
Fernando Chulak tiene diez años. Tal vez once. Está en la escuela, sentadito en su silla, con las manos sobre el banco, en silencio. Le acaba de entregar un cuento escrito con la lapicera a su maestra. Era la tarea que tenía que hacer para hoy y, a diferencia de otras materias, esta le resultó más que interesante. Lo escribió el día anterior, casi de un tirón. Por primera vez se encontraba hipnotizado por la magia oscura de las palabras. Ahora la maestra lo llama, le pide que se acerque, le quiere hablar del cuento. Diez minutos después Fernando Chulak está en la dirección del colegio. La directora tiene el rostro desencajado, no grita pero eleva el tono; lo reta, lo reta fuerte. “¡¿Cómo vas a escribir eso?!”, le dice la autoridad máxima del lugar envuelta en la solemnidad de su despacho. Él baja la cabeza, apenado, pero por dentro se ríe. Un cuento de terror, escribió. Zombies, muchos zombies entran al colegio. Primero se comen al portero, luego a la directora, después a las maestras. La sangre cae por la rampa de entrada y llega hasta la calle. “¡¿Cómo vas a escribir eso?!”, le insiste la directora.
“No sé, creo que me di cuenta de que podía producir cierto efecto, que tenía como una habilidad para molestar”, dice ahora, del otro lado del teléfono, el autor de Jauría (Negro Absoluto, 2018) y Tilde, tilde, cruz (Beatriz Viterbo, 2021), en diálogo con Infobae Cultura. “Hay varias instancias en la relación que cada uno tiene con la escritura. En mi caso hubo otro momento, supongo que a los quince o dieciséis años, donde leía algo y pensaba: ‘Che, ¿y qué pasa si a esta historia que escribió tal le doy esta vuelta de tuerca? ¿Y qué pasa si lo intento yo?’ O los cuentos que escribía para Lengua en el secundario: notaba que generaban cierto efecto. Y pensaba: ‘No soy bueno en nada, pero capaz que en esto sí’. Y te empezás a sentir cómodo, ves que es una buena herramienta. Y después va llegando una nueva instancia cuando lo empezás a hacer de forma más metódica. No es que se te ocurrió una ideíta y la escribís, sino que se trata de sentarte metódicamente a escribir. Y eso que llega desde los 18 en adelante se vuelve permanente. Cuando pasaba un tiempo sin escribir, me ponía insoportable y la gente me lo hacía saber”.
Chulak mantuvo una larga y silenciosa pelea con la literatura hasta que publicó su primera novela. Fue en el año 2018. Tenía 38 años, pero estaba seguro de lo que hacía. Jauría es la historia de un secuestro, no tanto del momento del rapto, ni siquiera del rescate en sí, sino de la extraña convivencia entre el secuestrador y el secuestrado. La tensión del pueblo oscurece la trama, la jauría de dogos en los caniles acerca el peligro inminente y los motivos ocultos de todo lo que ocurre generan la incertidumbre necesaria para que la lectura avance. En Tilde, tilde, cruz la historia gira alrededor de Laurita, una chica de treinta y pico que vive en el pueblo sola. Su madre falleció poco después del parto, sus hermanos —todos mayores— se fueron cuando terminaron la escuela y ella quedó al cuidado de su padre, que finalmente murió. Sus hermanos, aparentemente, no lo saben, y le mandan plata por Western Union; hace años que no vuelven al pueblo. Laurita tiene desórdenes psiquiátricos importantes y eso se traslada al lector: a veces no se sabe si lo que sucede existe o está en su cabeza. Ella sobrevive acolchonada en su imaginación.

El punto final de Tilde, tilde, cruz fue colocado en la madrugada del 31 de marzo de 2019. “Tenía una duda puntual con un detalle y se la había mandado a un amigo para que me diera su opinión y el hijo de puta no me respondía. ‘Decime algo porque la tengo que mandar mañana’. La corregí esa misma noche y la mandé”. Al Premio Gombrowicz de Novela se presentaron 1.550 trabajos de 37 países. Se puso de seudónimo Rubén Walter Paz y tituló el texto con Hilos de cobre. El día de la entrega, que fue el sábado 17 de agosto de 2019, llegó tarde. Estaban todos reunidos en el Auditorio Borges de la Biblioteca Nacional; era el cierre del Congreso Gombrowicz. Esa tarde tocó Pensé que era viernes, la banda de Pedro Mairal y Rafael Otegui, y hubo lecturas de Kronos, el diario inédito de Witold Gombrowicz. Personajes como María Kodama estaban entre el público. Cuando los organizadores lo vieron llegar, lo escoltaron hasta la primera fila. “Yo me quería sentar en el fondo por la vergüenza”, dice y recuerda cuando anunciaron las menciones especiales: Pablo Farrés, Raquel Robles y Roni Bandini. “Ya está, hasta acá llegamos. Si a mí no me conoce ni mi abuela”. Entonces Martín Kohan, miembro del jurado junto a Eduardo Berti y Ariana Harwicz, pronuncia, primero, su nombre, después su apellido.
