La obsesión de los represores por el tesoro montonero: "¿Dónde está la platita?", torturas y huesos humanos en bidones de combustible

Por debajo de las consignas ideológicas, los grupos de tareas buscaban el mítico botín de la subversión. Pero también personas sin el menor contacto con la guerrilla -estancieros, dueños de empresas- fueron torturadas y asesinadas para arrebatarles su patrimonio. Cómo se apropiaron de los bienes de los desaparecidos

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A principios de enero de 1977, la familia Cerutti fue despojada de su haras en Chacras de Coria, valuado en 16 millones de dólares de entonces, sólo porque a los integrantes del grupo de tareas de la ESMA se les había antojado aprender equitación.

La misma banda secuestró al abogado y contador Conrado Gómez, también mendocino, y mediante tormentos lo obligaron a que les cediera todos sus bienes; una vez firmado y sellado el traspaso, lo tiraron al mar.

Está el ejemplo menor, aunque más sistemático, de La bolsa del mueble, el local de la calle Humberto I, Córdoba, donde vendían las camas, las heladeras y los juegos de living de los desaparecidos en las fauces del Comando Libertadores de América (Triple A con tonada) antes y después del 24 de marzo de 1976.

Diego Muniz Barreto era dueño de estancias, minas de cal y un piso espléndido sobre la calle Posadas, parte de la fortuna heredada de su familia de origen portugués. Por si todo eso fuera poco también disfrutaba de una casaquinta sobre el río Luján.

El 16 de febrero de 1977 volvía hacia la quinta junto a su secretario, huyendo del calor porteño, y se detuvo en una carnicería de Escobar para comprar asado y algunos chorizos. En eso pasó en su patrullero el subinspector Luis Abelardo Patti, que a través de la ventana del local identificó al multimillonario: Muniz Barreto y el secretario fueron cargados en el patrullero y entregados en Campo de Mayo, donde los torturaron durante 3 días para extraerles datos de cuentas bancarias, depósitos y movimiento de las empresas. Después les inyectaron un somnífero, los metieron dentro de un auto que había que descartar y los empujaron al Paraná. El secretario se salvó, Muniz Barreto no.

Diego Muniz Barreto
Diego Muniz Barreto

Eduardo Cagnolo, conscripto sobreviviente de Campo de Mayo, oriundo de Bell Ville, recuerda el esmero con el que torturaban a Ramón Puch unos militares menos interesados en las actividades políticas del preso -por otra parte, inexistentes- que en los movimientos de cuentas de su suegro. Puch estaba casado con Susana Ferrari, hija del acaudalado propietario del Frigorífico Ferrari, precisamente de Bell Ville, que elaboraba los mejores embutidos de la época, entre ellos el salame Pampayasta, conservado en grasa blanca de cerdo. Tras pagar inútiles rescates por su hija y su yerno, los padres de Susana tuvieron que cerrar la empresa, quebrados y endeudados.

También de Campo de Mayo se puede extraer el ejemplo de Juan Carlos "Cacho" Scarpati, un viejo asaltante de bancos y camiones de caudales reclutado por los montoneros. Scarpatti cayó en una emboscada tendida por el coronel Roberto Roualdes: al llegar a una cita lo acribillaron desde los cuatro costados, le volaron media mandíbula y 3 dedos de la mano izquierda, y otros 8 plomos se le incrustaronen distintas partes del cuerpo.

Tirado en el asiento trasero de un Fiat 128, lo llevaron a marcha lenta hasta Campo de Mayo, con la esperanza de que se desangrara en el camino. Llegó vivo y lo dejaron para que lo devoraran las ratas en el piso de un viejo stud abandonado. Allí lo atendió durante 20 días la hija de David Viñas, María Adelaida, también secuestrada y desaparecida.

Juan Carlos Cacho Scarpati
Juan Carlos Cacho Scarpati

Scarpatti sobrevivió con agua, mate cocido y una aspirina cada 24 horas. Cuando recuperó el conocimiento, creyó adivinar qué se esperaba de él. Se hizo amigo de la patota y lo mandaron a pelar papas a la cocina de los presos. Pronto identificó al "buchón de los milicos" y le hizo saber que él conocía la casa de La Plata donde se guardaba el tesoro de los montoneros.

Al poco tiempo, dos oficiales del ejército lo cargaron en el mismo asiento trasero del mismo Fiat 128 que lo había trasladado medio muerto y emprendieron viaje al sur. Tras dar unas vueltas en torno a la catedral -Scarpatti les dijo que podía identificar la casa pero no sabía cómo llegar a ella- gritó "¡Esa!" frente a la que tenía un zaguán semiabierto.

