Adelanto editorial: Capangas a la cancha

El periodista Gustavo Grabia, especialista en investigar la violencia en el fútbol, presenta una serie de relatos "futboleros" lejos de la presión del último momento. Infobae adelanta uno de los capítulos de su nuevo libro.

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Disquisiciones sobre la habilidad

La habilidad con el balón es algo que no se aprende. Se nace con ella o no. No hay manera de adquirirla. El otro día en el club me trataban de vago cuando esgrimía esta teoría. Pero el esfuerzo y la habilidad van por carriles separados. Tome cualquier futbolista malo de su equipo, compare cómo jugaba, digamos, tres años atrás, cuando debutó en Primera, y cómo juega ahora. Súmele a eso que entrena cinco días a la semana, que lo único que hace es darle a una pelotita y verá lo que le digo con la claridad de las cosas que no se discuten: no aprendió nada. Sigue siendo tan mal jugador como hace tres años. Irrefutable.

Por eso no entendía la posición de Juan. Él estaba destinado al mayoritario grupo de los marginados. No tenía habilidad para deporte alguno. Fútbol, básquet, tenis, handball, lo había probado todo pero siempre salía humillado por su impericia. ¿Vio que hay gente que no sabe siquiera tomar una pelota con sus manos? Ese es Juan.

Grabia sale del periodismo duro para adentrarse en esta serie de relatos sobre fútbol, un género con muchos simpatizantes en la literatura argentina.
Grabia sale del periodismo duro para adentrarse en esta serie de relatos sobre fútbol, un género con muchos simpatizantes en la literatura argentina.

Pero estaba ahí, en la mesa, insistiendo con que la vagancia era, al fin y al cabo, lo que había frustrado las carreras futbolísticas de todos nosotros. Le juro que si hay algo en la vida de lo que me arrepiento, fue de la sonrisa socarrona que mostré como respuesta. Juan se salió de madre, y ante la aprobación del resto de los muchachos, me dijo: "Infeliz, te voy a demostrar que es cuestión de sacrificio. Hoy empiezo a entrenar y en tres meses, me pruebo en Colegiales. Vas a tener que arrodillarte para que te dé un autógrafo". Yo me vi tentado a pararlo antes de que fuera demasiado tarde. Pero no lo hice. De chicos siempre hacíamos apuestas extremas, desmesuradas, como la vez que Juan me dijo que llegaría a la Selección y le haría un gol a Brasil, y yo le respondí que haría lo mismo, pero en una final del mundo. Lo que me sorprendía era que tanto tiempo después siguiera pensando con esa lógica. Ya había superado la edad en que el trauma de tener mente de deportista y pies de abogado te marca para siempre. Porque eso ocurre en la primera infancia. A los 14 años, ya sabés cómo defenderte ante semejante infortunio. Uno se hace el chistoso o el intelectual, y busca, como todos, algún resquicio que le haga más soportable la vida. Y ahora, con 29, no había motivo para volver atrás, como si nunca hubiéramos crecido. Pero andá a explicárselo a Juan. Así que tomé su desafío y me senté a esperar.

Habíamos puesto reglas claras al asunto. Se contaban tres meses calendario a partir de la fecha, pero él estaba obligado a mostrar cada martes, en el bar, los progresos que había realizado. En una actitud jodida, aceptó el contrato pero puso una cláusula: yo podía participar como siempre de la mesa de los martes, pero en el momento de la demostración debía ubicarme a no menos de doscientos metros del bar. Al resto le pareció bien, pero a mí me mató: me hacía sentir fuera del mundo. Fue una sensación tan de mierda, que deseé profundamente verlo hundido, en el piso, humillado por su falta de talento y pidiéndome perdón. Ahí fue cuando me di cuenta de que la cosa venía en serio. Y reprimí mi deseo de pararlo antes de que se hiciera demasiado tarde.

Tito, que junto a Marcos y el Chito conformaban el resto del grupo, fue designado como maestro de ceremonias y debía velar porque ninguna táctica espuria se interpusiera en el desafío. Como trabajaba en una telefónica, logró pinchar la línea del celular y de la casa de Juan Amendáriz, el DT de Colegiales, cosa que ninguno de los dos le ofreciéramos negocio. Y puso además a su tía, una señora siempre dispuesta a ayudar a su único sobrino, a controlar los entrenamientos del primer equipo de Colegiales, filmando cada movimiento sospechoso alrededor de su DT.