“Yo no entendía nada. Estaba en otro planeta. Fue mucha sorpresa: una gran alegría que no me la esperaba”, dice ahora. El jurado interpretó la novela como “la historia de un fingimiento”, cuyo “asunto no es la verdad que ese fingimiento encubre, la que se oculta, la que va quedando por debajo o por detrás”, sino “la verdad que ese mismo fingimiento expresa: la verdad que ese mismo fingimiento es. ¿Y de qué otra cosa, en última instancia, están hechas las ficciones? La verdad de un fingimiento, a menudo más potente que cualquiera de las otras”. Es el primer concurso que gana pero no el primero al que se presenta; en otros fue finalista o recibió menciones. “Hay varias formas de llegar a la publicación. Una: las habilidades sociales. Mirá qué elegante que lo dije”, y lanza una carcajada. “Yo carezco de eso, soy bastante pelotudo. Y la única forma que visualizaba como posible era la de los concursos. Pero además, y esto no es ni por asomo falsa modestia, cuando gané fue una sorpresa, no de esas que se dicen frente a un micrófono sobreactuando; realmente no me lo esperaba para nada”.
La confianza le llegó cuando saltó la barrera de lo cercano, “cuando no sólo mis amigos o mi mi vieja me decían ‘esto está bien’. Les agradezco la lectura pero si no desconfiás sos un inconsciente. Lo mismo con los talleres: te terminan leyendo tus amigos y está muy bien y te puede aportar un montón al texto pero siempre tenés ese margen de duda. Además, no hay apuro para publicar. Eso de primero, publicar y después, escribir (N. de la R: frase de Osvaldo Lamborghini) lamentablemente se tomó al pie de la letra, y así pasa lo que pasa. Yo tardé bastante en publicar: escribo desde los quince años y publiqué mi primer libro los 38″. Aprendió a sacarse de encima las presiones, las posibles lecturas, el qué dirán. “Toda la expectativa la tenía puesta en el proceso de escritura. Después, quizás por inexperiencia, no hay mucho para hacer, no tengo expectativa concretas de lectura. Sé, sí, cuáles fueron mis intenciones, qué buscaba específicamente en el texto”, sostiene.

“Del origen al final queda muy poco”, dice sobre la novela. La primeras palabras, las primeras ideas, los primeros bosquejos de personajes, de tramas, de escenarios comenzaron en el año 2016. “Lo que me disparó la historia es algo que rescaté de una historia familiar, que es cuando el más chico se queda a cuidar al padre, sobre todo en ambientes de campo, y un poco la retribución que tiene es qué hace con el campo. En mi historia, que yo rescato, a mi abuelo le había pasado eso; la realidad era que su padre era un viejo tan de mierda que no valía la pena quedarse ni por media hectárea. Rescaté ese mecanismo, que me parece que esconde un montón de dinámicas familiares muy interesantes, pero lo que me interesó era la voz del personaje, eso creo que fue lo que motorizó toda la idea: un personaje que se queda preso de su padre hasta determinada edad, yo lo veía como un personaje infantilizado, entonces me interesó llevar esa infantilización casi a un extremo. Por otra parte se generaba una situación de hábito que se prolongaba y también quería llevarlo a un extremo. Ese fue el origen de la historia”, cuenta.
A Laurita, la protagonista, Chulak la imaginó caminando sobre el filo de un tapial: “No quería que quedara muy claro cuándo habla y cuándo piensa. Tiene un discurso que se va entremezclando y eso también contribuye a generar ese borde entre la cordura y la locura o entre la conciencia y la inconciencia. A mí no me interesa que esté totalmente definido el personaje, si es una loca o tal cosa. Cuando uno les pone etiquetas, los personajes empiezan a ser mucho más planos. Además, que sea una primera persona y que tuviera tan poco filtro te obligaba a ver toda la realidad a través de sus ojos y justificar ciertos procedimientos que para ella son totalmente lógicos, y uno está obligado a recorrer la novela a través de su lógica. Cuando le plantean otros personajes lo poco sensato de algunas decisiones o de algunas frases, la posición de ella es no escuchar, obturar al otro. Creo que está construido desde ahí: pegarme lo más posible a ella y no juzgar. Una vez que empezás a juzgar, que empezás a decir ‘esto lo hace porque está loca’, empezás a escribir desde otro, no desde el narrador que elegiste”.
