
Montreal es verde en verano, blanca en invierno, y gris y azul todo el año. El gris viene de la piedra local con que se construyó, y el azul, que identifica su herencia francesa, de la heráldica de los borbones. Así que tiene sentido que su festival literario multilingüe -en la segunda metrópoli francófona del mundo después de París- se llame Metropolis Bleu-Blue Metropolis, y que su programación en español y portugués, a cargo de la periodista y gerente cultural Ingrid Bejerman, se llame Azul.
Como se llama Azul también el premio que otorga cada año a escritores de lengua española o portuguesa. En años anteriores lo han ganado autores bilingües de distintas nacionalidades; como Francisco Goldman, Junot Díaz, Luis Alberto Urrea, Valeria Luiselli, Gioconda Belli y Juan Gabriel Vásquez. Y la crónica, para este galardón, no es un género menor, ni marginal. En 2018 el Premio Azul fue otorgado a la cronista argentina Leila Guerriero, y en 2025 a otra maestra del género, la mexicana Cristina Rivera Garza, quien el año pasado obtuvo el Premio Pulitzer en la categoría de memoir por la versión en inglés de El invencible verano de Liliana.
La edición 2025 del Blue Metropolis, a la que asistieron estrellas globales como Salman Rushdie y Claire Messud, terminó su intenso programa con un relato que impuso en la audiencia un silencio crujiente de atención: la escena en la que Cristina Rivera Garza abre las cajas con los documentos sobre su hermana asesinada en 1990, que habían pasado varios años de terrible duelo familiar convertidos en un archivo que nadie se atrevía a tocar.

En el Encuentro Internacional de Cronistas del 27 de abril, moderado por Bejerman en colaboración con la Fundación Gabo, Rivera Garza contó cómo sentía que en esos papeles de Liliana estaba su hermana muerta, en tanto huellas tangibles de su paso por el mundo, y que al entrar en contacto con ellos entró en contacto también con Liliana, para empezar a contar su historia. La escritora mexicana, quien hoy está a cargo del doctorado en escritura creativa en la Universidad de Houston, explicó que su idea de la crónica está moldeada por su relación complicada con la ficción y por su formación como socióloga e historiadora. Sus crónicas no salen de una decisión previa de escribir una crónica, sino de lo que le pide el material; el material sobre Liliana la llevó a reconstruir la historia de su vida y de su muerte, sin dejarse llevar por la perspectiva ficcional salvo para ciertos recursos formales. Pero al terminar ese libro, desembocó de nuevo en la ficción -en la manera en que ella la entiende, segura de que la realidad es el insumo principal, no la imaginación- para componer el volumen de relatos que acaba de salir a las librerías, Terrenal, sobre los futuros de mujer que le fueron arrebatados a Liliana.
El Pulitzer a Cristina Rivera Garza -igual que el Premio de la Crítica de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires a La llamada de Leila Guerriero- es una buena noticia que le hacía falta a lo que Felipe Restrepo Pombo llama el más latinoamericano de los géneros. Cuando Bejerman le pidió un panorama del tema, el narrador colombiano explicó que hace unos quince años los talleres de la Fundación Gabo y las revistas El malpensante, Gatopardo y Etiqueta Negra alentaron un boom de la crónica, pero hoy escasean el dinero, el tiempo de trabajo y el espacio que este género requiere. Muchos cronistas nos hemos ido a los libros, apunta Restrepo Pombo, a los medios online y hasta los equipos de libretistas de las plataformas de streaming. Pero con todo lo que sigue estando por contarse, y la colaboración entre las redes de autores y medios, la crónica seguirá reinventándose y contando el continente, con nuevos cronistas y nuevos públicos.
Para Juana Libedinsky, que el 24 de abril presentó en Montreal su fascinante libro Cuesta abajo (La Bestia Equilátera, 2024) sobre cómo lidió con un accidente en Bariloche de su marido mientras estaban de vacaciones familiares en la Argentina, lo que llamamos “crónica”, etiqueta con la que se siente muy cómoda, es una forma entre varias de hacer periodismo narrativo. Sin embargo, cuando su agente en Nueva York salió a vender ese libro a editoriales de EE.UU., lo catalogó de memoir, que no se traduce directamente como memoria o memorias en castellano. La cronista argentina señaló los conflictos con la etiqueta de memoir que comparte con Cristina Rivera Garza: hace pensar que relata una historia terminada, un hecho superado que se mira desde arriba, “pero no es necesariamente así la vida, y creo que estoy en muy buena compañía en mi resquemor”.

Es cierto que la rigidez con que la industria editorial, sobre todo en América del Norte, concibe los géneros oculta la plasticidad de la crónica, que es capaz incluso de visibilizar lo que uno ignora o no comprende, de ayudar a verbalizar la incertidumbre y el duelo. A mí me tocó compartir mi experiencia escribiendo Venezuela: memorias de un futuro perdido; la editorial madrileña Los Libros de la Catarata me pidió explicar a los españoles qué le pasó a Venezuela pero también que incorporara mi perspectiva personal como periodista y como venezolano. Allí sentí el reflejo del reportero a quien le enseñan desde la primera clase en la universidad que uno no habla de sí mismo, pero terminé admitiendo que la mirada individual era la única que permitía contar una historia tan complicada como la de mi país, tan llena de percepciones contrapuestas y profecías equivocadas. Sólo desde lo personal, asomándome a lo colectivo y haciendo las conexiones entre lo político, lo económico y lo cultural, se puede hablar de cómo las grandes transformaciones históricas nos pasan por encima y nos cambian la vida a todos. Y eso, además de la novela, lo permite la crónica.
Pero es un género mucho más antiguo que la novela: lo inventaron Herodoto y Tucídides hace dos milenios y medio, y hace cinco siglos, con el diario de Colón y los cronistas de Indias, inauguró la literatura latinoamericana en lenguas europeas. Pese a sus años, la crónica mantiene su flexibilidad de muchacha. Toma influencias de donde quiere y se adapta a cualquier material. Por eso supera las etiquetas, como dice Juana Libedinsky; por eso es capaz de seguir renaciendo, como dice Felipe Restrepo Pombo; y por eso permite que Cristina Rivera Garza sepa qué hacer con lo que le dejó su hermana en esas cajas del dolor.
Aquí en Montreal, esta metrópolis de cuatro colores y muchas lenguas, los cronistas no sólo coincidimos en que las taxonomías de lo que hacemos nunca son satisfactorias. También confirmamos que no dejamos de creer en la tradición que honramos y en lo que queda por inventar en ella. Contar buenas historias de verdad continuará siendo más poderoso que la mentira efímera y que la anécdota desechable.
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