenta por primera vez a una bombilla y un porongo, puede quemarse la lengua, tirarse todo encima (y quemarse entero), puede incluso terminar lanzando una especie de escupida verde y larga digna de El exorcista. Por eso, si algo me conmueve, es ver a esos enanos y enanas que –todavía en pañales– ya piden su mate. Después, si todo sale bien, con el tiempo irán sabiendo de sus rituales, de sus cosas prohibidas, de su código secreto: que un mate frío significa desprecio, que el agua nunca se hierve, que los mates se pueden curar casi de tantos modos como pueden ser cebados.

Mamá también me enseñó a curar la calabacita con un poco de azúcar negra y una brasa. Haciéndola rodar por el interior del mate, la brasa fundía el azúcar y abrasaba la piel del fruto. El primer mate cebado en esa calabaza de estreno era la gloria misma. Hoy se venden, lo sé, aberrantes mates de siliconas, termos de telgopor y hasta infames mates desplegables de baquelita. La gloria del mate bien cebado puede resistir a eso y a mucho más, porque es un juego que no se termina ni siquiera cuando los jugadores se han ido. ¿O de dónde creías acaso que había salido aquello de "jaque mate"?

El mate y yo

por LUIS BUERO, periodista

"De chico, cuando hacía lío, mi tío me llamaba palito de yerba, por aquello de "nada en el mate". Me quería decir que yo no tenía cerebro, aclaro, por si no entendieron el chiste. Pero aparte de esto, la yerba mate (junto con la leche de vaca) me acompañó desde mis primeras mamaderas. Recuerdo que en la niñez, cuando volvía a la tarde del colegio, mi madre y mi abuela tomaban mate mientras charlaba y lo compartían conmigo, junto con sus chismes del barrio, su opinión sobre los hombres y sus críticas a la telenovela que daban en el televisor en blanco y negro. Fue la bebida infaltable en las reuniones de estudio de la secundaria; una vez, una profesora nos dio como trabajo práctico describir los distintos nombres del recipiente de la yerba, uno de los cuales no me animo a poner ni en esta columna… No soy como esos fanáticos capaces de ir con el termo bajo el brazo y chupando la bombilla hasta cuando manejan la moto. Pero en reuniones de amigos, compañeros de trabajo, vecinos, es infaltable como modo de lazo social, en esa ronda que genera vínculos en cada vuelta de mate. Eso sí, lavado y amargo, nunca. Y me gusta el primero, aunque muchos lo escupan, porque el recién hecho es más puro, más fuerte, y si la yerba viene sin palo, mejor. Jamás se me ocurrió utilizarlo como metodología de levante en fogones de playa. Para mí, en la salida de conquista media solamente un café. Pero sin dudas, el mate es un fenómeno cultural autóctono, una tradición que nos remite a la época de los indios, que adoptaron los primeros jesuitas. Y así se comparte desde entonces, de boca en boca, de corazón a corazón.

ilustración VERÓNICA PALMIERI

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