
Hay unas personas a quienes dios les concede la bendición de un enorme talento. En la historia de la humanidad millones de personas pudieron haber contado con semejante privilegio. Sin embargo, debemos calcular en apenas cientos aquellos que en cualquiera de los terrenos de su vocación asignada lograron registrarse en la historia. Esto alcanza a científicos, investigadores, descubridores, dignatarios de Estado y líderes religiosos que simbolizaron la paz y el progreso de la humanidad. También existieron y existen aquellos que nacieron para las humanidades, las artes o los deportes. Probablemente estos, los deportistas, hayan sido la manifestación humanística preponderante. Pero de cientos de miles solo algunos habrán de trascender hacia todos los tiempos futuros por haber honrado la vocación descubierta en la niñez.
Roger Federer no es importante porque está madrugada hubiera ganado su 20° Grand Slam. Tampoco por los más de mil triunfos o los 96 trofeos. Son cifras estadísticas impresionantes, es cierto, que solo respaldan el criterio con el cual un deportista dignifica aquello que hace y se convierte en paradigma inequívoco para otros deportistas que están naciendo o que nacerán.
Esto sumará un espejo en el cual podrán mirarse los que quisieran ser tenistas y que verán en Federer un nuevo ejemplo a seguir.

No se trata de las conquista logradas en los dos hemisferios, en los cinco continentes y en los 20 Grand Slams. Antes bien, se trata de haber sabido desarrollar ese designio de dios, lo que requiere, antes que nada, de un profundo amor que desarrolle tal vocación a través del aprendizaje y la búsqueda permanente del mejoramiento de su estilo en cada uno de sus golpes, desplazamientos, saques, devoluciones y hasta la imprevisión del último top spin hacia la cancha del contrario.
Esto permite ser mejor o proponerse serlo sobreponiéndose a todo cuanto el deporte habrá de prensentarle como obstáculo o adversidad: lesiones, eclipses, ausencias y retornos.
Un deportista de este nivel conoce el valor de la contención familiar, desde los padres que los impulsan en la niñez o la adolescencia, hasta la esposa y los hijos ponderados como principales soportes del éxito sustentado en el mantenimiento de ese amor por el tenis.

A deportistas como Federer no les importa ni el dinero ni la fama ni la celebridad, siquiera la eternización. Solo les interesa honrar a la gloria deportiva. Y eso se consigue con una enorme austeridad, un gran respeto por el público, por el rival y por las autoridades, aceptando más la derrota que celebrando estentóreamente un triunfo. Nunca se le vio a Roger formular quejas, reclamos o críticas hacia cualquier otro actor del partido jugado. No necesitó ni tatuajes ni estridencias para que su figura sea la más valorada en un court al ingresar o al partir bajo cualquier resultado.
Federer no sustentó su campaña pensando en quienes pudieren estar sobre él en los rankings. Nadal, Djokovic, Murray o quien fuere se convirtieron en simples adversarios a los que había que vencer con el limpio talento acompañado por el esfuerzo, la concentración y el compromiso.

Nunca vimos a Federer solo en un court. Cualquier cámara de televisión jamás se abstuvo de mostrar la inequívoca figura de su esposa Mirka Vavrinek, que también fue tenista y es la madre de sus cuatro hijos, formulando la simbiosis contracultural del deportista famoso y millonario.
Los campeones puede explicar todo lo que hicieron pero solo mostrarán todo lo que son. Federer es todo esto: un inequívoco símbolo convertido en dios del deporte, que solo se permite cada tanto la legitimidad de unas lágrimas que demuestran que detrás del tenista implacable puede haber un dios que llore. Absolutamente permitido.

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