El discreto encanto que supone volver a leer a J. D. Salinger, a 12 años de su muerte

El enigmático autor de “El guardián en el centeno” —también titulado “El cazador oculto”— falleció en 2010, a sus 91 años ¿Qué sucede al sumergirse de nuevo en la lectura de un clásico?

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J.D. Salinger en New York, 1950 (Foto: Grosby Group)
J.D. Salinger en New York, 1950 (Foto: Grosby Group)

En una de sus últimas entrevistas, Abelardo Castillo habló de cierto prejuicio que pesa sobre Julio Cortázar y que lo ubica como un autor para la adolescencia: “Todos los escritores son para leer en la adolescencia”, dijo entonces. “Un escritor que no puede ser leído en la adolescencia es un mal escritor”. Castillo, vale aclarar, creía que la adolescencia no era tanto una edad sino un estado: el adolescente es aquel que está abierto a todas las ideas y a todas las formas literarias y estéticas. “La literatura es para la adolescencia”, dijo, “por eso, si es un reproche a Cortázar, es un reproche muy mal hecho. Al contrario, es una virtud ser leído por adolescentes”.

Vuelvo a esas palabras una y otra vez. Me parecen esclarecedoras, no solo para entender a Cortázar —y a Hesse y a Dostoievski y a varios otros—, sino para entender mi relación con los libros, los discos, las películas.

Leí El cazador oculto en 1991. Tenía 16 años y estaba en cuarto año del secundario. Nuestro profesor de Literatura se llamaba Javier D’Espósito; ha pasado el tiempo, pero tal vez siga dando clases. Sería una suerte para muchos estudiantes. Era un tipo joven que había estudiado en el mismo colegio —y eso le permitía manejar un lenguaje relativamente común con nosotros— y tenía una mirada nada catedralicia hacia los libros. Si no recuerdo mal, le gustaba Graham Greene.

En el programa de estudios nos tocaba leer El Quijote y lo leímos junto con poesías, fragmentos de Las mil y una noches y varias otras cosas más que ya no recuerdo. Pero en la segunda parte del año, D’Espo hizo algo revolucionario: nos hizo leer a Salinger. Para ponernos en situación, hay que recordar que Salinger estaba vivo. Para mí, la literatura del secundario era fría, antigua, distante: como si estuviera en otro idioma, en uno hablado por extraterrestres. La escuela era de los muertos; a los vivos —Gabriel García Márquez, Mario Benedetti, Stephen King se los leía afuera.

"The Catcher in the Rye": "El guardián en el centeno" o "El cazador oculto" (Foto: (AP Photo/Amy Sancetta)
"The Catcher in the Rye": "El guardián en el centeno" o "El cazador oculto" (Foto: (AP Photo/Amy Sancetta)

Lo primero que supimos de Salinger fue que hacía décadas vivía recluido en su casa de New Hampshire y que el asesino de Lennon se había quedado leyendo la novela después de haberle disparado. Quién no iba a interesarse en el libro después de eso. Empezamos con el cuento “­El hombre que ríe” y luego pasamos a la novela. En aquel momento había dos ediciones: la española, que tenía un título más cercano al original, El guardián en el campo de centeno, y la argentina, que era El cazador oculto. Yo tenía la argentina. La había publicado un sello que nunca volví a ver y en la portada había una composición en azul y blanco con un ojo y un inexplicable blanco con tres disparos. El traductor tenía el nombre de una calle de Flores. Si todavía tuviera el ejemplar me fijaría el ISBN, porque tenía la sospecha de que era una edición pirata.

El viaje de Holden Caufield desde que lo echan del colegio hasta que llega a encontrarse con su hermanita Phoebe es mítico. Holden fue el primer personaje con el que me sentí identificado. Tenía mi edad, tenía mis problemas, tenía las mismas ansiedades que yo con las chicas y el sexo, sentía una distancia enorme con sus padres —y con los adultos en general—, odiaba a los farsantes aunque él se ocultara detrás de mentiras continuas. “¿Te has hartado alguna vez de todo?”, le dice Holden a una chica que se llama Sally y con quien después termina todo mal. “¿Has pensado alguna vez que a menos que hicieras algo enseguida el mundo se te venía encima?”.

