
“El mejor ciudadano es el que contribuye a la felicidad del mundo”.
Voltaire
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De las bellas artes, tal vez sea la música la más claramente portadora de una dimensión dialógica. En la música para piano, podría decirse que la mano derecha dialoga todo el tiempo con la izquierda; melodía y acompañamiento son casi inseparables, porque son indispensables al menos dos voces para que un diálogo fragüe; Goethe vio en un cuarteto de cuerdas “…a cuatro personas razonables que dialogan…”; en tanto el género musical de mayores dimensiones, la sinfonía es un diálogo entre muchos coordinado por uno solo: el director de orquesta. Por fin: ¿qué otra cosa sino un “diálogo” entre el intérprete y su público es, en definitiva, un concierto? El piano, la orquesta y ese a veces mágico pero siempre indispensable “diálogo” con el público son, no casualmente y desde siempre, las grandes pasiones de Daniel Barenboim que hoy cumple ochenta años de vida. Una vida casi por completo dedicada a los diálogos de la música pero, también y sobre todo, al diálogo.
Nacido en la Buenos Aires de la Argentina de comienzos de la década de 1940 –cuando todavía podíamos los argentinos dialogar entre nosotros mientras una buena parte del mundo parecía hacer oídos sordos al valor de la vida y de la persona humana- Barenboim fue el hijo de una familia judía de clase media atenta no solo al posible talento de un hijo indudablemente talentoso. Ese clima familiar y social que lo vio nacer y crecer, y que marcaría a Daniel para siempre, era por sobre todo un clima atento a los valores: al valor indispensable de la buena educación –la del esfuerzo, la de la perseverancia, la del estudio-, pero también la de la indispensable libertad, la del compromiso con los otros y la del diálogo como el cemento insoslayable de la convivencia.

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Su partida para siempre de aquella Argentina que lo vio nacer, en 1952, tuvo, seguramente y a diferencia de otras migraciones, razones atractivas en el lugar destino, todas ellas en sintonía con aquella matriz formativa que para ese entonces lo habría marcado ya a fuego: a cuatro años de declarada su conformación, la promesa del Estado de Israel fue finalmente una muy distinta de estos últimos tiempos que tanto y con tanta valentía Barenboim criticará. En efecto, miles de judíos sobrevivientes del Holocausto y otros tantos miles que se encontraban en la diáspora se sentían gracias a la Ley de Retorno, atraídos por la tierra de sus ancestros sí, pero también por la libertad y la posibilidad de vivir juntos y en paz. Si a juicio del músico el país que lo acogió se ha ido alejando cada vez más de aquella promesa que su familia entrevió, fue en todo caso, una vez más, porque lo que se perdió fue la posibilidad de encontrarse, de entenderse en el diálogo.
Y entonces fue a partir de ese convencimiento acerca de la necesidad del diálogo que salió a buscarlo por el mundo. O más acertadamente, a llevarlo por el mundo para buscar que nazca donde no lo había; para repararlo donde estuviera dañado o para potenciarlo si es que acaso algo de él existía allí. Y lo hizo con el único instrumento que tenía al alcance de sus manos: la música, la más dialógica de las bellas artes… Lo hizo denunciando la violencia y las atrocidades del mundo toda vez que pudo, pero sobre todo interpretando Wagner en Israel; haciéndose entrañablemente amigo del pensador palestino Edward Said y creando con él la West-Eastern Divan Orchestra, un conjunto musical en el que puso a “dialogar” a jóvenes árabes y judíos entre sí, y a ese conjunto a su vez, con los más variados públicos en todos los rincones de la Tierra.

Y claro, no podría estar ausente de esos incansables periplos –con la Divan pero también solo al piano, junto con su amiga también argentina Martha Argerich, con orquestas y tantos otros grupos de músicos amigos- la Argentina. A ella regresó, regresó y regresó… Una Argentina que al igual que el Israel que lo vio llegar en los años cincuenta, se alejaba también –aunque se cuidó siempre de decirlo de modo explícito cada vez que vino, nos tocó, nos habló y lo escuchamos- progresiva y tristemente no ya de una promesa, sino de aquella realidad que fue y que lo vio nacer. Una de esas tantas veces en las que vino; en esos tantos “diálogos” en los que habló de la importancia del diálogo, Barenboim contó una anécdota que lo (nos) representa plenamente: “Un señor me paró en la calle, nos sacamos una foto y conversamos. Me dijo: ‘Maestro, es muy importante que venga aquí y esté aquí con nosotros’. Le pregunté por qué y respondió: ‘Porque usted representa lo que nosotros quisiéramos ser’”.
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Hay una imagen –de una interpretación musical, claro-, que tal vez condense de un modo extraordinario el pensar y el hacer de este Maestro del humanismo. Apenas terminado uno de los tradicionales conciertos de Año Nuevo en Viena y cuando ya empiezan a sonar los acordes de la esperadísima Marcha Radetzy (emblema indiscutible de ese evento), Barenboim baja del podio y saluda -a unos con su mano derecha; a otros, con la izquierda aunque con la misma convicción con las que ambas “dialogan” en el teclado-, a todos y a cada uno de los músicos de la orquesta.
Estos ochenta años de Daniel Barenboim resumen la trayectoria de un humanista al servicio de la humanidad. Porque su formación -la de la co-presencia dialógica con los otros-, fue la del humanismo. Celebremos estas ocho décadas, pero dejémonos tocar por alguna de sus manos; cualquiera sea de las dos.
*El autor es sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM). Educador.
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