Asalto al Capitolio: futuro incierto para la democracia más longeva del mundo

Estados Unidos es el único país en el que este sistema -al menos en su faz procedimental- tuvo un ejercicio ininterrumpido de más de dos siglos

Compartir
Compartir articulo
Una turba de seguidores del presidente Donald Trump irrumpe en el Capitolio en Washington, EEUU. 6 enero 2021. REUTERS/Shannon Stapleton
Una turba de seguidores del presidente Donald Trump irrumpe en el Capitolio en Washington, EEUU. 6 enero 2021. REUTERS/Shannon Stapleton

En sus cursos sobre teoría política, el influyente politólogo e intelectual turinés, Norberto Bobbio, esgrimía que en la ciencia política existen una serie de “temas recurrentes”, trabajados a través de los siglos por distintos pensadores, escuelas y perspectivas. La democracia, con una historia de más de 2500 años, es sin duda uno de ellos.

Con el colapso de la Unión Soviética y el derrumbe del “socialismo real” no se produjo el “fin de la historia” que en algún momento profetizara un joven pensador conservador llamado Francis Fukuyama, pero resulta indudable que la democracia de estirpe liberal nacida al calor de la revolución estadounidense de 1776 y la francesa de 1789 ya no tuvo un contendiente de peso.

En este marco, la democracia de los Estados Unidos, que asombrara incluso en su época a Alexis de Tocqueville y otros pensadores europeos de fuste, se erigió -aún con sus fallas e imperfecciones- en un ejemplo paradigmático de este régimen político a nivel mundial, más aún teniendo en cuenta que se trata del único país en el que la democracia -al menos en lo que respecta a su faz procedimental- tuvo un ejercicio continuado de más de dos siglos.

Sin embargo, desde las elecciones presidenciales del pasado mes de noviembre, muchos ciudadanos y analistas de las más diversas latitudes, son testigos de la manifiesta debilidad que atraviesa la democracia estadounidense, evidenciada en un hecho inédito en el último siglo: en la víspera de la asunción del presidente electo, Joe Biden, simpatizantes de Trump se congregaron desde distantes puntos del país para manifestarse en Washington, llegando, en una escalada violenta, a ingresar por la fuerza al Capitolio profanando muchos de los símbolos en que se sustentan los procedimientos democráticos en dicho país.

Detrás de una tensa jornada que mantuvo en vilo a la sociedad estadounidense y que concluyó con múltiples heridos y cinco muertos, dos desafíos se yuxtaponen para el futuro de la democracia más longeva del mundo. El primer desafío apunta a la necesidad de garantizar la institucionalidad con sus consecuentes imperio de la ley, sostenimiento del orden público y previsibilidad de las acciones, incluyendo lógicamente el traspaso de mando tal como está previsto en la Constitución de Filadelfia. El segundo, evidencia la creciente necesidad de las autoridades entrantes de escuchar las demandas, el descontento y la insatisfacción de una porción más que significativa de la población, para aspirar a encausarlas dentro de los mecanismos del sistema político.

La chispa en un polvorín

Como señala el ex Secretario de Estado Henry Kissinger en su obra Diplomacia, Estados Unidos, al igual que otras potencias hegemónicas en sus respectivos tiempos, logró en el siglo XX que gran parte de la vida de la comunidad internacional se rigiera a partir de sus valores. Esta predominante incidencia en el plano de las relaciones internacionales, que distintas potencias hegemónicas logran conquistar cada cierto tiempo, las posiciona en un lugar privilegiado de las agendas de las personas a escala planetaria. No es de sorprenderse, entonces, que lo que ocurre en la autopercibida como “la democracia más antigua” de la contemporaneidad, suscite la atención del resto del mundo.

