El desafío de superar la trampa de la polarización

La pandemia agravó la situación de un país como el nuestro, que ya arrastraba crisis estructurales de inmensa profundidad. No existe otra herramienta más que la búsqueda de consensos desde el respeto por las diferencias para aportar las respuestas que espera la sociedad

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En el inicio de la pandemia, las fotos de Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof expresaron un espíritu constructivo.
En el inicio de la pandemia, las fotos de Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof expresaron un espíritu constructivo.

¿Dónde se extravió la voluntad de construir el diálogo nacional? ¿Dónde se abandonó la vocación de cerrar la grieta? Más allá del debate al que puedan dar lugar estas preguntas, lo fundamental es que deberíamos recuperar ese objetivo. Será la única manera de evitar mayores sufrimientos, más frustración y más dolor en la Argentina.

El 10 de diciembre del año pasado, el Presidente inauguró su mandato con un mensaje de conciliación y de mesura. Se había cumplido una transición ordenada, con espacio para el diálogo entre los mandatarios saliente y entrante. En marzo, la irrupción de la pandemia activó un trabajo conjunto entre oficialismo y oposición. Las fotos de Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof expresaban un espíritu constructivo, en el que la búsqueda de acuerdos y soluciones se ponía por encima de las diferencias y los legítimos desacuerdos. La ciudadanía respaldó aquella imagen de unidad y alentó la esperanza de que el diálogo ayudara a construir los cimientos de una nueva etapa. Hoy tenemos que reconocer que ese clima ha sido contaminado por una retórica beligerante y por hechos que, en lugar de consolidar una atmósfera de confianza, han marchado a contramano de aquel ánimo dialoguista.

Desde los extremos, siempre se hacen contribuciones al desencuentro y la confrontación. Son posiciones que se sostienen de un lado y otro de la grieta y que se legitiman recíprocamente. A lo largo de la historia, las posturas más dogmáticas e intransigentes, por más antagónicas que parezcan, terminan por parecerse y ser funcionales unas a otras. Pero siempre hay una responsabilidad superior que le cabe a quien ejerce el Gobierno nacional. Es desde allí desde donde debe promoverse el diálogo, con gestos de moderación, de apertura, de flexibilidad y acercamiento. Si el Presidente extrema sus posiciones, convalida las posturas extremas que pueda albergar la oposición. Es un juego en el que pierden los ciudadanos, pierde la calidad democrática y se debilitan las energías para enfrentar los enormes desafíos de la Argentina.

El país necesita recuperar la confianza en sí mismo. Y para eso es imprescindible construir confianza desde la dirigencia. Puede resultar reiterativo, pero no existe otra herramienta que no sea el diálogo franco, el reconocimiento del otro y la búsqueda de consensos desde el respeto por las diferencias. Es fundamental para eso recuperar el valor de la palabra, de los compromisos y los acuerdos. Si vaciamos estos conceptos de contenido, correremos el riesgo de acentuar la fragmentación y la fragilidad de la política para resolver las urgencias ciudadanas.

La Argentina de las últimas décadas ha profundizado múltiples fracturas. La más dolorosa, sin duda, es la fractura social que expresan los trágicos índices de pobreza y de desigualdad. Pero eso es la consecuencia de una grieta que le ha impedido a la Argentina construir políticas de Estado. Es la consecuencia de la falta de confianza que inspira nuestro país en el mundo, de la inestabilidad y los bandazos que han convertido a la Argentina en un país imprevisible. La deuda social es la secuela más dramática de la falta de diálogo y de consenso entre los dirigentes.

La más doloroso, sin duda, es la fractura social que expresan los trágicos índices de pobreza. Es la consecuencia de una grieta que le ha impedido a la Argentina construir políticas de Estado (EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI).
La más doloroso, sin duda, es la fractura social que expresan los trágicos índices de pobreza. Es la consecuencia de una grieta que le ha impedido a la Argentina construir políticas de Estado (EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI).

Nos hemos especializado en echar culpas y en cultivar la desconfianza y el agravio. Hemos naturalizado la descalificación del adversario. Y llevamos décadas enredados en un debate político al que le faltan autocríticas y honestidad intelectual para reconocer los fracasos propios y rectificar rumbos equivocados.

Hoy la Argentina transita una coyuntura de extrema complejidad. Con niveles inaceptables de pobreza, con falta de oportunidades laborales, con inestabilidad económica e incertidumbre sobre el futuro, los desafíos son enormes y acuciantes. Se inscriben, además, en un crítico contexto internacional que ensombrece las perspectivas de mediano y largo plazo. La pandemia ha caído sobre el mundo como un rayo inesperado y agrava, naturalmente, la situación de un país como el nuestro, que ya arrastraba crisis estructurales de inmensa profundidad. No hay forma de enfrentar una situación semejante si no es con acuerdos sólidos, con vigoroso respaldo político y con objetivos comunes que ubiquen a la dirigencia a la altura de las circunstancias.

Para tejer esos acuerdos debemos empezar por crear un clima propicio. Será imprescindible cuidar el tono, recuperar el valor de la convivencia, invertir tiempo y esfuerzo en la conversación entre ideas y posiciones diferentes. Todos los dirigentes tenemos la obligación de contribuir a la creación de esa atmósfera de respeto en la que pueda germinar un diálogo fecundo. Debemos alejarnos de la inflamación y la verborragia que proponen las redes sociales, para crear espacios de encuentro y de conversación. En esos espacios, y no en el griterío del agravio altisonante, reside la capacidad de la política para dar respuesta a las urgencias ciudadanas.

Las diferencias son enriquecedoras y es necesario, por supuesto, el debate, tanto entre oficialismo y oposición como hacia adentro de cada espacio político. Pero la discusión debe reconocer las fronteras del respeto y el reconocimiento del otro, sin caer en la virulencia ni en la descalificación del adversario. Es un momento dramático de la Argentina, en el que la capacidad de tender puentes y sentarse a dialogar será el activo más importante para construir una esperanza. Si no encontramos esos caminos del encuentro, el país quedará entrampado en una polarización inconducente. El riesgo es que esa trampa acelere una crisis de consecuencias imprevisibles y engendre la tentación de aventuras radicalizadas y autoritarias.

En estos meses se ha visto que, a través del diálogo, es posible construir soluciones y caminar sobre tierra firme. La renegociación de los vencimientos de deuda fue un ejemplo de consenso al servicio de objetivos superiores. Lo mismo vimos en la primera etapa del desafío que impuso la pandemia. Pero hemos visto, también, el peligro de abandonar esa búsqueda de acuerdos y el fracaso de aquellos atajos que se intentan con prepotencia. Vicentin, la reforma judicial y la quita de recursos a la Ciudad de Buenos Aires son ejemplos de la falta de diálogo. Son ejemplos, también, de las tensiones que abren nuevos conflictos en lugar de aportar las respuestas que espera la sociedad. No encontraremos fórmulas mágicas ni soluciones inmediatas. Pero está claro que nuestra única posibilidad está en la mesa del consenso. Podremos discutir estrategias, matices, herramientas y prioridades, pero tenemos la obligación histórica de acordar objetivos comunes y construir, sin demagogias ni oportunismos, verdaderas políticas de Estado.

La Argentina se debe a sí misma la epopeya de la reconstrucción. No es una tarea de unos o de otros. Es una tarea que nos convoca a todos. Y que nos exige humildad, esfuerzo, moderación y apertura. Ojalá seamos capaces.