
Cuando descubrí que las actitudes extrañas de mi novio se debían a que él estaba saliendo de forma clandestina con mi hermana, creí que me moría. Aunque también sentí alivio: al fin y al cabo, eso significaba que yo no estaba loca. No veía fantasmas inexistentes. La verdad nos hace libre. Y nos devasta.
Después de meses muy difíciles durante los cuales mis padres me decían que yo deliraba, que estaba muy nerviosa, pretendieron que cenáramos todos juntos en paz. Para ellos, yo era intolerante. Para mí, ellos eran una familia disfuncional, perversa y psicopática, porque la idea de cenar en familia significaba compartir la mesa con mi hermana mayor y su nuevo novio, que hasta hace pocas semanas había sido el mío. Me negué, sabiendo que ya no tenía margen de seguir viviendo en ese hogar.
Mi tía, que vivía a más de mil kilómetros, me recibió en su casa. Con apenas diecisiete años, me instalé con ella para tener alguna paz e intentar terminar el colegio.
Un tiempo después sonó el teléfono. Era mi madre. ¿Querría venir a buscarme, que volviera con ellos?
—Tengo que decirte algo.
—…
—Vos no sos hija de tu padre.
—…
—Dos de tus hermanas tampoco.
Le corté. ¿Qué más podía decirme? ¿Hasta dónde podía escucharla?
Con el tiempo me enteré de que solo mi hermana mayor, la que se había quedado con mi novio, era hija biológica de mis padres. La siguiente y yo éramos hijas de un (¿ex?) amigo de mi papá, compañero de trabajo, y la más chica era hija de otro hombre, el único que cuando mi madre quedó embarazada quiso que estuvieran juntos, darle su apellido a la bebé, intentar construir algo parecido a una familia normal. No pudo. Mi mamá se negó.
Cuando mis padres finalmente se separaron, yo tenía veinte años y llevaba tres viviendo lejos de ellos. Cada uno se fue con su nuevo amor, y mi hermana menor, que en ese entonces tenía dieciséis años, quedó a la deriva. La abandonaron lisa y llanamente, como a un perro al costado de la ruta cuando terminan las vacaciones. A nosotras nos habían abandonado mucho antes, quizás desde siempre, pero en términos emocionales. A mi hermana, además, la dejaron sin casa ni protección alguna. Supongo que nos considerarían adultas, no lo sé. La cuestión es que la traje a vivir conmigo y con nuestra tía.
Ahora, en retrospectiva, entiendo casi todo. Las infinitas infidelidades de mi madre de las que fui testigo y que me rompían el corazón. Todas las noches que le pedí a Dios que me llevara de este mundo porque no quería volver a despertarme. Cuando a los doce años la confronté por estar con otros hombres, y como a su criterio yo ya era grande, me explicó que era porque a mi padre no se le paraba. Algo espantoso para compartir con un hijo, que por otra parte el tiempo desmentiría cuando mi padre se casó con una mujer más joven y tuvieron una hija. Otra media hermana.
Hace veinticinco años que nos lo veo a ninguno de los dos porque necesito preservarme. Mi padre biológico intentó acercarse alguna vez, pero enseguida me di cuenta de que pretendía “comprarme” y lo saqué cagando. Con mis hermanas sí nos vemos, incluso con la mayor, la que me robó el novio. No diría que volví a confiar en ella pero al menos tenemos trato. Hoy sé que lo mío con ese novio fue solo un noviazgo adolescente, pero en el momento fue muy doloroso que él me dejara por ella y que encima mi familia pretendiera “integrarlo”.
Seguí peleando y hoy tengo un buen compañero, con el que no tenemos hijos. A veces pienso en esa posibilidad, pero no es fácil después de haber vivido semejante infierno familiar siendo chica. Tiemblo de solo pensar que podría repetir alguna conducta de mis padres.
Tuve suerte de no morirme. Podría haberme vuelto adicta, o recurrir a cualquier medio para intentar aplacar tanto dolor. Pero seguí viviendo, como si la vida me hubiese rescatado a pesar de mí misma.
Sin embargo, mi historia no fue inocua. No nos liberamos de nuestra infancia; en el mejor de los casos solo aprendemos a vivir con las ruinas.
Cuando tenía diez años empecé a desarrollar un trastorno obsesivo compulsivo del que nunca pude librarme. Necesito tener todo rigurosamente ordenado. No tolero el caos. Creo que es fácil imaginar por qué.
Entre las aventuras de mi madre y esa violencia física y emocional que podía estallar en cualquier momento sin que lográsemos hacer nada para evitarlo, siempre sentí que nuestra casa se parecía más a un campo minado que a un hogar. A cada paso podíamos volar por los aires y perder una pierna, un ojo, o la vida.
A mi padre le pasaba algo parecido, solo que nosotras éramos quienes sufríamos las consecuencias. Todo tenía que estar como él quería; si no, empezaban los gritos y los golpes.
Durante años me enojé mucho con mi enfermedad. No entendía que ese orden excesivo era mi refugio. Me protegía del caos en el que vivíamos, me ponía a salvo en medio del infierno que era mi casa.
Me tomó décadas darme cuenta de que ese TOC tenía un sentido. Recién ahora, a los cuarenta, pude empezar a ver mi enfermedad sin juzgarla, y entender que no surgió de la nada: mi necesidad patológica de orden fue el ancla que me preservó en medio del naufragio.
Mi enfermedad me dañó, pero también me salvó. Me permitió sobrevivir. Si mi casa era un territorio en guerra, esa enfermedad se convirtió en el lugar seguro para protegerme de las bombas que podían estallar en cualquier momento, en cualquier lugar.
***
Es difícil sanar en el mismo lugar que nos enferma.
Quizás la paz no llegue el día en que el espejo nos devuelva la imagen que queremos, sino cuando podamos mirar amorosamente todo lo que tuvimos que hacer para seguir vivos.
*Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un paraguas contra un tsunami”. www.youtube.com/juantonelli
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