Federico Jeanmaire: "Las lenguas siempre que se modernizan se hacen más fáciles, no más complicadas"

El autor argentino dialogó con Infobae Cultura sobre “La creación de Eva”, su última novela, en la que aparecen temas muy actuales como el lenguaje inclusivo, las reivindicaciones de la comunidad LGBT y los rechazos de la Iglesia católica. “Me cuesta creer que el idioma pueda hacer un cambio de reglas gramaticales tan enorme como construir un neutro”, dijo

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Federico Jeanmaire (Fotos: Maximiliano Luna)
Federico Jeanmaire (Fotos: Maximiliano Luna)

La creación de Eva (Tusquets), la última novela de Federico Jeanmaire, se publica en el momento justo, cuando decir todes es todavía considerado un atentado contra la lengua española, las reivindicaciones de la comunidad LGBT adquieren cada vez más visibilidad y algunos sectores vinculados a la Iglesia redoblan esfuerzos contra lo que llaman ideología de género.

"Ayudame, Días mía", dice Maruja en la primera línea de la novela. El ruego desconcierta, pero pronto se sabrá que le habla a un sacerdote que está del otro lado de la rejilla del confesionario. Maruja es una mujer transexual: hasta los 18 años se llamó José María y reconoce que no se le da bien "el tema de las géneras". "Los hombres terminan sus palabras con la o y la mujeres las terminamas con la a", explica en las primeras páginas y de esa manera revela las reglas que rigen su idioma, una variante personal del muy resistido lenguaje inclusivo.

En la mayor parte de la novela lo que hay entre Maruja y el párroco no es exactamente un diálogo. Hay solo una voz presente y la segunda, suprimida, se lee a través de las reacciones que genera, al igual que en Más liviano que el aire, del mismo autor.

Los dos discursos que conviven en La creación de Eva son en la realidad muy distintos. En esta ficción la confrontación se acentúa y las diferencias parecen irreconciliables: Maruja está convencida de que Eva fue la primera chica trans. "Adán no es más Adán luego de que Días le quita el pene y le hace una bonita vagina", le dice al cura, que se mueve entre la indignación y una curiosidad morbosa, ávido de detalles de la sexualidad de la penitente.

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"La hipérbole tiene esa posibilidad, vos al unir mundos tan diversos no conseguís una síntesis, pero sí una exposición más cabal de las posiciones hiperbólicas, es como si quedaran más claras", explica Jeanmaire a Infobae Cultura. El escritor tiene 61 años y una voz débil. Autor de más de 20 libros, es un experto en la obra de Sarmiento -"el gran escritor argentino del siglo XIX- y de Cervantes, quien, dice, fue su taller literario. Con Miguel, una autobiografía ficticia del autor de Don Quijote de la Mancha, fue finalista del Premio Herralde.

El germen de La creación de Eva estuvo en un viaje que Jeanmaire hizo hace un par de años a España, donde presentó Tacos altos y conoció a un grupo de personas que todos los miércoles salía a cenar con una consigna: hablar con la e. Una vez que el escritor se integró, la propuesta se tornó más compleja: cada noche los comensales elegían una vocal distinta.

Durante su estadía en Madrid también conoció a una mujer trans de la que se hizo amigo. Cuenta Jeanmaire: "Me dijo un par de cosas que me hicieron entender de algún modo muchos temas del mundo de ahora que por ahí uno los entiende teóricamente pero no en la práctica".

—¿Por ejemplo?

—Yo en un momento le digo: "Vos así no vas a enganchar nada…". El tema es que él se operó y tuvo un problema, uno de los labios de la vagina le quedó hinchado por un año y no se quiso hacer ninguna otra operación, entonces no tiene tetas. Tomó hormonas, pero tiene muy poquito. Cuando ya éramos amigos, le digo que no iba a enganchar a nadie y me dijo: "Yo no me hice mujer para enganchar a nadie, me hice mujer porque quería ser mujer, toda mi vida quise ser mujer, ahora me despierto, me miro al espejo y soy feliz". Ahí entendí un montón de cosas que no entendía. Yo tengo 61 años, vi muchos cambios, participé de muchos cambios, yo mismo creo que hice muchos cambios en mi vida. Pero creo que recién en ese momento entendí que el amor está detrás de toda esta cuestión, que no hay otra cosa más que el amor. El amor, por ejemplo, a querer ser lo que uno quiere ser, animarse, serlo y no con otra intención más que esa, la de intentar ser un poco más feliz. Y creo que eso marca de algún modo el momento del mundo y los problemas que hay en el mundo. Por eso en la novela hay una diferencia muy marcada entre la gente que está dispuesta a ser a partir del amor con gente que sigue más pegada a la apariencia que al ser, para decirlo en términos aristotélicos. Y creo que ahí juega una parte importante la Iglesia Católica, más que otras.

