
Los últimos momentos en esta tierra de Cayetano Grossi los pasó con el cura Macceo, quien no solo lo asistió espiritualmente, sino que fue quien le vendó los ojos cuando lo sentaron frente al pelotón de fusilamiento.
Era un calabrés de 46 años, que vino solo a Buenos Aires. Se ganaba la vida como carrero y acá se casó con una viuda, Rosa Ponce, quien ya tenía tres hijas, Catalina, Clara y María.
A la par, mantenía una relación con otra mujer, con quien tuvo tres hijos, Carlos, Teresa y Lorenzo.
Abusar de sus hijastras se había convertido en una costumbre y sobrevinieron los embarazos. Los recién nacidos eran asesinados por Grossi, quien los arrojaba al fuego, los ahorcaba o los golpeaba hasta matarlos.
La policía contaba con varias pistas luego de hallar, en baldíos cercanos, cuerpitos descuartizados, que presentaban golpes y quemaduras. Cuando lo atraparon, fue juzgado y condenado a muerte. Su esposa y dos de sus hijastras fueron acusadas de encubrimiento.
El 6 de abril de 1900 fue fusilado en la penitenciaría de la avenida Las Heras. Se lo considera el primer asesino serial de nuestro país. Pero no sería el único monstruo.

El petiso orejudo
Para muestras de su enfermiza crueldad, basta un botón. La criatura se entretenía junto al portón de lo que hoy es el Hospital Ramos Mejía, y el Petiso Orejudo lo tiró a un abrevadero. El niño luchaba por sacar la cabeza pero el homicida lo mantenía atrapado bajo el agua con la ayuda de un palo. Dijo que lo divertía ver cómo se desesperaba mientras explotaban burbujas de aire que salían de su boca y nariz. De pronto, con la aparición de la madre del chico, el homicida gritó “agarrate nene, que te voy a salvar”, fingiendo la situación. La mujer, desesperada y agradecida, recompensó con veinte centavos al monstruo que robaba niños y que los mataba con saña.
Se llamaba Cayetano Santos Godino, había nacido en 1896 y desde niño, fue inmanejable para sus padres calabreses.
Por Almagro y Parque Patricios se lo conocía como “el oreja” o el “petiso orejudo”, era un flacucho que desde muy chico no podía contener las ganas de matar.
Aquel que cazaba pájaros y les pinchaba los ojos, sentía un intenso placer de hacer sufrir y ver morir a sus víctimas, a las que elegía. Eran criaturas entre 4 y 6 años cuya inocencia los hacía sucumbir ante la promesa de caramelos y de inocentes juegos.
Tenía siete años cuando a Miguel Depaola, de dos años, lo llevó a un baldío donde lo arrojó violentamente contra unas espinas luego de golpearlo; a Ana Neri, de un año y medio, la golpeó la cabeza con una piedra en baldío. En ambos casos apareció, oportuno, un policía.

Intentó estrangular a María Rosa Face, de tres años, a quien enterró viva. Cuando pasado el tiempo fueron al lugar habían construido una casa. Nunca hallaron sus restos.
Su padre lo entregó a la policía, quien lo tuvo detenido un tiempo. En 1908 intentó ahogar a Severino González Caló de dos años en un piletón y a Julio Botte, que aún no había cumplido dos años, le quemó los párpados con un cigarrillo.
Ahorcó con una soga a Arturo Laurora, de 13 años y a Reina Bonita Vainicoff tenía cinco años cuando le prendió fuego a su impecable vestido blanco. Murió luego de semanas de agonía. Desesperado, su padre, que había visto de lejos cómo se quemaba su hija, cruzó la calle sin mirar y murió atropellado.
En noviembre, a Roberto Russo, de dos años, no alcanzó a ahorcarlo; también se salvaron Carmen Ghittone, de tres años y Catalina Naulener, de cinco, quien fue auxiliada por un vecino gracias a sus gritos.
El último crimen lo cometió el 3 de diciembre de 1912. A Gesualdo Giordano, de tres años, lo atrajo con el cuento de los caramelos. Lo llevó a un terreno abandonado donde había funcionado los hornos de ladrillos La Americana. La criatura se dio cuenta y empezó a llorar, a pesar de los caramelos que Cayetano le daba. Lo tiró al piso y pretendió ahorcarlo con una soga que usaba como cinturón. Pero Gesualdo se resistía y fue atado de pies y manos.
Salió en busca de algún elemento contundente para terminar la macabra tarea, y se cruzó con el padre del chico, el sastre del barrio, que lo buscaba. Cínico, le aconsejó que fuera a la policía a hacer la denuncia.
El asesino encontró un clavo que se lo hundió en la sien con el golpe de una piedra. Tapó el cuerpo con una chapa y se fue.
Los policías, que ya andaban tras su rastro, lo detuvieron el 4 de diciembre en su casa de la calle Urquiza 1970.
La justicia lo declaró penalmente irresponsable, imbécil incurable y lo recluyó en el reformatorio de Mercedes, con la recomendación de tenerlo aislado. Tenía 16 años. Decía que mataba niños porque le gustaba hacerlo, que no tenía remordimientos y que prefería estar en la cárcel y no ese lugar, porque no estaba loco.
En 1915 lo enviaron a la penitenciaría de Las Heras y en 1923 decidieron recluirlo en el penal de Ushuaia.
Cuando lo encontraron muerto el 15 de noviembre de 1944, se sospechó de una paliza de los presos luego de arrojar a un gato, la mascota, a las llamas de la estufa. Fue enterrado, pero su tumba fue profanada y sus huesos desaparecieron. Salvo el cráneo, que cuenta la historia que era usado por el director del penal como pisa papeles.
Mateo Banks
Hubo casos de crímenes en que los autores actuaron por codicia y necesidad. El de Mateo Banks es uno de los más emblemáticos. En una noche mató a tres de sus hermanos, dos sobrinas, una cuñada y dos peones. Quebrado por su adicción al juego, soñaba con ser el único heredero de las tierras que la familia poseía en Azul.

