Deuda: las tres diferencias entre la reestructuración de Néstor Kirchner y la que busca Alberto Fernández

El libro de un académico de la London School of Economics, quien reconoce influencia de trabajos de Martín Guzmán, repasa la historia de los defaults soberanos y resalta condiciones que ahora ya no están vigentes

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Néstor Kirchner y Alberto Fernández
Néstor Kirchner y Alberto Fernández

En su libro “Why not default?” (traducible como "¿Por qué no defaultear?”), Jerome Roos, académico de la prestigiosa London School of Economics (LSE) señala varias condiciones que se dieron a principios de siglo para que el gobierno de Néstor Kirchner pudiera hacer una fuerte quita de deuda en la restructuración completada en febrero de 2005 y lograr incluso así una aceptación de los tenedores del 76% del pasivo en default.

El primero, señala, fue que gran parte de esa deuda estaba en manos de acreedores y pensionistas europeos, japoneses y argentinos geográfica y jurídicamente dispersos, sin mucho conocimiento de los mercados globales y con escasa capacidad de coordinación.

Al respecto, Roos precisa que de los 82.000 millones de dólares de deuda en default, 39% estaba en manos de argentinos, 16% en manos de italianos, 10% en manos de inversores mayormente europeos con ahorros en Suiza, 5% en manos de alemanes, 3% en manos de japoneses, y 1% cada uno en manos de británicos, holandeses o ahorristas con activos situados en Luxemburgo.

Aunque el grueso de la deuda estaba bajo legislación de Nueva York, apenas 9% de los acreedores eran de EEUU, sede del principal mercado mundial de capitales, Wall Street, ya que después del megacanje de mediados de 2001 los grandes fondos y bancos de inversión se habían desprendido de los papeles argentinos. Esos grandes actores, dice Roos, más que perder en el default de 2001, ganaron en la restructuración de 2005.

La moratoria declarada por Rodríguez Saá, añade, ya llevaba largo tiempo y había restaurado poder negociador al deudor, ante acreedores dispuestos a aceptar un acuerdo que en otras circunstancias no hubieran aceptado.

El segundo factor a favor de la Argentina, sigue el autor, fue que los acreedores no recibieron casi ningún apoyo de sus gobiernos, ni del FMI ni de Estados Unidos. De hecho, enfatiza, el entonces presidente norteamericano, George W. Bush, respaldó activamente la postura agresiva del gobierno de Kirchner.

En tercer lugar, la Argentina también tuvo a favor lo que Roos define como “extraordinarias condiciones internacionales”: bajas tasas de interés, debido a la política de Reserva Federal posterior a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2011 en Washington y Nueva York y a la explosión de la burbuja de las puntocom y, más importante aún, boom del precio de los commodities, impulsado por el avasallante crecimiento de China.

La tapa del libro de Roos, ilustrada por una imagen de la casa de Gobierno de Grecia, que hizo la restructuración más penosas de las últimas décadas
La tapa del libro de Roos, ilustrada por una imagen de la casa de Gobierno de Grecia, que hizo la restructuración más penosas de las últimas décadas

¿Hasta qué punto esas condiciones se asemejan o difieren hoy en día?

En primer lugar, los acreedores ya no están dispersos ni son jubilados o pequeños ahorristas europeos o japoneses, sino grandes fondos de inversión con sede en EEUU, como Blackrock, Fideliity, Templeton, Pacific Investment Management Co (PIMCO), Ashmore y unos pocos más.

Nadie sabe con precisión cuántos bonos argentinos detentan esos fondos, pero se estima que la cifra está entre 30 y 45 % de una deuda de aproximadamente 105.000 millones a renegociar con acreedores privados. El otro gran acreedor es el propio FMI, con 44.000 millones, que rechaza la posibilidad de “quitas” en el valor nominal de sus acreencias en virtud de su estatus de “acreedor privilegiado” y “prestamista de última instancia” de los soberanos.

Los gobiernos europeos, según pudo constatar Alberto Fernández en su reciente gira por el viejo continente, están a favor de una resolución amigable, pero delegan la evaluación de ese concepto al FMI, del que son, junto a EEUU, China y Japón, los principales accionistas.

La palabra de mayor peso la tiene allí el presidente norteamericano, Donald Trump, que recientemente le dijo al embajador argentino en EEUU, Jorge Argüello, que el nuevo presidente argentino puede contar con él. Pero aún está por verse la posición que adopte la Casa Blanca cuando la renegociación con el Fondo y la restructuración a los acreedores privados adopte alguna forma concreta.

