Entre revoluciones, chicanas y desinformación: ¿el humanismo ha muerto?

Este texto que se reproduce a continuación es un adelanto exclusivo de Infobae: el prólogo del libro “Corazones estallados. La política del posthumanismo” (editado por Cía. Naviera Ilimitada) de J. P. Zooey, seudónimo del docente universitario Juan Pablo Ringelheim

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Por J.P Zooey

“Corazones estallados. La política del posthumanismo” (Cía. Naviera Ilimitada, 2019)
“Corazones estallados. La política del posthumanismo” (Cía. Naviera Ilimitada, 2019)

El humanismo es una corriente de ideas surgida en el Renacimiento italiano que redefinió lo que debía entenderse por humano. Puede resultar curioso que las ideas revolucionarias de un puñado de hombres como Petrarca, Leonardo Bruni, Lorenzo Valla, Pico della Mirandola y Leon Battista Alberti hayan derivado hacia ideales con consecuencias para las democracias que se formarían siglos después, para los fundamentos jurídicos de la modernidad, para el progreso educativo y científico de la Ilustración, para los sistemas de inclusión y exclusión de lo comprendido como humano. No podría haber habido filosofía cartesiana o kantiana, no podría haber habido Revolución Francesa ni socialismo, telégrafo o prensa sin la delicada y potente transformación intelectual llevada a cabo por los humanistas italianos de los siglos XIV y XV.

En sus escritos puede leerse un llamado a la emancipación de la idea de destino religioso y a la asunción de la responsabilidad sobre los propios actos. Puede observarse también la orientación hacia una solidaridad de especie o fraternidad con todos aquellos que decidieron observarse y mejorar su interioridad. De sus ideas se desprende una profunda confianza en el poder liberador de la educación como motor de ascenso individual y cultivo de las virtudes más elevadas. En aquellos intelectuales puede leerse una definición de la comunidad humana como comunidad de lectores nutrida por saberes contemporáneos y grecolatinos que la ponen al resguardo de la bestialidad, de la barbarie.

Con el curso de los siglos las comunidades humanistas, fueran nacionales, barriales, escolares, de club social y deportivo, de prensa o de filiación partidaria, aglutinaron a sus miembros en torno a los valores de la educación, el esfuerzo laborioso, la igualdad, la libertad y la solidaridad. Sus valores quedaron plasmados en constituciones e himnos nacionales, sus símbolos en escudos y medallas, sus políticas en memorias y exclusiones de lo memorable, sus fraternidades en cánones literarios, libros de actas o manifiestos. Las comunidades humanistas integraron a sus individuos educándolos mediante la lectoescritura, el pensamiento crítico, la argumentación y la racionalidad.

Pero el humanismo está en crisis. "Una sociedad es mejor cuando construye más escuelas y menos cárceles", dice el humanista. "Sí, es cierto", le responde el posthumanista, desconfiado del poder civilizador de la educación y calculando el costo económico de mantener cárceles, "menos cárceles y más pena de muerte".

J. P. Zooey (Foto: Gabi Rojas)
J. P. Zooey (Foto: Gabi Rojas)

"La democracia es el mejor de los sistemas políticos posibles", asegura el humanista. Pero de inmediato se pregunta: "¿Cómo puede ser que el pueblo vote a candidatos con intereses y políticas totalmente contrarios a los del pueblo?". El humanista se encuentra desconcertado. ¿Ya no se vota en defensa propia? ¿Y en defensa de lo humano? Además, en una sociedad en la cual internet y cada red social son medios de comunicación que deberían garantizar el derecho a la información, ¿cómo pueden crecer exponencialmente la desinformación y la banalidad?