Velorio del joven cubano Jesús Cejas Arias
Velorio del joven cubano Jesús Cejas Arias

Los milicos, recelosos uno de otro, bajaron juntos, y cuando se perdieron en la penumbra del zaguán, el preso salió corriendo con su cara destrozada y su mano reducida a un muñón con dos flecos que eran los dedos. Se metió en un Peugeot 504 negro y arrancó hacia el Camino Negro. En el parque Pereyra Iraola hizo un alto para revisar los papeles de la guantera del auto por si más adelante lo paraba alguno de los muchos retenes policiales que daban el tono de época. Descubrió que el Peugeot era de un policía. Bajó a los piques, robó el Citroën de una señora que tomaba sol con sus nenes y terminó su fuga en España, vía Brasil.

Lo medular de esta historia es la desesperación de los represores por el botín, muy lejos de las proclamas grandilocuentes del tipo "Ningún trapo rojo reemplazará nuestra enseña azul y blanca".

La pregunta que se repetía obsesivamente en los interrogatorios era: "¿Dónde está la platita?".

Fue lo que llevó a la desaparición, la tortura y la muerte de dos simples ciudadanos cubanos adscriptos a la embajada de ese país en Buenos Aires, precedida por el secuestro de una empleada argentina en la misma delegación diplomática.

María Rosa Clementi de Cancere era una maestra jardinera de 31 años, con una nena de 6, que atendía junto a dos chicas cubanas la salita donde permanecían los hijos del personal de la embajada durante las horas de trabajo de sus padres. Fue secuestrada el 3 de agosto de 1976 poco después de salir de la Embajada, en Virrey del Pino 1810, Belgrano, cuando se dirigía a su domicilio, en San Blas 533, Villa del Parque.

 
Crescencio Galañena Hernández: el joven cubano había llegado a la Argentina en 1975
Crescencio Galañena Hernández: el joven cubano había llegado a la Argentina en 1975

Los cubanos Crescencio Galañena Hernández, soltero de 26 años, y Jesús Cejas Arias, también soltero de 22, habían llegado a la Argentina en noviembre de 1975, el primero para desempeñarse como chofer y el segundo como auxiliar de maestranza en la Embajada de su país en Buenos Aires. Fueron secuestrados el 9 de agosto de 1976, o sea menos de una semana después de María Rosa, cuando esperaban el colectivo en la esquina de Arribeños y La Pampa. "Bajaron como 20 tipos. Venían en varios autos y una ambulancia", describió el operativo un portero de la zona.

Tanto María Rosa como Crescencio y Jesús terminaron sus días en Automotores Orletti, la cárcel clandestina que regenteaba Aníbal Gordon a las órdenes del general Otto Paladino.

Orletti fue una mescolanza de miembros de la Alianza Anticomunista Argentina (el propio Gordon, su mano derecha César Alejandro Enciso, Eduardo Ruffo), el ejército (general Eduardo Rodolfo Cabanillas, coronel Rubén Víctor Visuara), la fuerza aérea (comodoro Néstor Horacio Guillamondegui), la Secretaría de Inteligencia del Estado (Paladino, Honorio Carlos Martínez Ruiz, Raúl Antonio Guglialminetti) y la policía federal en la seductora tarea de arrebatarles el supuesto botín a los más supuestos subversivos.

Automotores Orletti
Automotores Orletti

Al parecer, Gordon y su banda estaban convencidos de que parte del rescate pagado por los hermanos Born a los montoneros (60 millones de dólares de la época) permanecía oculto en la Embajada de Cuba, a la espera de ser embarcado con rumbo a la isla.

Secuestraron a María Rosa para conocer los horarios del personal, y a Crescencio y Jesús los torturaron para arrebatarles el gran secreto.

"No sé de qué me habla, caballero". En realidad, cabaiero, con la inconfundible cadencia cubana. Eso fue lo que escucharon otros supliciados en Orletti, como Patricio Biedma, por ejemplo, un argentino que se había enrolado en el MIR chileno y tras el golpe contra Augusto Pinochet volvió a su país con la ingenuidad de creerse a salvo.

El 13 de octubre de 1976, el prefecto Juan Castilla se dirigía a su puesto de comando en el destacamento Tigre, todavía de madrugada, cuando vio "unas 20 personas" que arrojaban "objetos voluminosos y contundentes" al canal San Fernando, "justo frente a la sidrera Del Valle".

Tambor de combustible donde se identificaron los restos del joven cubano Crescencio Galañena Hernández
Tambor de combustible donde se identificaron los restos del joven cubano Crescencio Galañena Hernández

Apenas llegó a su oficina, junto al embarcadero de lanchas colectivas, comunicó la novedad a sus superiores y recibió una orden de esas que no se convenía desacatar:

– Olvidate, no viste nada.

El 12 de junio de 2012, el juez federal Daniel Rafecas hizo remover aquellos "objetos": eran bidones de 200 litros de combustible, ya bastante corroídos, en cuyo interior había huesos humanos, todos con la misma característica: un agujero en el cráneo.

Tres de esos cadáveres correspondían, según los peritos forenses, a María Rosa Clementi de Cancere, Crescencio Galañena Hernández y Jesús Cejas Arias, condenados por no haber visto ni de cerca el tesoro montonero.

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