—Imagino que fue un desafío escribir como Maruja. 

—En principio fue muy divertido, yo me divertí mucho. Segundo, me hizo pensar mucho. Por un lado literariamente eso te encierra mucho, es muy difícil que el lector pueda salirse de ese mundo de la lengua y eso coarta un poco las posibilidades literarias. Pero por otro lado a mí se me ocurre que es una posibilidad de meterse en lo que se está viviendo.

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—¿Cuál es su posición sobre el lenguaje inclusivo, el que conocemos?

A mí me cuesta creer que el idioma castellano pueda hacer un cambio de reglas gramaticales tan enorme como construir un neutro. La lengua no tiene esa historia. Las lenguas cambian todo el tiempo, eso es verdad y ojalá triunfe la e, yo no tengo ningún problema, todo lo contrario. Lo que a mí se me ocurre, conociendo la historia de varias lenguas, es que las lenguas siempre que se modernizan se hacen más fáciles, no más complicadas. E instalar un neutro en una lengua que no lo tiene es toda una tarea gramatical. Hay que cambiar muchísimas cosas, y hay que elegir esos cambios. En Alemania hay neutro desde toda la vida, porque la lengua lo tiene. Ahora, ese neutro es siempre arbitrario, tan arbitrario como el masculino o el femenino. En alemán se dice das kind, que no es ni el ni la. Sería le nene. Nosotros no tenemos eso y para la lengua castellana dar ese paso significaría toda una dificultad que las lenguas nunca hacen, las lenguas siempre se hacen más fáciles para sobrevivir y si es posible para expandirse. Entonces se me ocurre que una buena posibilidad es la de cambiar todos los sustantivos que implique a los géneros y que están en masculino pasarlos a femenino. Eso no sería ninguna cuestión costosa para la lengua y de algún modo los hombres pagaríamos todos nuestros pecados…

—¿Podría prosperar algo así?

—No sé, porque al principio todo esto empezó para cambiar lo de los masculinos. Ahora también la e está queriendo significarse como las otras posibilidades de lo masculino y lo femenino, entonces ahí ya se complica…

—¿Cómo se sale, entonces?

—Las lenguas siempre encuentran una salida. Yo no sé cuál va a ser, pero me cuesta creer que el neutro pueda triunfar. Creo que lo que puede llegar a darse es que queden algunas palabras y formas neutras, pero no una estructura neutra nueva en toda la lengua.

—Es interesante porque quienes impulsan este tipo de cambios muchas veces exponen argumentos del estilo: "Cervantes tampoco hablaba como lo hacemos ahora…".

—Sí, eso es verdad. Incluso Cervantes no hablaba el castellano que se hablaba 500 años antes que él naciera, y así sucesivamente. Qué sé yo, mis abuelos se trataban de usted, y hoy en la Argentina es muy difícil que la gente se trate de usted. Los cambios en la lengua son vertiginosos, necesarios, la gente está continuamente cambiando la lengua. Pero si uno lo analiza siempre es hacia la facilidad. Yo estoy abierto a todos los cambios, pero me parece que la instalación del neutro es una complicación enorme para una lengua. Si bien es cierto que algo hay que hacer para incluir gente, para incluir cuestiones que son importantes y no lo eran hace 20 o 30 años, la lengua va a buscar esas formas y lo que saldrá no lo sé. Me acuerdo que cuando Cristina Kirchner empezó a hablar de todos y todas me encantó, o cuando empezó a hablar de presidenta. Eran cuestiones que me parecían completamente válidas y que hoy las usa todo el mundo. Hoy nadie se hace problema por usar presidenta, y me acuerdo que muchos se quejaban.

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—Incluso era motivo de burlas.