El primer martes después del desafío, nos sentamos como siempre, en la mesa del fondo, la que está en diagonal a los baños. Desde afuera parecía una reunión más. Chito preguntó si habíamos visto la tapa de Gente donde Maricarmen Miranda aparecía casi en bolas y se discutió sobre si estaba mejor que la colombiana Angie Cepeda, que fue la tapa de la semana anterior. Pero había como una tensión en el ambiente. Y justo cuando Marcos empezó su perorata de que en la altura de La Paz, Boca no podía aspirar ni a un mínimo empate contra el Bolívar, decidí cortar por lo sano. "¿Y Juancito, ya sos como el Diego?"

"De a poquito, voy de a poquito. Tengo tres meses, pero progresos ya hay. ¿Querés que te los muestre?", me dijo, sacando del bolso una número cinco cosida a mano en Pakistán. "La veo demasiado lustrosa como para que hayas aprendido algo", le tiré, como para bajarle su euforia inicial. "Es que cuando hago jueguito nunca se me cae, papá", me respondió, letal. Y como me vio tocado, remató: "Ahora te tenés que ir, Pablo. Volvé en quince y seguimos hablando de la Cepeda".

Marcos me acompañó y se cercioró de que me ubicara a doscientos metros del bar, como habíamos establecido. En su celo por guardar las formas, me hizo retroceder quince metros más, porque yo decía que eran doscientos metros contando desde la mesa, y él que lo eran desde la puerta. Mientras se alejaba, me pregunté qué mierda me pasaba. Discutir por quince metros más o menos era un síntoma de debilidad. Debilidad al pedo, porque Juan no podía aprender a jugar ni en un mes, ni en dos, ni en seis años.

A los quince minutos volví. José, dos décadas sirviendo cortados en el bar, estaba detrás de la máquina de café, doblado por la risa. Me acerqué a la mesa justo cuando el Chito y Tito palmeaban a Juan. Apenas me vieron empezaron con el "dale campeón". Mi mirada, cargada de odio, los eximió de decirme "no sabés lo que te perdiste". Juan se volteó, me relojeó como si fuera un vendedor de estampitas y dijo: "Me voy, che, que mañana entreno temprano".

¿Se puede aprender la habilidad con el balón?  El autor asegura que es imposible
¿Se puede aprender la habilidad con el balón?  El autor asegura que es imposible

Cuando volví a casa le conté a Carmen lo que había pasado. Las mujeres nunca entienden nada, y menos si se trata de tu esposa. Empezó la perorata con que éramos dos chiquilines, que por qué no nos dejábamos de joder, que estábamos perdiendo el tiempo y no sé cuántas cosas más. Si ella supiera que la quiero tanto como a Juan podría entender más. Pero no lo sabía.

Desde el desafío, las semanas se me hicieron larguísimas. De miércoles a lunes solo pensaba en la reunión del martes. Y cuando llegaba el momento, más de una vez me vi tentado a no ir, aduciendo enfermedades extrañas, trabajos inconclusos y un viaje al espacio ganado en un concurso del Reader's Digest. Pero al final iba, me sentaba en la silla que da a la ventana y esperaba como un condenado el momento de retirarme a doscientos metros, para que Juan mostrara sus progresos, si es que los había.

Lo que más me molestaba era que Chito, Marcos y Tito jugaban claramente de su lado. Decían que no les estaba permitido mencionarme ningún detalle, ni siquiera la marca de botines que estaba usando Juan para entrenarse. No les hubiese costado nada apaciguar mi angustia entregándome un sucinto resumen. Solo José, una vez, cuando fui al bar de madrugada para tantearlo, me dijo que en dos meses Juan había conseguido eludir dos sillas antes de tropezar con la tercera. Me alegré: había progresado algo, pero nada sustancial como para refutar mi teoría.

Fueron los tres meses más largos de mi vida. Tuve acidez, urticaria y me salieron dos aftas indomables justo detrás del incisivo molar. Estaba tan irritable que hasta puteé a Pavón por perderse el cuarto gol contra el Bolívar, cuando estábamos 3-0 arriba y pasábamos con el empate. El último martes antes de que se cumpliera el plazo, fui al bar, vencido, decidido a no caminar esos doscientos metros, a perder la apuesta si era necesario. Llegué primero y pedí un doble cargado. Tito y Marcos cayeron juntos y cinco minutos después, apareció el Chito. Solo faltaba Juan.