Todo ocurrió el 18 de abril de 1922. Primero mató a su hermano Dionisio y a su hija; después a un peón. De ahí fue a otro de los campos y asesinó a otro trabajador.
Luego, se dirigió a la casa de sus hermanos, que dormían. Le pidió a su hermana que lo acompañase a asistir a Dionisio, que no se sentía bien, y en el camino la ejecutó. Volvió a la casa.
Le pidió a su cuñada que le hiciera un te y la mató de un tiro en el pecho, y la misma suerte corrió su sobrina de 15. También asesinó a su otro hermano. A sus sobrinas más chiquitas, las encerró.
Luego fue al pueblo a denunciar que dos peones habían masacrado a toda la familia y que él, para defenderse, los había ultimado.
La investigación determinó su culpabilidad y si bien el primer juicio fue declarado nulo, en un segundo confirmaron la sentencia a reclusión perpetua. En 1924 lo encerraron en el penal de Ushuaia, donde los presos lo llamaban “mateocho”.
En 1949 fue liberado y no pudo regresar a Azul. Fue a vivir a una pieza en el barrio de Flores y en el primer día, cuando se fue a bañar, se resbaló en la bañera y murió.

Robledo Puch
“Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”, amenazó al tribunal que lo condenó a cadena perpetua. Se llamaba Carlos Eduardo Robledo Puch quien, con 20 años recién cumplidos, había sembrado un infierno de asesinatos, robos y violaciones.

Descendiente de la familia de la esposa de Martín Miguel de Güemes, su raid delictivo había empezado en 1970 con el asalto a una joyería y a un taller mecánico. Asociado a Miguel Ibáñez, en 1971 asesinó a un encargado y a un sereno de un salón de fiestas. En otros dos asaltos, mataron a otros dos hombres. En el medio, violaron y asesinaron a dos mujeres.
Cuando su cómplice murió en extrañas circunstancias (se supone que Puch lo mató) se juntó con Héctor Somoza, con el que asesinó a dos personas más. En 1972, luego de matar a un ferretero, Puch también se cargó a su cómplice. Increíblemente, la policía encontró en un bolsillo del maleante muerto su documento. El 3 de febrero de 1972 fue detenido.
Condenado a perpetua, con el correr de los años fueron rechazados todos sus pedidos de libertad condicional. Últimamente fue noticia cuando, desde su celda en la Unidad Penitenciaria 26 pidió que lo ejecutasen con la inyección letal, porque sabía que nunca lo liberarían. Es el preso que batió el récord de permanencia en nuestro país.
Hubo otros asesinos seriales en Argentina. “El loco del martillo” actuó en 1963 en las zonas de Lomas del Mirador y San Justo. Su modo operandi era sorprender a mujeres dormidas, a las que golpeaba en la cabeza con un martillo, para luego robarlas. Así atacó a una decena de mujeres, algunas sobrevivieron para dar testimonio. Cuando lo detuvieron, en su casa hallaron la herramienta ensangrentada.
Si bien insistió en su inocencia, fue condenado a reclusión perpetua. Liberado en 2006, falleció al año siguiente.
Cuando Francisco Laureana fue abatido por la policía en 1975, había asesinado a quince mujeres y violado a una decena. Su familia se enteró de todo cuando murió, y le costó creer que ese marido cariñoso y padre ejemplar fuera el autor de semejantes aberraciones.
Artesano en madera, luego de cometer los crímenes, en un lapso de seis meses, se quedaba con objetos de las víctimas. A fines de enero de 1975, cuando asesinó a dos niñas, un jardinero ayudó a la policía a elaborar un identikit y en un tiroteo callejero, fue abatido en febrero de ese año.
Celso Arrastía también tenía como blanco a mujeres. Se calcula que mató, luego de violarlas, entre 1987 y 1988 a cinco de ellas en la ciudad de Mar del Plata. Usaba la ropa interior para asfixiarlas. Lo terminó entregando su pareja, a la que le pegaba. Cuando le dijo que le pasaría lo mismo que a las otras mujeres, lo denunció.
Hubo casos en que los asesinos no sabían explicar por qué mataban. Tal fue el caso de Luis Melogno, quien tomaba un taxi y mataba al conductor de un tiro en la cabeza. No les robaba nada, pero se llevaba sus documentos, que fue lo que lo incriminó.
Y hubo casos en que sus autores no necesitaban robar. Guillermo Álvarez, jefe de la banda de “los chicos bien”, por 1996 cometió un raid delictivo de robos y asesinatos, con jóvenes que reclutaba en La Cava. Vivía en un barrio en Acassuso y su familia tenía una buena posición económica. Cuando lo detuvieron, declaró que robaba porque le gustaba, una de las tantas explicaciones de aquellos que trascendieron tristemente por su condición de asesinos y delincuentes.
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