
—¿En serio te vas a meter semejante pedazo en la boca, degenerado? La pregunta de mi novia, disparada con irritante tonito acusador, hizo que elevara la mirada por sobre el trozo y luego, con mi mejor cara de soy lo que soy, contestara:
—Bello amor mío, tierno amanecer de primavera, pionono de vitrina, dime, por favor: ¿qué tiene de malo que introduzca en mi ser un buen pedazo de croissant horneado por un pastelero barbudo de cafetería hipster y lo corone con medio kilo de dulce de leche? ¿Qué tiene de malo que me guste tanto el dulce de leche? ¿Qué carajo tiene de malo? Y así empecé el día, tranquilo, a las puteadas, como casi todos los días de mi vida.
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Miren, si hay un tema que a mí me rompe las pelotas es el del dulce de leche. Es que llevo décadas, siglos quizás, explicando que el dulce de leche no es solamente algo rico, sino que resulta absolutamente imprescindible, único y, sobre todo, que nunca es suficiente. ¿Vieron cuando alguien dice “ay, no puedo más, me empalagué”? Bueno, yo no sé de qué está hablando. Una vez, luego de la sexta porción de torta Rogel, recuerdo que sentí algo raro y me dije: “¡Bueno, al fin voy a poder entenderlos!”, pero no, el médico diagnosticó reflujo. Así como quien nunca estuvo en la Luna no sabe qué es no sentir la gravedad, o como hay una pobre gente que no sabe lo que es llevarle veintidós partidos de ventaja a su clásico rival, yo no entiendo el significado del verbo empalagar. Tú te empalagas, él se empalaga, nosotros no creo, yo jamás.
Hagamos un poco de historia. Dice la leyenda que hace más o menos dos siglos, una cocinera de don Juan Manuel de Rosas olvidó sobre el fuego una lechada (acá es cuando ustedes arrancan a hacer guiños y a poner cara de doble sentido). Déjenme que les explique. Parece que por aquella época de guerras intestinas, una lechada era algo así como un montón de jugo de vaca a la cacerola, al que se le agregaba una buena cantidad de azúcar. Qué asco ¿no? Hecha la arcada correspondiente, sigo contándoles que, según mis fuentes, mientras esto pasaba en la cocina, el Restaurador de las Leyes departía en el salón principal de la estancia con Juan Lavalle sobre el destino de Buenos Aires y zonas aledañas. Parece que cuando la cocinera distraída fue a ver cuán caliente estaba la lechada (guiño), se encontró con algo duro y espeso (guiño-guiño). Probó, le gustó (pueden seguir guiñando) y, advertida de que por azar había inventado algo rico, se los sirvió a los negociadores. Rosas, que según me comentan ese día se había despertado de buen humor, levantó el pulgar y acá estamos los argentinos, creídos de que el dulce de leche es un invento nuestro. Tanto que si en Francia nos dan caramel au lait nos reímos de las arrugas del viejo imperio, si en Perú nos ofrecen manjar blanco ponemos cara de yo no soy ningún cocainómano y si en México nos ofrecen dulce de cajeta contestamos que no sean guarangos y nos acalambramos los ojos de tanto guiñar.

En cuanto a mí, el romance empezó de muy chico. Sospecho que cuando lo conocí debo haber sido como uno de esos bebés que aparecen en los videítos de Instagram, desencajados de felicidad al probar el helado o el salame de Colonia Caroya. Mamá, advertida de mi fanatismo y de lo caro que estaba todo en el mercado, un día se quiso hacer la criada de Rosas. No sé si alguna vez les conté que mi madre fue, posiblemente, una de las peores cocineras de la historia de la humanidad. Los ñoquis le salían duros como pene de novio, los bifes secos como recto de perro. Podría seguir con las comparaciones literarias, pero simplifico contándoles que a uno de sus platos preferidos, un revuelto de carne picada, nosotros le decíamos “la porquería”. Igual, fíjense ustedes qué curioso, que aún con esas habilidades culinarias nulas, cuando hizo dulce de leche le salió rico. En realidad lo cocinó pésimo, porque le puso tanta azúcar que era como comerse una tableta de la marca de la vaca chiquita a cucharadas, pero claro, a quién le importa eso si, finalmente, el gusto era el mismo.
Dejo acá un pequeño manifiesto, conviene que lo impriman o que se lo tatúen. El helado, mis queridos, no es helado si no es de dulce de leche, con dulce de leche repostero adentro y chips de dulce de leche. El flan no es mixto, saquen esa crema chantilly de ahí, el flan es con dulce de leche. La misma ley le cabe al budín de pan, a la manzana asada, a la milanesa a caballo.
Debo acabar (basta de guiñar, en serio), pues mi novia me mira. Le ofrezco un trozo (de croissant, paren que se les va a hacer tic), lo acepta con cara de si no puedes con tu enemigo, cómele el desayuno. Entonces abro la computadora y empiezo esta columna en la que seré injustamente acusado de degenerado. Lo lamento, el arte es así. Seguro que a Homero (el de los Simpsons no, el otro) le deben haber dicho cosas peores, y por eso una mañana, en una cafetería de especialidad, cucharada de dulce de leche repostero en mano, se puso a escribir sobre la ira. Y bueno, ya sabemos todos como sigue la historia.
Les quiero mucho.
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