—Claro, y esa fue una batalla que ella ganó y es una batalla típica de la lengua. En este caso es una batalla de las mujeres por conseguir genéricamente un triunfo sobre una sociedad que las marginó durante cientos y miles de años, pero eso no es un problema muy fuerte para la lengua. Es simplemente el cambio de una vocal en una palabra y no cambia absolutamente nada más. Hoy en vez de decir la presidente se dice la presidenta y si alguien no quiere decirlo no pasa nada, pero está como quince años atrás. La instalación de un neutro es una cosa mucho más compleja, hay que modificar artículos, pronombres… Yo puedo intentar cambiarlo desde mi lugar, pero una persona que tuvo una escolarización mínima ya quedaría fuera de ese cambio, no lo podría hacer. Se tendría que hacer desde la escolarización misma y por ahí en dos o tres generaciones lo conseguís. Puede ser. Pero no es la historia de la lengua, no hay ninguna lengua que haya producido una cosa así. Para mí una solución simpática y moderna era que en vez de decir todos decir siempre todas, eliminar el todos. Que sea todas definitivamente. Pero bueno, ahora también están aquellos que no se consideran ni masculinos ni femeninos, entonces hay que buscar.

—La novela está escrita bajo la misma fórmula que Más liviano que el aire, ¿por qué pensó que era la mejor manera de contar esta historia?

—La novela me costó escribirla. En principio empecé a escribirla contando un poco lo que había vivido en España, pero me pareció que no era lo que quería hacer, que quería producir algo distinto. No sé, algo que me divirtiera más y que me dejara más contento con respecto a lo que yo quería decir. Entonces se me ocurrió eso. Esa es una forma que la he usado en Más liviano que el aire, y que a mí me ha servido. Es como una fórmula un tanto sarmientina -yo soy un fan de Sarmiento-, de poner opuestos, extremar esos opuestos, hacer esa diferencia hiperbólica. Y me sirve eso en este tipo de novelas, que yo llamo como conceptuales. Es un tema que me interesa. En Más liviano que el aire era la violencia; acá es la mujer y la lengua. Y lo volví a hacer de esa manera, algo que no me gusta tanto porque trato de no repetirme, pero no encontré una solución mejor para lo que quería hacer.

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—Al igual que otras novelas suyas, La creación de Eva tiene la particularidad de que los discursos, que en este caso tratan temas que están en el debate público, están ahí a la vista despojados de cualquier juicio. 

—Sí, a mí me parece que el lugar de la literatura es instalar preguntas, no responderlas. No me gusta la literatura que responde cosas. En esta novela no sé si respondo algo, lo único que hago es interrogarme sobre cosas que me interesan sobre este mundo y ver qué hago escribiendo. Por lo general mis novelas son ambiguas, deliberadamente ambiguas. En Más liviano que el aire he tenido montones de lectores que piensan una cosa y otros que piensan otra. Supongo que con esta puede pasar igual.

—A nivel personal hay conclusiones, supongo. 

—Sí, claro, pero no creo que el lugar de la literatura sea escribir mis conclusiones. Yo no soy una persona segura en ningún aspecto, soy bastante inseguro. Salvo en escribir, en todo lo demás tengo muchas dudas. Entonces lo que yo pienso sobre una cosa puede ser hoy así y mañana o dentro de un rato distinto. Y eso también quiero que esté en mi literatura, porque no estoy tan seguro de nada. Tengo la ambición de que lo que escribo se parezca más a lo que hacía Cervantes que a lo que hacía Saramago. Me gusta mucho más esa literatura en la cual el lector juega un papel preponderante, que no es solo decir: "Uy, qué bien que escribe este tipo", sino: "¿Qué me quiere decir este texto?" Y después me interesa mucho el tema de la lengua, eso está en casi todas mis novelas, y me parece que es uno de los temas fundamentales de la literatura. A mí me gusta trabajarlos de manera obvia porque creo que el lector cuando se extraña de la lengua que habla cotidianamente es que encuentra cuestiones que no había pensado. El otro día una lectora me dice: "No me costó leerla porque en mi cabeza cambiaba la a por la o todo el tiempo". Eso que aparentemente es una tontería no lo es, porque esa persona en algún momento tuvo que pensarlo.

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—Suele citar como sus referentes a Sarmiento y a Cervantes, ¿qué autores del siglo XX le llaman la atención?

—Para mí un escritores muy importantes son Di Benedetto, Borges, Marechal, Cortázar, Mansilla. Toda gente de esta época. Bueno, están todos muertos, pero son del siglo XX. Lo cierto es que la biblioteca de cualquier escritor no es contemporánea, siempre es algo muy abierto en lo cual uno puede sentirse contemporáneo de escritores que vivieron 500 años atrás.

—¿En qué sentido se siente contemporáneo de Sarmiento?