Tal vez la principal similitud es el escenario de bajas tasas internacionales, hoy aún más marcado de lo que era en 2005, al punto que gran parte del ahorro mundial está colocado a tasas cercanas a cero o incluso negativas, fenómeno que tiende a acentuarse con la “fuga a la calidad” de las últimas semanas, debido al temor de los inversores al efecto del coronavirus.

En cambio, hay mucha diferencia en términos del ritmo de crecimiento mundial: ya ni China, epicentro del coronavirus, crece a tasas chinas, y los precios de los commodities están lejos del ciclo alcista que estaba ya lanzado en 2005 y se prolongó hasta 2013, con un fuerte pero breve respingo entre fines de 2008 y mediados de 2009, por la crisis de las hipotecas iniciada en EEUU que luego se extendió a Europa.

Una foto a esta altura ya icónica de la crisis de diciembre de 2001, en los días previos a la declaración del default
Una foto a esta altura ya icónica de la crisis de diciembre de 2001, en los días previos a la declaración del default

Por último, a diferencia de 2005, la Argentina no está en default, sino en una situación crítica por falta de financiamiento, lo que la llevó a “reperfilar” vencimientos internos y a la necesidad de restructurar su deuda externa. Pero esta vez no son los acreedores los que tienen apuro por arreglar, sino el gobierno argentino, urgido por la cortedad de reservas. Alberto Fernández no es ahora el jefe de Gabinete de un presidente que no era responsable del default que había declarado otro presidente, sino el jefe de un Gobierno que intenta evitarlo.

Economía política

El trabajo de Roos, quien reconoce haber leído algunos trabajos sobre deuda soberana del actual ministro de Economía, Martín Guzmán, llegó a través de éste al conocimiento del presidente Alberto Fernández, quien se ha propuesto no defaultear la deuda y renegociarla en condiciones que permitan –incluso faciliten– la recuperación de la economía, que ya lleva veinte meses consecutivos de recesión y un aún más largo estancamiento.

El libro, extensión de su tesis doctoral en el Instituto Universitario Europeo, es de lo que clásicamente se llamó “Economía política”. Lejos de las ecuaciones y la jerga economicista, es una lectura histórica, sociológica y política acerca de porqué en las últimas décadas los gobiernos han hecho grandes esfuerzos para no caer en cesación de pagos, incluso a costa de infligir dolorosos costos sociales a su población y altísimos costos políticos a sí mismos.

En períodos de pre-guerra y entreguerras, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, recuerda, las moratorias unilaterales eran mucho más frecuentes que en los últimos cuarenta años. Actualmente, precisa, el stock de deuda soberana a nivel mundial es de unos 60 billones de dólares (unas 400 veces los USD aproximadamente 150.000 millones que la Argentina quiere renegociar con el FMI y acreedores privados), equivalente a 80% del PBI global, pero sólo 0,2% está en default.

Los tres “mecanismos de disciplinamiento”

El rechazo de los gobiernos al default, dice Roos, se debe a la concurrencia de tres mecanismos de disciplinamiento que actúan sobre los países deudores: 1) la “disciplina de mercado” del cartel internacional de acreedores, que puede infligir severos daños con el solo expediente de retirar toda línea de crédito, de cualquier naturaleza, con efectos dramáticos sobre la economía; 2) los créditos “condicionales” del prestamista de última instancia, el FMI, para mantener la solvencia del deudor, de modo que cumpla con los servicios de deuda, y 3) el rol de “puente” de las elites locales que buscan imponer disciplina fiscal y cuya influencia está asociada a su capacidad de atraer crédito en mejores términos que sus competidores internos, lo que les permite “internalizar” la disciplina en el aparato del Estado. En el caso argentino, relata Roos, entre 1999 y 2005 esos tres mecanismos colapsaron.

De todos modos, el libro señala que los costos del default argentino fueron enormes. Al respecto, recuerda que en los meses posteriores las ventas internas cayeron 40%, quebraron 100.000 empresas, 280.000 trabajadores perdieron de inmediato su empleo, en el primer trimestre de 2002 la economía se contrajo 16%, y el producto industrial nada menos que 20%, lo que llevó a que la tasa de pobreza alcanzara el 57% y la de indigencia nada menos que el 27%.

La economía tocó piso entre abril y junio de 2002 y desde entonces se recuperó, superó un fuerte sofocón en 2009 y recién se estancó a principios de la década siguiente. Pero Alberto Fernández es consciente del trauma social y político de aquel episodio y quiere evitarlo. Sabe bien, y el libro de Roos se lo puede recordar perfectamente, que los costos del default fueron altísimos y que necesita reestructurar la deuda en condiciones muy diferentes a las que lo hizo Néstor Kirchner.

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