No podemos ni mirarte a los ojos, San Martín

Gastón Vigo

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Hace algunos años, un 17 de agosto lluvioso me tocó presenciar un triste homenaje que se le hacía al Libertador don José de San Martín. ¿Cuántos había honrándolo? Una veintena de hombres, entre los que se encontraban sus fieles granaderos. Peor aún, ¿cuántos se detuvieron para recordarlo? Dos personas: un anciano y yo. ¿Qué había pasado? Todos eran argentinos, pero todos pasaban inmutables por la plaza que lleva su nombre. No se lo miraba, habían perdido hasta el respeto al muerto, y eso que, creo, mucho hiciste por nosotros. Rememorando ese hecho siento, una vez más, una profunda vergüenza.

¿Cuándo te olvidamos? ¿Cuándo dejaste de ser importante? ¿Sos solo un monumento descuidado? ¿Nos molesta tu ejemplo? ¿Se enseña a los jóvenes el verdadero legado que nos dejaste?

¿Cómo es posible que, descendiendo de estos gigantescos hombres, no hayamos sido capaces de acabar con el hambre y la desnutrición de 40 millones de argentinos, produciendo actualmente 400 millones de alimentos para el resto del mundo? ¿Qué estamos esperando para acabar con la nefasta corrupción? ¿Seguiremos reclamando institucionalidad o seremos nosotros los que, con los mecanismos legales que nos permite la Constitución, la exigiremos? ¿Por qué no podemos unirnos en una misma bandera como en los tiempos de la gesta sanmartiniana, donde ser libres y responsables fue la llave para alcanzar la prosperidad? ¿Dónde quedó el fuego sagrado que nos legaron quienes hicieron de la Argentina el asombro del mundo? ¿Será nuestro destino ser subdesarrollados o entenderemos finalmente que, preservando el cerebro del niño durante sus primeros mil días de vida, existe una real esperanza de educarlos?

Sería lógico que me increpen por lo que expreso, manifestándome que, más allá de la inquebrantable voluntad que le hizo lograr lo que se propuso, no existen razones lógicas que justifican traer a la memoria un prócer. Inclusive podría ser más agresivo el asunto conmigo: "¿Cómo cree usted que alguien que falleció hace 168 años puede ayudarnos a cambiar el presente que nos preocupa?". A lo que, sin titubear, contestaría: ¿Y si no murió? Fueron nuestros gobernantes quienes lo utilizaron y lo desecharon a su conveniencia. Hoy nadie habla de él. ¿Saben por qué? Nuestra decadente clase dirigente —salvo honrosas excepciones— le sigue temiendo, como aquellos que demoraron treinta años en traer sus restos. Intentan día a día convencernos de que nunca existieron hombres capaces de todo por defender la libertad de ellos y la de las generaciones venideras. Los corruptos no quieren dar a conocer al pueblo hombres que los juzguen; prefieren olvidarlos para hacernos creer que no hubo algo mejor, que siempre se actuó así y que ellos son lo que necesitamos. Quieren oprimir nuestro espíritu y amputarlo para no dejarlo actuar. Su único objetivo es permanecer todo el tiempo posible que puedan en sus cómodos puestos políticos, perdiendo el honor por lo que hacen y ocupando cargos distintos todos los años. Un día quieren ser concejal, otro día diputado o tal vez senador, ¿por qué no gobernador de una provincia? Las mismas personas durante años mintiéndonos no es vocación por estar en el sitio más útil para la nación, van donde su bolsillo se llene. Por eso les diría a los más escépticos que, cuando comenzamos a olvidar nuestras ilustres leyendas, cuando la historia fue solo una materia y no una lección de nuestros aciertos y errores, fue allí cuando la decadencia se inició.

Podrá estarse de acuerdo o no con lo dicho, pero la consigna vital seguirá esperando una respuesta: ¿Vas a luchar por ver algo mejor a lo que encontraste? Solo hay dos opciones para cambiar el dramático escenario: ser espectadores o protagonistas. Si sos de los primeros, vivirás quejándote toda tu vida, y quizás al final de esta, cuando uno analiza su existencia, repasando logros y oportunidades perdidas, comprenderás que el país no es una herencia de tus padres sino un préstamo de tus hijos. Por el contrario, si tomás las riendas, acogés tus ideales y no permitís que decidan por vos, forjarás tu anhelado destino. Por ello insisto que la decisión es personal, pero quien asuma su responsabilidad ciudadana deberá comprender que estamos en épocas que requieren grandes sacrificios, ya que, si no se es parte de la solución, se es parte del problema.

Bajo ese espíritu, hace algunos años, escribí mi primer libro, San Martín: ¿está hoy la patria en peligro?, en el cual me propuse reflexionar sobre los dolores pasados y actuales a través de los ojos de un joven que buscaba no desesperarse en medio del abismo y la decadencia. Los invito entonces a imaginar que hoy se encuentra entre nosotros. Si así fuera, estaría cumpliendo su frase final antes de morir: "En cualquier lugar que me halle estaré pronto en búsqueda de la libertad". Le pido que conjeturen en su mente las preguntas que nos haría: ¿Somos una tierra digna? ¿Qué ideas son las que se discuten? ¿Respetan las leyes por la que tanta sangre se derramó? ¿Existen millones de individuos que aún viven como si estuvieran en el siglo XIX, sin agua potable ni cloacas? ¿Se han avergonzado de la pobreza? ¿Ha disminuido la corrupción? ¿Los enfrentamientos entre compatriotas culminaron alguna vez? ¿La educación dejó de ser el eje donde apoyarse para prosperar? ¿La violencia destruye vidas a diario y la paz ya es una utopía?

He estado en Boulogne-sur-Mer, donde dio su último suspiro nuestro olvidado héroe. Comprobé allí que su mayor dolor no fue el provocado por sus enfermedades. Ya había aprendido a convivir con asma, reuma y úlceras durante el Cruce de los Andes. Lo peor vino con su vejez, quedarse ciego habrá sido para él lo más angustiante. Un hombre que había liberado 4.809.060 km2, prácticamente el doble del territorio nacional, a sus 72 años, dependía de sus familiares para hacer gran parte de sus actividades. Incluso recuerdo que pensé en esa mañana de aquel 17 de agosto de 1850. Traté de imaginármelo. Miré el reloj y eran las tres de la tarde. Argentina había perdido a su padre. Desde entonces, cada vez que alguien imitó sus virtudes de honestidad y liderazgo, olvidándose de los problemas mundanos para poner foco en las próximas generaciones, fue destruido por un pueblo caníbal que se come a sus mejores hijos. ¡La muerte solamente los redime! Como pasó contigo, querido René Favaloro. Usted fue uno de los últimos sanmartinianos de ley. Siempre creí lo mismo: no te suicidaste, te matamos los propios argentinos.

El autor es magíster en Economía por la Swiss Management Center University de Suiza. Autor del libro "San Martín: ¿está hoy la patria en peligro?".