Hace una pausa y, casi con pesar, dice: “Fueron tres años de convivir con este personaje. Así que tenía que hacerlo interesante, al menos así me tenía que resultar a mí. Si tengo que convivir tres años con alguien que es chato me cago de embole. Necesitaba que el personaje fuera bien complejo en el sentido de que me obligara a mí a pensar si tal cosa la haría o no”. Esas preguntas rondaron su cabeza durante las primeras páginas, los primeros meses, luego las internalizó y la convivencia fue prácticamente real. “Si querés que un personaje tenga carnadura y sea potente necesitás que sea contradictorio. Eso veo que falta. Hoy se busca generar empatía, personajes con los que el lector se pueda identificar. Yo no me quiero identificar con el personaje, ¿para qué? El que me conoce sabe que Sergio, el protagonista de Jauría, está muy alejado de lo que yo soy. Me interesaba pensar la violencia porque yo soy un tipo cero violento. En muchos aspectos, Laurita también es lo opuesto a mí. Pero también necesito hacerlo, no por una oposición lineal, sino para que ella tenga sus idas y vueltas, sus complejidades. No sólo que contradiga al lector, también que se contradiga a sí misma, que pueda decir una cosa y hacer otra, que es algo que no leo tan seguido: personajes contradictorios”.
Tanto Jauría como Tilde, tilde, cruz ocurren en Villa Epecuén: contexto semirrural, el horizonte plano y eterno, el cielo inmenso y protagónico, la soledad, el silencio. Ese escenario funciona como un personaje. “Un personaje por ausencia”, dice Chulak. “Tiene peso más por lo que falta que por lo que hay”. Villa Epecuén es un pueblo en ruinas, ubicado en el partido de Adolfo Alsina. Llegó a tener 1.500 habitantes y recibía visitas de 5 mil turistas cada verano. Fue un diamante en la llanura pampeana hasta 1985: una violenta crecida del lago Epecuén —“el Ganges bonaerense”, se lee en Tilde, tilde, cruz— sumergió al pueblo entero. Años después, cuando bajó el agua, quedó el paisaje posapocalíptico actual, que fue aprovechado por cineastas para capturar su estética increíble. Chulak sitúa sus dos novelas en la actualidad de ese pueblo como si la crecida no hubiera borrado todo, como una dimensión paralela, como un presente alternativo. Podría haber elegido otro pueblo, incluso inventar un nombre, pero no: la sola mención de Villa Epecuén fabrica sentidos llenos de tensiones. “Es una caja de resonancia toda esa ausencia”, dice, “en cambio a la ciudad yo la veo más como una figura presente que termina muchas veces por atenuar historias que pueden ser mucho más potentes, más pesadas en los pueblos”.
“A veces me olvido de lo que escribo”, confiesa. Es que Tilde, tilde, cruz tiene referencias, “guiños” como dice él; “juegos internos que no me importa si nadie los pesca”. Hay uno muy particular: El desierto y su semilla de Jorge Baron Biza, pero mejor no spoilear. ¿Cómo presentar esta novela, cómo encasillarla? “Te soy honesto: no pienso el género. Es más, recién empecé a pensar que Jauría se acercaba a un género, aunque estoy convencido que no tiene género definido, cuando tuve que buscar cómo publicarla, cuando tuve que ponerle un marco a la novela. Capaz que suena ingenuo pero es real: yo sentía que estaba contando la historia y los personajes pero no desde un género. Quizás lo veía más como un realismo sucio, que no lo es tampoco. Pero bueno, probablemente sea un híbrido”. Con su nueva novela la etiqueta se vuelve mucho más difícil: “Me interesa partir de situaciones que no sólo son atípicas sino que además no se terminan de comprender el origen ni qué es lo que está pasando. A veces se puede arribar a una explicación y a veces no todo tiene que estar explicado. No creo que todo tenga que cerrarse con moño en un texto. Ahí es donde empiezan a surgir las preguntas, lo que más me atrae de un texto como autor y lector”.
Ya promediando la media hora de conversación, quizás más, Fernando Chulak piensa un poco la respuesta. Quiere ser preciso aunque la pregunta sea demasiado abierta, demasiado abstracta. “Igual no le esquivo al bulto”, bromea. Entonces dice: “¿Para qué sirve la literatura? Bueno, en mí caso, la literatura me sirve para no convertirme en un hombrecito gris, para eso escribo. Esa es la función que tiene en mí: salirme un poquitito y explorar”. Después agrega que, en el fondo, aborrece la idea de la función, de la utilidad, por lo que “también está bueno pensar que la literatura no sirve para nada. Si el tiempo tiene que ser productivo, es importante encontrar una tarea que no sirva para nada. La literatura también es eso”.
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