
Desde muy chico disfruto de leer. En casa no sobraba el mango, pero si a mis viejos le pedía plata para comprar un libro (en especial a mi vieja), nunca se negaban. Vacacionar en Gesell era esperar que se terminara la cena para ir a recorrer la librería grande de anaqueles altos que estaba sobre la 3, ahí en el centro. Recuerdo recorrer los pasillos, rojo por el sol del día y con la remera raspando en la espalda que latía, y hacer una pila con todos los que me quería llevar. Nunca eran dos o tres. Siempre más de media docena. A mi mente vuelve una antología de Elsa Borneman, algún libro sobre piratas y, más cerca en el tiempo, algunos de Cortázar y Borges. Lo más difícil era elegir uno (aunque si lo terminaba rápido podía volver por el siguiente). Si pasábamos unos días en Saavedra, cerca de Sierra de la Ventana, los libros los llevábamos porque no había librerías grandes. Se conseguían historietas de Patoruzú o Isidorito Cañones. También las leíamos.
Creo que a esta altura debo presentarme. Soy Germán Redel, tengo 39 años, vivo en el barrio de Chacarita y soy economista de profesión y narrador por vocación. El colegio al que fui -St. Catherine Moorlands en Tortuguitas- también aportó lo suyo. Ahí leímos a Sabato y a Borges. A Shakespeare y a Hemingway en su idioma original. Casi de manera natural se me fue despertando la pregunta sobre si era capaz de escribir algo más o menos coherente. Algo que les interesara a los demás. Se me ocurrían historias y las escuchaba formarse en mi cabeza, pero no las ponía en papel. Así, si bien mi pasión por la lectura siempre tuvo un terreno fértil, la escritura fue un viaje largamente pospuesto.
La muerte de mi vieja en 2022 fue la cachetada que me obligó a valorar lo esencial. Me llevó a apreciar las cosas que me brindaban felicidad. Me obligó a dejar de posponer. Ese punto de inflexión me empujó a poner la voz en el papel. Sin que lo pensara mucho, el formato que me surgió casi de manera natural fue el del cuento. Tal vez influido por las lecturas previas. Pero también porque, para mí, funciona como un fósforo en medio de la oscuridad: brilla un instante, pero alcanza a iluminar una escena y ese momento queda reverberando en la mente. Otra razón por la cual elegí este formato es por la estrecha vinculación entre el narrador y los personajes.
Hasta ese momento pensaba la escritura como una actividad solitaria. Pero cuando tuve varios cuentos (que yo creía) terminados y se los di a leer a una amiga y me los devolvió con mil correcciones, me di cuenta de que necesitaba hacer ese ejercicio más seguido. Casi todo lo que escribimos como primer borrador suele estar bastante alejado de ser una genialidad. Por eso, me anoté en un curso de verano de Clínica Literaria en El Rojas con Gabriela Saidón. Ahí, mis textos lograron un salto de calidad: las correcciones de los compañeros de taller fueron fundamentales para que los cuentos terminaran siendo lo que son. Entendí que escribir es corregir y corregir y seguir corrigiendo. Comprendí que los textos se van acomodando y maduran mejor en la lectura de terceros. Que a veces hay que dejarlos respirar y volver a agarrarlos hasta que las frases se van disponiendo en el lugar adecuado y con el ritmo que necesita la historia.

Los cuentos se fueron amontonando en el drive sin que yo me diera cuenta. Al ordenar la carpeta, la temática del conjunto se reveló sola, creando una división tajante: la pampa bonaerense en contraposición al asfalto porteño. En estos dos universos, opuestos pero complementarios, se esconde la verdadera cartografía de mis personajes. Los primeros cuentos confrontan personajes hoscos y ensimismados de vida rural con la inocencia de la infancia o de la juventud. Hay relatos sobre travesuras de la niñez revisitadas al calor del tiempo y la memoria. En otros, se impone el escenario de la sierra y los rituales de la caza.
En el segundo conjunto de textos me permito explorar otros recursos, dejar correr la imaginación y crear historias menos personales. El ritmo lo lleva el pulso inagotable de la ciudad. Hay cuentos más complejos. El último, por ejemplo, fue uno de los más desafiantes. Nació de una búsqueda consciente: quería ver si era capaz de escribir de algo tan alejado de Argentina como el Tapiz de Bayeux. Me fascinaban las posibilidades que abría ese bordado medieval. Me propuse escribir una historia plausible trayendo una parte de este a la pampa de los confines del mundo. Ese cuento (Nadie jamás sabrá nada de ese pedazo viejo de tapiz) tiene algunos guiños y vueltas de tuerca que no están en la superficie, sino que hay que buscarlos en distintas capas.
Publicar nunca fue el objetivo inicial cuando me senté a escribir, pero la búsqueda de una editorial se convirtió en un ejercicio de obstinación. El primer manuscrito completo se lo di a leer a mi abuela. Le bastó terminar una carilla para evaluar que al texto le faltaban muchas comas.
Después de una docena de mails sin respuesta, no me rendí: el destino apareció como un post de Instagram de Editorial Tinta Libre (https://www.tintalibre.com.ar/), y ahí entendí que había encontrado lo que me faltaba para que Rosalí con tilde en la i y otros cuentos deviniera real.
Luego de muchos meses de trabajo, de corregir una y otra vez el manuscrito original; después de discutir el diseño de la tapa y de chequeos de pruebas de galera, se materializó en papel.
El libro ya no me pertenece, es la carta de presentación que me lanza a este nuevo mundo del cual aún no me siento del todo parte. Mi deseo no es solo que se lea, sino que Rosalí con Tilde en la i y otros cuentos sea para el lector ese párrafo o esa frase que lo obliga a levantar la vista del texto y lo acompaña en silencio el resto del día.
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