En el siglo XIX, hubo un político todopoderoso que tenía un cuarto secreto en el que atesoraba una pintura de su amante para su propio deleite y el de unos poquísimos ilustres. Un tesoro tan único que su sola exposición hubiera escandalizado al mayor de los libertinos (al menos públicamente), realizado por el pincel del más importante de los pintores de entonces, y que durante la Inquisición fue a parar a una celda para que nadie pudiera apreciarlo: La maja desnuda.
Muchas veces se utiliza el término genio para artistas que no se lo merecen si la medida de la genialidad es Francisco de Goya, un pintor que trascendió los encargos reales o de mecenas y en su periodo tardío -cuando los artistas suelen repetirse a sí mismos- logró lo que pocos (o casi nadie), realizar una obra aún tan impresionante que sigue siendo actual.
La maja desnuda y su hermana La maja vestida pueden verse juntas en el Museo del Prado, que aloja la gran mayoría de la obra del español, quien casi no trabajo fuera de su país, lo que hizo que su reconocimiento internacional fuera mucho más lento, al no haber participado de las altas clases inglesas y francesas (más allá de sus últimos años en Burdeos, que no era París, y donde apenas realizó obra).
Es imposible elegir cuál es la pintura más emblemática del artista de Fuendetodos, Zaragoza. Hay sin embargo, algunas que son tan conocidas que no hace falta saber sobre historia de la pintura, como Los fusilamientos del tres de mayo, obra magnánima por muchas razones, anticipada a su tiempo al ser también un documento periodístico si se quiere, construida con detalles que la otorgan una potencia desgarradora, como esas manchas de sangre irregulares, que -en palabras del crítico Robert Hughes- “parecen realizadas con la propias manos de los heridos”, esa camisa blanca que refulge en ese “Cristo” que levanta las manos antes de ser ejecutado y que genera una luminosidad perfecta, por solo nombrar dos detalles.
Están también su serie de pinturas negras, aquellas realizadas en la Quinta del Sordo sobre yeso, que por suerte fueron recortadas de la pared antes de que el edificio fuera demolido, que rescatan el lado más oscuro del artista, quien libera a sus demonios como lo había hecho en parte con sus grabados de Los caprichos pero sobre todo en Los desastres de la guerra, quizá su único fracaso comercial.
Goya condensó la luz y la sombra del alma humana. Para muestra hace falta un botón. Entre el cartón para tapiz La pradera de San Isidro y la “oscura” La romería de San Isidro hay apenas tres décadas. El primero, un pedido real, sobresale una sociedad que disfruta la vida, las tradiciones como un momento de unión (para las clases altas), mientras que en el segundo retrata aquello que el espejo idealizante no mostraba, el otro lado, una procesión de personas de gesto desencajado, sufrientes, pero también conectados. Citando a André Malraux, “sólo Brueghel y El Bosco habían extraído antes que él estos monstruos de las grandes profundidades”.
Pero no es una pintura oscura ni un radiografía de lo que fue la resistencia española ante la invasión de Napoleón lo que nos reúne, sino una de sus pieza más famosas como fue La maja desnuda, una obra tan escandalosa como secreta y que luego la Inquisición la puso bajo llaves por pecaminosa para reaparecer ya en el siglo XX.
El cuadro de 98 cm × 191 cm fue un encargo por parte de Manuel Godoy o por lo menos esa es la teoría aceptada hoy. Godoy fue un noble, político y primer ministro de Carlos IV entre 1792 y 1798, generalísimo de 1800 a 1808. O sea, un hombre en la cúspide del poder.
Pero lejos de ser un reflejo idealizante de un ideal renacentista, la maja era una mujer de carne y hueso, una mortal, pero Godoy quizá nada decía al respecto y por otro lado colgaba en un “gavinete interior”, oculto a la vista de los visitantes, junto a La Venus del espejo de Diego Velázquez y a las que luego se le sumaría La maja vestida (1800-1808).
Por mucho tiempo se creyó que la muchacha, a la que se llamó La Gitana, era la duquesa de Alba, quizá el gran amor platónico de Goya. María Teresa de Silva fue la persona que más títulos de nobleza ostentó en la España de principios del siglo XIX, 31 por derecho familiar y sumó 24 más tras su matrimonio.
En cuatro años, del ‘93 al ‘97 Goya realizó cuatro cuadros con la figura de la duquesa como protagonista, e incluso la sumó en dos oportunidades más en sus grabados. Cada uno de ellos tiene sus particularidades. Se sabe, por correspondencia, que los unía una relación muy cercana, pero se descarta que hayan sido amantes -por lo menos en lo que se puede demostrar. Ella no solo era una mujer poderosa, sino también poseía un encanto que la convertían en muy popular, tenía una vida liberal y a su alrededor se ciernen una serie de historias de libertad sexual.