El cazador oculto fue una lectura fundamental porque me ayudó a aceptarme en esa etapa de la vida en que todo es confuso y a la vez definitivo. Y creo —lo pienso ahora; en aquel momento no podía haberme dado cuenta— que también fue importante porque fue un profesor el que nos lo dio a leer. Era una habilitación para pensarse vulnerable y para considerar que la escuela no era la institución monolítica que todos creíamos que era. Que el profe de Literatura nos diera a Salinger era como que el de Música nos hablara de Pink Floyd o Nirvana.

Salinger escribiendo durante la Segunda Guerra Mundial
Salinger escribiendo durante la Segunda Guerra Mundial

“Me imagino a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de niños y nadie allí para cuidarlos, nadie grande, eso es, excepto yo. Y yo estoy al borde de un profundo precipicio. Mi misión es agarrar a todo niño que vaya a caer en el precipicio. Quiero decir, si algún niño echa a correr y no mira por dónde va, tengo que hacerme presente y agarrarlo. Eso es lo que haría todo el día. Sería el encargado de agarrar a los niños en el centeno. Sé que es una locura; pero es lo único que verdaderamente me gustaría ser”.

Yo tengo una hermana menor y pensaba en ella cuando Holden hablaba de Phoebe, y pensaba que yo podía ser el chico que evitara que ella se cayera; es decir: que creciera, que sufriera.

Durante años, Holden fue una clave, el saludo secreto de una cofradía. Regalé mucho y sigo regalando El cazador oculto —ahora en la versión de El guardián en el centeno; parece que fue el propio Salinger el que le dio el visto bueno a la edición española por sobre la argentina—, como también Franny & Zooey y los Nueve cuentos. Y recuerdo la emoción que tuve cuando vi en una librería de usados un ejemplar de Levantad, carpinteros las vigas del tejado.

Sé que empecé a leer a Juan Forn por una columna sobre Salinger que sacó en Página/12. Un poema de Marina Mariasch con una casa junto al precipicio me hizo ir a sus demás poemas. Después de leer una entrevista a Murakami en el New York Times —creo— donde hablaba de la influencia de Salinger en Kafka en la orilla fui a comprar el libro. Spoiler alert: no hay influencia. A Virginia Cosin y Martín Felipe Castagnet los admiro por cómo escriben, pero también por cómo leen a Salinger.

Obviamente vi Descubriendo a Forrester, con Sean Connery, y El trabajo de mis sueños, donde Salinger es un monstruo bueno que le dice a Margaret Qualley que no abandone su vocación. Podría seguir.

J. D. Salinger
J. D. Salinger

Sin embargo, por contradictorio que parezca, estuve años sin El cazador oculto en mi biblioteca. Años: casi treinta. Por esas cosas que uno no puede sino atribuir a la superstición, después de haber perdido el mío, no quise reemplazarlo por un ejemplar con el otro título. Pero el año pasado me regalaron una edición de El cazador oculto que se parecía a la mía: la publicó un sello desconocido, la portada amarilla tiene un ojo y la traductora se llama como una ciudad de España. No tiene ISBN. Lo tuve varios meses sobre el escritorio, pero me daba miedo volver a leerlo. Quizá no fuera tan bueno como lo recordaba; quizá yo ya había dejado de estar en el estado que decía Abelardo Castillo.

Me sorprendió todo lo que me había olvidado. Recordaba la máquina de afeitar mugrosa de Stradlater, el compañero de habitación de Holden, pero no que Holden tenía un hermano guionista de cine. Recordaba el episodio con la prostituta, pero no cómo había terminado. Recordaba el guante de béisbol con todos los poemas escritos en él —¿habrá una imagen más hermosa?—, pero no recordaba que Salinger recomendaba leer a Isak Dinesen, Somerset Maugham y Francis Scott Fitzgerald. Recordaba, por supuesto, la pregunta que me mantiene en vilo desde los 16 años: a dónde van los patos cuando se congela el lago en invierno. Pero no me acordaba de la segunda parte de la pregunta, la que hace un taxista: qué pasa con los peces. Supongo que eso será en lo que voy a pensar desde ahora.

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