A diferencia de las noticias casi cotidianas que llegan desde Estados Unidos, esta semana la atención fue movilizada por la fuerte carga valorativa que envolvió a los hechos ocurridos en Washington. Se trata de acontecimientos que cuestionan valores tan arraigados en la cultura occidental como lo son la democracia, las instituciones, el respeto a las reglas de juego, el mantenimiento del orden público, la convivencia pacífica y la libertad de expresión, por citar sólo algunos. Es decir, los pilares sobre los cuales Estados Unidos construyó su hegemonía cultural en el último siglo hoy atraviesan una aguda crisis.

El pasado miércoles, miles de manifestantes protagonizaron disturbios que interrumpieron violentamente la sesión en la cual el Congreso se encaminaba a reconocer los votos alcanzados por Joe Biden para consagrarse como el presidente electo y asumir, finalmente, en las últimas jornadas de enero. Se trataba, en definitiva, de una sesión casi formal, que en los últimos años no duraba más de un par de minutos. Su relevancia, más que legal, es simbólica e institucional. Sin embargo, y de forma imprevista, ciudadanos procedentes de distintos puntos del país llegaron con el objetivo de visibilizar su descontento e impedir que se legitimara formalmente al nuevo gobierno.

Resulta muy difícil desvincular las tensiones vividas el miércoles respecto del comportamiento del polémico presidente saliente. La negativa de Donald Trump a reconocer el triunfo de Biden, el sostener que “le robaron” la elección y poner en cuestionamiento -incluso antes de los comicios- los mecanismos institucionales de conteo y fiscalización electoral, no hicieron más que estimular el descontento en un sector de la población. Lo cierto es que en la “tierra de la libertad” hay, como en gran parte del mundo, un porcentaje más que significativo de ciudadanos que se sienten ajenos a la política, no escuchados y utilizados en tiempos electorales.

Donald Trump sigue siendo, en este sentido, el emergente de una sociedad enojada. Fue el candidato que, con mayor capacidad, pudo canalizar ese descontento social tanto en 2016, como incluso en 2020. Es en la actualidad norteamericana, el líder político que más se diferencia del resto de los políticos tradicionales. Sería un error pensar a Trump meramente como el causante del descontento social, sino que, por el contrario, es en gran parte el resultado del malestar que siente un conjunto importante de electores con la clase política tradicional. Es un error seguir pensando que el mandatario es el causante único de la polarización que caracteriza el escenario político norteamericano. En un polvorín, Trump es una chispa.

El inicio de un futuro incierto

Con los hechos consumados y el Capitolio -una vez desalojados los manifestantes- reconociendo el triunfo de Biden, Estados Unidos transita los últimos días antes del 20 de enero, día en el que, si la tradición se mantiene viva, Trump debería estar presente en el ascenso de su sucesor. Sin embargo, como mucho en la carrera política del empresario, todo se envuelve en un halo de incertidumbre, decisiones intempestivas y delirios megalómanos.

Lo cierto es que, con el fin del mandato de Trump, no necesariamente está concluyendo una etapa política, sino que, por lo contrario, se puede estar en la antesala de algo distinto, nuevo e incierto para la historia de la democracia de la potencia occidental.

El desafío de repensar eventos como los que tuvieron lugar en Estados Unidos en la primera semana del año no consiste sólo en detenerse en analizar el presente -algo necesario, pero no suficiente-, sino en prestarle atención al pasado y al futuro. Lo característico de este tipo de fenómenos sociales y políticos, es que su explosivo origen no está en el simple llamamiento que un líder irresponsable pueda hacer para suscitar la movilización de adeptos, sino que el malestar desatado en una jornada violenta suele ser un sentimiento larvado por un largo tiempo.

Por otro lado, el futuro puede conllevar, incluso, riesgos más graves que en el presente. Este tipo de situaciones (violencia desatada), la respuesta de las fuerzas de seguridad (represión), y el tratamiento que de ellas hagan los dirigentes y la opinión pública (condena o reivindicación), puede ser un catalizador de futuras movilizaciones o incluso del ascenso de nuevos líderes tanto o más radicales que el propio Trump.

El autor es sociólogo, consultor político y autor de “Comunicar lo local” (Crujía, 2019)