De todas las piezas que la tienen como centro, hay una de la que el pintor nunca se desprendió y que tras su muerte fue heredada por su hijo. Se especula que siquiera fue un encargo: La duquesa de Alba de negro. La obra y el momento en que se realizó poseen algunos detalles que ayudaron a ficcionalizar un amorío entre ambos. Fue hecha cuando la duquesa, ya viuda en 1796, se retira a la residencia de los duques de Alba en Sanlúcar y allí transcurren el verano juntos. ¿No es acaso un escenario ideal para un affaire prohibido?
En el cuadro, que hoy se encuentra en la Hispanic Society de Nueva York, ella mira de frente al pintor. En una mano con dos anillos, dibujado en el dedo corazón, puede leerse “Alba” y en el de al lado las iniciales del pintor. Señala a la arena, donde tras una restauración apareció la frase “Solo Goya”. ¿Qué significaba aquella frase?, ¿era la prueba evidente de una relación romántica? Los especialistas en el pintor sugieren que era sola una expresión de deseo del artista, una manera de retenerla en su mundo, el de los lienzos.
Pero si no es la duquesa, ¿quién fue aquella maja? La teoría más aceptada es la de Pepita Tudó, princesa de Bassano y amante de Godoy cuando se realizó el encargo, y quien luego sería su segunda esposa. De hecho, La maja vestida fue realizada en una fecha posterior a la muerte de la duquesa, en 1802, cuando solo tenía 40 años. Se considera que en las majas hay algo de la duquesa, como si la figura de quien fuera su primera mecenas, se había convertido en una suerte de obsesión inconsciente. También, todo material para la romantización ficcional.
Tras el ascendo de Napeoleón y las abdicaciones de Bayona, Godoy perdió su poder y posesiones, entre ellas los cuadros de su cuartito privado. En un inventario de 1814, cuando los bienes que se le habían incautado se encontraban ya en el Depósito de Secuestros, se cita a La maja vestida como “una mujer vestida de maja”, y a partir de allí se generalizó ese nombre. Luego, en 1815, con Fernando VII en el trono tras su vuelta del exilio en Francia, el Tribunal de la Inquisición se metió en el asunto y secuestró al par por “oscenas”.
Goya fue llevado a juicio por las pinturas, se le preguntó quién era la protagonista y de quién había sido el encargo. Se desconoce cuál fue la respuesta, o si la hubo siquiera, algunos especulan que aseguró que eran “unas gitanillas”. La cuestión es que el artista logró la absolución gracias a la intermediación del cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga, aunque la pintura desapareció del ojo público hasta inicios del siglo XX.
De acuerdo a los especialistas, Goya encontró inspiración para realizar La maja desnuda de una escultura clásicar romana, Ariadna dormida, una pieza que en 1724 llegó a España e ingresó en 1830 en la colección del Prado, por lo que el pintor pudo haber tenido acceso a la misma. Si bien allí imita la posición de sus brazos entrecruzados por debajo de la cabeza, la pieza de Goya rompe con todo clasisismo, colocándola en un canapé, mueble similar a un sofá, y en su rostro se ilumina una mirada cómplice, con una sonrisa algo juguetona.
Regresando a las primeras descripciones sobre la obra, el mote de Venus está más que justificado si se tiene en cuenta que se pueden trazar similitudes con dos pinturas muy famosas del Renacimiento como La Venus Dormida (1507-10) de Giorgione y La Venus de Urbino (1538), Tiziano, obras que quizá vio in situ durante su visita a Italia - Roma, Venecia, Bolonia- en 1770. Con respecto a las obras que inspiró, sin dudas hay una que se lleva toda la atención: la Olympia de Manet.
La maja desnuda es una obra única en su tipo, por un lado por esta ruptura con la idea de la mujer representada como una figura mítica, que corre así la cortina al exponer el cuerpo de manera directa, sin metáforas ni idealizaciones. Por otro, el cuadro revela un momento de la historia del artista en su único desnudo realista, como alguien que podía correrse de la corrección política, aún cuando este fue un encargo de alguien con mucho poder.
Es una obra aún del estilo más clásico de Goya, el romanticisimo, anterior a ese gran viraje como fueron las pinturas oscuras, y las hipótesis marcan que esta pintura se encuentra en un límite con el momento de ruptura que supuso sus grabados satíricos de Los caprichos como de Los desastres, por lo que fue realizada aún más temprano de lo que se cree, lo que sería -de acuerdo al Prado- entre 1795 y 96.
Más allá de las historias y especulaciones, La maja desnuda es una obra que bien merece una visita y quizá, como sucedió con el mito alrededor de la protagonista, dejarse llevar por la imaginación. Sin dudas que la idea de la duquesa es muchísima más rica para la construcción del relato; a fin de cuentas, como marca en uno de sus grabados, la fantasía alrededor de esta mujer, te podía hacer volar.
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