"Che, se acerca el momento, me parece que vas a perder la apuesta", me dijo Tito, tratando de punzarme. "Dejate de joder, Tito. Juan es un burro y lo será siempre. Es lo mismo que yo intente aprender inglés. ¿Te acordás de aquel viaje a Miami cuando estaba el uno a uno, que no podía pronunciar ni siquiera el hello? Hay cosas para las que uno no está hecho. Miralo al Indio Molina, el seis de Arsenal. ¿Alguna vez tiró un caño, una pared, una salida limpia desde el fondo? No señor, puro pelotazo. Y vos sabés bien que lo sigo desde las inferiores de Ferro, cuando Juan en su miopía futbolística le auguró un futuro de Mariscal. ¿Y? Mirá donde terminó el Mariscal. Dejate de joder. Tito, dejate de joder".

Debo haber levantado el tono de voz, porque Chito y Marcos cambiaron la conversación sin que mediara justificación. Empezaron a sacar cuentas de cuántos puntos le faltaban a Chicago para zafar de la Promoción siempre y cuando Olimpo perdiera dos de los tres partidos que quedaban para el final del torneo. Tito se mordía la lengua para no seguir punzándome y yo hacía como si nada, como si no estuviera toda mi vida en juego en esta mesa, en este martes, en este preciso momento.

Tan compenetrados estábamos en simular, que no reparamos que habían pasado treinta minutos de la hora habitual y Juan no había aparecido. Fue Marcos quien, ya con el número en la mano de los puntos que necesitaba Chicago, preguntó: "¿Le habrá pasado algo a Juan? Porque ni siquiera llamó". "Se debe haber retrasado en la pañalera. Bien cagado debe estar", metí yo, confianza ciega, sintiéndome dueño otra vez de la situación y dispuesto a dar batalla hasta el final. Cuando se hicieron las nueve, llamamos a su casa. Nos atendió la vieja y nos dijo que no, que no estaba, que había salido temprano con ropa deportiva y aún no había vuelto. Lo raro es que no le extrañó que no estuviera con nosotros. Las madres tienen esa fina sintonía para saber cuándo sus hijos están en problemas y cuándo no. De hecho, la tranquilidad de ella fue un gancho al hígado para mí: si estaba tan tranquila era porque Juan estaba bien, y si Juan estaba bien era porque o había aprendido a pegarle tres dedos o tenía alguna estratagema para ganar la apuesta. Pensé todo esto en los segundos que se demoró el Chito entre decir el "no está" y el "esperemos quince minutos más". Y fue ahí cuando Juan apareció.

Se lo veía agitado, transpirado. Sudaba como se suda en los partidos importantes. Porque en los cualunques, en los que no definen situaciones, por más que corrás como un condenado los noventa minutos, salís entero. En cambio en las finales, cuando las piernas pesan todos tus errores, ahí aunque solo camines sudás feo, a mares. Así estaba Juan, vestido con un rompevientos azul y la número cinco en el bolso.

"Perdonen la tardanza, che. Pero me retrasé en el gimnasio. Fui a levantar los cuádriceps, que son los músculos que le dan potencia a la pierna. Ahora le pego como un animal, como el Gringo Scotta".

"¿Eso no te hace perder sensibilidad con el balón?", le pregunté yo con malicia, como quien no quiere la cosa. "Mirá gil, si algo entendí en estas once semanas, es que no puedo transformarme en Maradona. Pero en cambio, si consigo desairar a un defensor y tengo un tiro potente, el DT de Colegiales es papita pa'l loro. Entrené mucho en eso, ¿entendés? Amague y reacción simultánea con misil teledirigido al ángulo derecho. Estaba en aquel libro que Valdano escribió después de que Bilardo lo bajó del Mundial 90. El martes que viene te destrozo, infeliz".

Me lo dijo con tanta agresividad, que lo desconocí. Siempre que discutíamos apasionadamente Juan se acaloraba, pero jamás perdía, aun en la puteada, esa cuota de cariño que se manifiesta con un amigo del alma. Esta vez era distinto. Habló como si fuera su enemigo, si todas sus frustraciones, sus sueños incumplidos por pereza, se materializaran en mi persona. Chito, Tito y Marcos percibieron lo mismo. E intentaron mediar pidiéndole a Juan que mostrara esa jugada mágica que le daría el triunfo en Colegiales. Pero él se negó: "Este hijo de puta es capaz, si la ve, de comentarle algo a los defensores de Colegiales. Para que me desacomoden apenas recibo o me talen los tobillos. Yo no soy ningún pelotudo, hermano".

