
Stella Maris Barbatto tiene 67 años, es abuela y no descansa. Todos los días se levanta a las 5 de la mañana para cocinar y se acuesta cerca de la medianoche, cuando termina de organizar el comedor que fundó hace más de dos décadas. Mientras el lugar crecía y se convertía en el centro del barrio, le descubrieron tumores en las mamas: superó tres operaciones en menos de dos meses. "Sin saber si eran benignos o malignos decidí no bajar los brazos", dijo a Infobae.
Corría 2007 y sobre sus hombros cargaba la responsabilidad de La fuerza del corazón, el comedor comunitario nacido de sus deseos de ayudar a los vecinos de San Francisco Solano cuando la crisis económica de finales de los '90 los afectó severamente. Primero llegaron 20 niñas y niños, al poco tiempo se duplicaron y más tarde aparecieron los adultos. Hoy prepara comida para 45 familias, pacientes del hospital zonal, ayuda a las escuelas del barrio y con apenas 4 horas de descanso dice que se siente feliz.
Los comienzos

Stella Maris responde el llamado de Infobae durante un breve descanso en la clase de apoyo escolar que brinda a tres pequeños vecinos, atrasados en sus tareas de grado, que no dejan de preguntar a una de las voluntarias algunas dudas. El "aula" es el quincho de su casa, en San Francisco Solano, localidad del sur del conurbano en la que vive desde que llegó en brazos de sus padres inmigrantes cuando era una beba de pocos meses.
Ese quincho fue construido para que sus cuatro hijos tuvieran un espacio cerrado para jugar y para disfrutar con la familia, pero en 1996 se convirtió en el comedor donde llegó a albergar a un centenar de personas. Al poco tiempo le quedó muy chico y decidió cambiar la modalidad de atención: cada día, a las 8 de la mañana, llegan más de 300 personas para recibir sus viandas.
"Les ofrecemos comida para todo el día, pero hacemos más que darles alimento: brindamos contención", remarca Stella Maris cuando cuenta que en ese quincho hay clases de apoyo escolar "para los chicos que realmente lo necesitan porque sus padres no los pueden ayudar". Además, enseñan a pintar mandalas, a reciclar y prestan el oído a toda aquella persona que lo necesita.

"Arrancamos muy temprano —cuenta—A las 5 de la mañanas empezamos a cocinar y a las 8 entregamos las viandas. Antes les daba de comer acá, pero la gente se quedaba esperando haciendo fila y no quería verlos esperando por un plato de comida y además, esperar para sentarse. ¡Era muy deprimente! Y siempre pensé que el vinculo familiar es algo que hay que preservarlo. La familia debe sentarse en la mesa de su casa para comer".
Quienes llegan solos o si no tienen dónde ir, pasan al comedor y allí se quedan a compartir con otros.
—¿Cómo surge la idea de fundar el comedor comunitario?
—La idea surgió en 1994, cuando comenzaron a privatizar varias empresas, como Obras Sanitarias, Segba… Muchas familias vecinas que trabajaban allí quedaron sin trabajo. En ese momento, todos hicieron lo que pudieron: abrieron sus propios negocios como almacenes o kiosquitos, pero después no los pudieron mantener y se quedaron sin ingresos. Los adolescentes empezaban a abandonar la escuela secundaria y se juntaban en las esquinas, los más chicos no querían ir al colegio por problemas que surgían en sus casas… ¡Perdían su futuro! Angustiada por lo que veía, un día decidí hacer algo por esos chicos, pese a los problemas de salud que yo tenía.
—¿La ayuda de quiénes llegó? ¿Quiénes colaboraron?
—En ese momento hablé con los vecinos. Pregunté quién podía hacer alguna donación ya que siempre nos manejábamos con comerciantes de la zona. En 1999, cuando comencé a trabajar en la Fundación de Adolfo Pérez Esquivel recibimos ayudaba de allí. Más tarde llegó una comitiva de Italia y trajo proyectos de la Unión Europea que derivó en una subvención para los alimentos a través de la UE. Pero con el tiempo toda esa ayuda se fue cortando y con los cambios de gobiernos se le exigió al Estado que sigan subvencionando.