—En su Historia de la literatura, Rojas inventa una literatura que no existía, empieza a sacar escritores de cualquier lado. Y cuando llega a Sarmiento, que es el gran escritor argentino del siglo XIX, dice: "No sé si debería estar acá, porque parece que no escribiera, parece que hablara". Y esa es la gran revolución que hace Sarmiento en la lengua argentina. Es poner a lo coloquial, al habla, en el centro de la literatura. Es separarse del idioma florido, supuestamente literario, y hacer literatura con la forma del habla argentino. Eso es fundamental en mi literatura y creo que hoy por hoy en casi toda la literatura argentina.

—¿Y en el caso de Cervantes?

—Fue mi taller literario, yo aprendí todo ahí. Es otra cosa, quizás mucho más en otro sentido. Cuando tenía 22 años decidí ponerme a escribir más seriamente de lo que lo hacía y empecé una novela. Se la llevé a una tía mía que era licenciada en Letras y me dijo que era una porquería, que no escribiera más, que siguiera leyendo, que leía muy bien. Me preguntó si había leído El quijote. Yo lo había intentado dos veces, pero no pude, me aburrí. Finalmente lo leí por necesidad, y entendí que El quijote es la primera novela moderna, la primera que tiene un personaje con sujeto al que le pasan cosas. Y uno puede registrar en los dos volúmenes todo el trayecto que hace Cervantes descubriendo qué es una novela. Al principio, acompaña todo el tiempo al personaje. Si el Quijote se va a dormir, pone: "Y ahora duerme". Al capítulo siguiente: "Se despierta". Lo persigue todo el tiempo hasta que en el capítulo treinta y pico se da cuenta de que puede decir: "Y seis días después…". Ahí se da cuenta de que puede hacer interrupciones temporales y las empieza a hacer.

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—Casi un ejercicio.

—Exacto. O en el 26 se da cuenta de que puede hacer disrupciones de escenarios. Tarda 26 capítulos en darse cuenta. Y todo eso pasa en la novela. En lo que respecta a La creación de Eva, lo que puedo decir que viene de ahí tiene que ver mucho con el diálogo. En las primeras 200 páginas de El Quijote, Sancho es como el pie. Como en las viejas películas argentinas, donde todos los diálogos son el pie de lo que se necesita para seguir adelante. Y a partir de la página 200 Sancho se convierte en una persona en la cual uno no sabe nunca lo que va a contestar. El diálogo es fundamental en cualquier obra. Y estas cosas que hago, que son puro diálogo, tienen que ver con eso. También está la cuestión política, me parece que el mundo está en una situación en la cual no hay un relato uniforme, sino que lo que hay son relatos que se chocan o que se violentan los unos a los otros. Entonces sacar un narrador es sacar una cuestión que me parece que hoy el mundo no lo tiene. Y en el siglo XX sí había relatos que uniformaban los monólogos. Hoy es otro juego político: son monólogos que se cruzan, pero que no cambian nada absolutamente en lo que piensan.

—Sé por su novela Papá que estuvo en contacto con la política desde chico, dado que su padre era intendente de Baradero, su ciudad. ¿Qué lugar ocupa hoy la política en su vida?

—La política siempre ocupó un lugar feo en mi vida. Por un lado me interesa mucho, me interesa pensar en el país y en el mundo. Por otro, me he cuidado toda la vida de no hablar de política públicamente. Esa es una decisión que tomé hace muchísimo tiempo, pero es una decisión literaria, no tiene que ver con mi pasado. Augusto Monterroso decía que la política vende muchos libros en Latinoamérica, ya sea de derecha o de izquierda. Si decís que estás a favor de tal cosa, ya tenés un público que lo compra. Capaz no te lee, pero lo compra. Monterroso fue un gran escritor latinoamericano, pero se leyó muchísimo menos que otros que sí tenían una postura política pública. Yo prefiero estar en ese lugar. Cuando me llaman de un diario o de una radio para que diga algo sobre algo que pasó, no lo digo. Tengo opiniones, pero no creo que sean mucho más inteligentes que las de cualquiera. Son puntos de vista y no creo que mi condición de que escribo libros me haga más sabio que una persona que no escribe. Pero sí me interesa lo político y creo que mis novelas tienen mucho de política, pero de formas literarias, de formas que he encontrado para decir lo que pienso y lo que creo del mundo. Ahora estoy escribiendo sobre una batalla de la Segunda Guerra Mundial. Supongo que podría escribir sobre batallas que tuvimos nosotros, batallas diversas. Pero estoy escribiendo de eso y creo que al escribir de eso estoy escribiendo de nosotros. Creo que mi lugar es pensar la política desde lo literario, no decir qué pienso del dólar, o de tal presidente o presidenta.