La situación se puso tan espesa que Marcos y Tito, aduciendo la importancia de conocer a los rivales de la futura Copa Libertadores, se retiraron a ver por tele Huachipato y Universidad Católica por el torneo chileno. Chito revolvió el café que ya no había en su taza, hizo un ademán como para decir algo, pero eligió el silencio. Nos conocía desde hace años. Si con Juan habían sido mis testigos de boda. Por eso entendió. Se levantó y preguntó: "¿Entonces, el martes a las tres, en la cancha de Colegiales?". Asentimos con la cabeza y se fue despacio.

Con Juan nos quedamos en silencio unos minutos más. Hasta que yo le pregunté si recordaba el primer día que nos rateamos de la escuela para fumarnos un porrito en la plaza de la vuelta. Se nos hicieron las doce rememorando anécdotas. Como aquella vez que yo besé a un bagarto para bancarlo en una salida con Paulita, la chica de sus sueños, aun cuando eso me condenó a ser el hazmerreír de la cuadra. O aquella otra donde él, que ya se había ido a marzo en matemática, se peleó feo en un examen con la profesora para desviar la atención y darme tiempo a mí de copiarme del manual y sacar el ocho que necesitaba para promocionarla. Se comió una suspensión de una semana y la vieja le prohibió por un mes salir con la barra.

En algún momento de la charla pensé en decirle que dejáramos la apuesta, que para qué íbamos a poner a prueba nuestra amistad, que las cosas siempre traen consecuencias. Pero no le dije nada. Quizás esperé a que él lo hiciera, porque me pareció que también tenía ganas de cortarla ahí antes de que fuera demasiado tarde. Pero ninguno habló. Nos levantamos, caminamos tres cuadras hasta la parada del bondi y cuando llegaba el 96, nos dimos un abrazo. "Te veo el martes, a las tres, en Colegiales".

Yo paré un taxi, pero a los pocos metros le pagué el viaje y me bajé. Preferí caminar las veinte cuadras que me quedaban hasta casa aunque el frío me calara los huesos. Llegué, abrí la puerta sin hacer ruido para no despertar a Carmen y me fui a dormir sin comer. Toda esa semana estuve pensando en cómo van creciendo las cosas, cómo uno va forjándose a través de las experiencias compartidas, y cómo fracasa cuando no logra tomar a tiempo el camino correcto. El martes llegué a Colegiales a las dos y media. Le pregunté al canchero quiénes eran el número tres y el arquero. Me acerqué, les conté que Juan se iba a probar como siete y les insinué si doscientos pesos eran suficientes. Me dijeron que sí. Me fui, para que nadie se avivara de que había infringido las reglas, y regresé quince minutos después de las tres, haciéndome el apurado. "Cagón, pensé que ya no venías", me dijo Juan, cambiado, listo para la prueba. "Mirá si me iba a perder tu amague y reacción, bolú", le mandé. Chito, Tito y Marcos se sentaron en un banco que estaba pegado al alambrado. Yo lo acompañé a presentarse a Amendáriz, quien no podía creer que alguien, a los 29 años, viniera a probarse aduciendo ser la solución para los problemas ofensivos del equipo. "Viene de jugar en Malasia. Hizo toda su trayectoria en equipos chicos de Centroamérica y Asia, pero ahora volvió para cerrar acá su carrera, como se lo había prometido a su difunto padre, que descanse en paz", le mentí, haciendo de representante. No sé si Amendáriz se lo creyó, pero los DT del ascenso tienen esa calidez intuitiva para darse cuenta cuándo deben decir que sí, y cuándo no. Y fue sí. Juan me lo agradeció guiñándome el ojo y yo, aunque Chito, Marcos y Tito me habían hecho un lugar, preferí ubicarme detrás del arco.

Empezó la práctica y Juan se ubicó arriba. Falto de todo concepto táctico, no bajaba a recibir ni se sumaba al circuito ofensivo. Apenas giraba sus manos como aspavientos, pidiendo una bola. Hasta que el diez, cansado de sus gritos "pasala, azul", se la tiró. Le costó tres tiempos dominarla, ratificando mi teoría de que la habilidad no se aprende. Cualquier defensor avezado le hubiera quitado el balón con un simple movimiento. Pero el tres esperó. Y Juan, una vez que la pelota quedó mansa, giró y apuntó. Pateó a lo Gringo Scotta y aunque la pelota fue al medio, el arquero se movió. Corrí como un loco a abrazarlo, mientras él, que me había divisado, venía hacia mí con los brazos abiertos, su garganta ronca de gol y el orgullo a salvo.

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