—¿Y hoy? ¿Reciben ayuda?
—¡De alguna manera nos arreglamos! ¡Siempre aparece un alma caritativa que trae una donación y todos nos ayuda! Los voluntarios de Italia no nos olvidan y una vez al año colectan dinero y nos lo mandan; con eso compramos alimentos. Somos una ONG y acá todo es trabajo voluntario. A veces, por no estar involucrada en lo que sea política cuesta conseguir cosas, pero con paciencia todo se logra.
—¿Cómo era tu vida antes del comedor?
—Siempre estuve vinculada a lo social, como voluntaria. En la fundación de Pérez Esquivel hasta que cerró… ¡A este tipo de trabajo lo llevo en el alma desde siempre! ¡Creo que con esto se nace! Yo soy la que cocina todos los días desde las 5 de la mañana, estoy en frente de todo lo que se hace, hago las compras, estoy en contacto con los chicos. Además, estoy casada, tengo cuatro hijos, todos casados, ¡y yo no como en mi casa!
—¿Por qué no?
—¡Porque estoy siempre haciendo algo! Antes teníamos un quincho, ¡pero se convirtió en el comedor! Un día me detectaron tumores en las mamas, no sabía si era cáncer o no, pero de todas maneras me propuse no bajar los brazos. ¡Hasta el día de hoy sigo trabajando!

—Te extirparon tumores de las mamas y no sabías si eran benignos, como lo fueron… ¿qué recordás de esos días?
—¡Me puse a trabajar con más fuerzas! A este trabajo le dedico, prácticamente, las 24 horas del día desde siempre. En ese momento me ayudaron mucho Adolfo, mi marido, y las voluntarias. Ellos se cargaron todo a los hombros. Fui operada tres veces y las tres operaciones salieron bien. ¡Y acá estoy! ¡Sigo en carrera!
—¿Y la vida de jubilada?
—(Se ríe) ¡Estoy jubilada! Pero en estos días planté 300 plantas de lechuga, 200 de tomate, 200 de morrones y 200 de berenjena en la huerta frente al comedor.
Actualmente, en La fuerza del corazón funciona una huerta en un terreno cedido por una empresa de trenes y una canchita de fútbol que prestan a una de las escuelas del barrio. Además, brindan apoyo escolar para las niñas y niños atrasados en las tareas y que son enviados, en muchos casos, por las propias maestras.

—¿Hay algo que te quite el sueño?
—¡Si! ¡Terminar la canchita de fútbol! Vivo enfrente de las vías ferrocarril, que ya no pasa desde hace muchos años, hicimos un convenio con Ferrobaires y nos cedió esa parte en comodato. En ese terreno tenemos también una huerta grande, la canchita de fútbol y un espacio verde, un jardín. Lo que me quita el sueño ahora es cerrar la canchita de fútbol. Está alambrada, pero el tejido se están viniendo abajo. Tenemos que terminar los vestuarios, poner nuevas redes.(esa cancha la prestan a los chicos de la escuela 51 y al equipo de fútbol femenino que entrenan) Somos un conjunto de personas que trabajamos conjuntamente. Nos faltan materiales, mano de obra solidaria siempre hay.
—Tras 23 años de trabajo intenso ayudando a todo el barrio ¿cuál es tu recompensa?
—Ver cómo esas chicas y chicos se va integrando; ver que quienes venían con problemas en busca de consejos pudieron solucionarlo porque nos escucharon o tomaron en cuenta lo que les dijimos. Esas son las cosas que personalmente me llenan de fortaleza o cuando salgo a hacer un mandado y me encuentro con chicos que ya son papás y me llaman en la calle: "¡Stella, Stella!" y le cuentan a sus hijos que cuando eran chicos venían a comer a casa. ¡Esos saludos, esos recuerdos, y tener salud, son las cosas que más reconfortan!
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