En agosto de 2018, un ex actor cómico simpatizante del gobierno de Mauricio Macri, en una entrevista en un canal de televisión, para justificar el enorme retroceso en materia de derechos populares que el gobierno estaba implementando construyó el siguiente microrrelato: una casa (el país) se prendió fuego y el padre de familia (el presidente Macri) intenta encontrar a quienes desataron el fuego (los corruptos del gobierno anterior), entonces los hijos, en medio del fuego, quemándose y despojados de todo, exclaman: "¡Queremos flan! ¡Queremos flan! ¡Queremos flan!". Como si los derechos al salario digno, al trabajo, a la educación y a la salud fueran un postre de lujo que el pueblo, neciamente, se negara a dejar de reclamar con el país en llamas; como si el incendio no hubiera sido desatado por el propio "padre de familia" presidencial; como si lo primero que hay que hacer cuando se desata un incendio no fuera apagarlo sino echarle la culpa a otros. Pero cuando el periodista que lo entrevistaba intentó preguntar por el significado de tan excelsa alegoría, el ex cómico no supo explicarse, y enardecido por la indignación, se tapaba los oídos y repetía "¡Queremos flan! ¡Queremos flan!".

El punto es que en la sociedad posthumanista no se atiende a argumentos racionales sino a exacerbadas emociones. Todos sintieron que el ex cómico había expresado un decidido antikirchnerismo. Pocos comprendieron la alegoría: exigir flan es equivalente a pedir un lujo en un país que tomó el camino de prenderse fuego por culpa del pasado. El presidente de la Nación nunca entendió nada: al día siguiente publicó una foto en Instagram comiendo flan. La microcomunidad aglutinada por el resentimiento hacia la ex presidenta y senadora Cristina Fernández de Kirchner que se manifestó a los pocos días afuera del Congreso para pedir su desafuero y que la enviaran a la cárcel cantó ante las cámaras que quería flan.

La palabra "flan" funcionó como un imán que atrajo limaduras de hierro sueltas, normalmente encerradas en sus casas ante canales que fogonean el odio y la socarronería, o leyendo titulares en medios de desinformación más que de información. La palabra "flan" funcionó como catalizador de emociones reactivas completamente despojada de su significado o contenido racional (incluso dentro de la lógica absurda que planteó el ex cómico).

J. P. Zooey (Foto: Gabi Rojas)
J. P. Zooey (Foto: Gabi Rojas)

En la sociedad posthumanista los ciudadanos son en realidad "usuarios" del país que se reúnen en torno a placas televisivas al rojo vivo, a expresiones estigmatizadoras de la "k" (sometida a perpetuo bullying alfabético), o se juntan como comentadores al pie de notas periodísticas irritantes y generadoras de estrés. La amalgama social la realizan latiguillos mediáticos capaces de canalizar pasiones tristes. En la sociedad posthumanista la comunidad no la realizan los cánones literarios, la fraternidad hacia los libres, el cultivo de una interioridad o la búsqueda de igualdad entre humanos, sino alergias emocionales que se expanden y contagian a través de grandes medios y vehículos de viralización como las redes sociales.

El humanismo y el posthumanismo se superponen no solo a escala social sino también individual. Las comunidades de lectores entrenados en el ejercicio del debate y la argumentación se comunican por artículos y libros, pero también por medio de las redes sociales. Los líderes políticos orientados hacia la inclusión y la ampliación de derechos, es decir, regidos por el valor de la igualdad, también emiten sus mensajes cortos y efectistas por Twitter. Docentes, militantes e intelectuales, comprometidos antes con causas humanas que con causas animales, tienen sus mascotas a las que adoran y rinden tributo retratándolas en historias de Instagram. Quien escribe este texto que analiza y separa el humanismo del posthumanismo y toma partido por el primero, lo hace chequeando frecuentemente el celular. Pero ¿la lucha está perdida? ¿El humanismo ha muerto? ¿Es inútil intentar esclarecer algo de la confusión acerca de lo que se entiende por humano? En tal caso, aun en la derrota, habrá que seguir elaborando pensamiento crítico, confiándonos a los libros, descubriendo un párrafo, una frase, una última palabra emancipadora tallada en puño y letra en el tablado del cadalso.

 

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