
En estos días de campaña electoral en Uruguay, florecen los análisis sobre la democracia, los partidos y ese extraño proceso de deserción ciudadana que se vive en el mundo entero. El Uruguay fue siempre un país de alta concurrencia a las elecciones, de fuerte estructura de partidos y, en términos generales, de vivo interés por la vida cívica. Felizmente, la estructura todavía resiste, pero los síntomas del contagio de ese mal global siguen creciendo y los comentaristas políticos los acentúan.
El hecho es que las elecciones internas uruguayas, que no son obligatorias, han venido decreciendo en concurrencia. En las primeras, en 1999, votó el 53% del electorado; en 2004, solo el 45,9%; en 2009, 44,2% y en 2014, 37 por ciento.
Históricamente, se cuestionaban las fórmulas nacidas de acuerdos de cúpula y por eso se estableció ese sistema de democracia interna. Pensamos que en esta ocasión el porcentaje mejorará algo porque en el Frente Amplio hay una competencia que impondrá, seguramente, una participación mayor. En cualquier caso, estará muy lejos de la concurrencia en una elección nacional, donde el voto es obligatorio. Dicho de otro modo, las críticas a los cenáculos de dirigentes se hacían y se siguen haciendo, pero —contradictoriamente— la mitad de la ciudadanía mira con indiferencia el proceso de selección de los candidatos por cada partido cuando tienen la oportunidad de decidir.
Esta mirada lejana de tanta gente debilita la vida democrática, que se sustenta en la racionalidad del voto ciudadano. Y termina frustrando a ese ciudadano escéptico al que, aunque no le guste, la política le llegará a sus casas.
En el mismo orden de cosas, solemos oír: "Yo no voto partido, voto a la persona". Algo de razón tienen quienes así opinan, porque, a los efectos de la ejecución de políticas y conducciones del país, las cualidades personales suelen ser importantes. Importa la capacidad individual, su honestidad, su experiencia. Pero mucho más importante es pensar que esos candidatos no son solamente personas físicas sino representantes de partidos, cuyas tradiciones, conductas e ideas están en el cimiento de la decisión.
La inclinación a personalizar la elección hace peligrar, las más de las ocasiones, el juicio meditado sobre la decisión del voto, que no debiera teñirse de simpatías o emociones. No es lo mismo representar al batllismo que al socialismo o al herrerismo. Las diversas tradiciones pesan y no son solo historia sino un patrimonio de ideas que configura la mentalidad de cada dirigente. Por eso resultan incompatibles un marxista y un liberal. No así un blanco con un colorado, porque aunque nos puedan distanciar los márgenes del Estado y su laicidad, nos unen en cambio la común visión sobre la libertad política, la economía de mercado y los valores propios de una filosofía liberal.
Es en nombre de esas coincidencias que estamos preconizando, desde que fundamos Batllistas, la necesidad de un gobierno de coalición, que reúna a los partidos hoy en la oposición, agrupados en torno a un programa con definiciones fundamentales sobre seguridad, educación, inserción internacional, empleo y otros asuntos de parecida importancia. Cada día pensamos con más énfasis en esa idea. Y que el ballotage será, precisamente, una definición sobre visiones distintas del país. Lo mismo están diciendo desde el lado oficialista, en que insisten en las diferencias que nos distancian y que en muy buena medida es así. No es una opción entre partidos, ni siquiera una opción personal. Son modelos sustancialmente diferentes, porque unos partimos de la filosofía de libertades propias de la democracia y los frentistas, desde la visión marxista, tomada como dogma o como marco de referencia, pero en cualquier caso basada en la lucha de clases.
Por esa razón es que hemos insistido unas y mil veces en que esa definición de segunda vuelta, simbólicamente, será entre quienes creemos que Venezuela es una dictadura y quienes piensan que es una democracia, aunque no haya libertades políticas, garantías electorales ni separación de poderes. El tema Venezuela no es solo internacional. Para los uruguayos es también una definición sobre los valores esenciales de la República.
El desafío es hacer pensar. Quien logre abrir su pensamiento no puede seguir acompañando a los cómplices de las "tanquetas" dictatoriales.
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