—Es llamativo esto que dice, sobre todo porque hoy es habitual leer declaraciones incluso de actores sobre cuestiones muy particulares de la realidad política y económica. 

—Yo creo que está bien. Cada uno tiene que tomar sus decisiones, pero yo tomo la mía. Todos tienen derecho a decir lo que quieran y a militar en lo que quieran. El tema es que, en el caso de la literatura, el siglo XX fue un siglo en el cual los escritores eran considerados como intelectuales y debían tomar una postura con respecto al mundo. El escritor tenía una imagen más ligada al intelectual, al tipo que develaba cosas que el resto de la sociedad no veía.

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—¿Cómo cambió eso?

—Cambió mucho. Hoy, por ejemplo, hay intelectuales que intentan ocupar un rol de ese tipo y cuando los escucho me da la impresión de que están opinando. Y que tiene el mismo valor para mí que cualquier actor o un bailarín de Bailando por un sueño. Que Beatriz Sarlo diga tal cosa no me parece mucho más inteligente que lo que puedan decir en uno de estos programas en los que se juntan a discutir. No agrega nada hoy. Pero también es válido que haya gente que piense que está agregando algo importante. En mi caso, siento que no podría hacerlo.

—Siente que no le corresponde.

—Claro, y además hay una cuestión estética mía. Toda esa militancia de escritores en lo público del siglo XX dio una literatura que no me gusta mucho, que es una literatura muy unívoca: los dos leemos el mismo libro y no podemos discutir de nada porque está clarísimo lo que el autor quiso decir. A mí me gusta otra literatura y otra posición del escritor como figura pública. Yo si tengo que ubicarme, prefiero ubicarme en una posición más parecida a la de los pintores, o a la de otros artistas. Al pintor nadie le pide nada inteligente cuando le hace una entrevista. Y al no pedirle, por lo general dicen cosas muy inteligentes. Una vez le hicieron una entrevista a Picasso y le preguntaron por la significación del rojo en un cuadro. Le responde que era el único color que le quedaba. Y el tipo se ríe, le dice que no, que tiene que ver con la pasión, con la sangre… A la tercera vez que le discute que era el único color que le quedaba, lo saca a patadas. A Picasso no se le pedía que hiciera una valoración intelectual. Y creo que influyó mucho más en el mundo que intelectuales que se la pasaban haciendo evaluaciones sobre el mundo. Me interesa más una literatura que esté pegada a lo inconsciente, a lo que puede quedar en la cabeza del lector, que a lo que yo pueda opinar. Porque en el fondo no creo que sepa más que cualquier lector. La tarea del escritor es, si puede, producir un cortocircuito en la cabeza del lector. No mucho más que eso.

—¿Este método del que habla, de no pensar de antemano qué es lo que va a pasar, no obliga mucho a la reescritura? 

—Sí, pero también lo que implica es atender más a lo que le pasa a los personajes que a lo que uno quiere que les pase a los personajes. Te podría contar mil casos. En Más liviano que el aire, hay un final bastante cruento que jamás había pensado hasta el momento en que lo escribí. Y de hecho me acuerdo el momento. Estaba terminando la novela y me fui a visitar a mi madre a Baradero, me faltaban las ultimas páginas. Me fui con una idea del final y cuando me senté resultó otra completamente distinta. Y era porque el personaje lo quiso. Es medio tonto decirlo así, pero es así. Yo creo que el escritor tiene que escuchar lo que está haciendo, estar atento a lo que está pasando y seguir a los personajes. Hay una cuestión: los escritores que escriben cuentos son distintos a los que escriben novelas. Los cuentos me cuestan un montón porque se tiene que pensar todo antes de escribir. En la novela a mí me pasa todo lo contrario, por eso me gusta y solo escribo novelas. Me siento con un par de ideas y después es lo que es, es lo que sale. Y disfruto esa libertad, que a veces es tristeza porque no te sale, pero tenés la libertad de no saber a dónde ir.

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—Fue muy católico de chico, ¿cómo siguió su relación con la Iglesia?

—Sí, yo fui monaguillo de chico. No sé si fui muy religioso. En parte en mi pueblo era lo más divertido para hacer. Íbamos a misa todas las tardes, éramos 15 o 20 chicos que nos juntábamos. La misa tenía una parte interesante que era tocar la campana. Tenías que subirte por una escalera del caracol, colgarte de una soga y tocar la campana. Entonces nos peleábamos por los lugares que ocupábamos en la misa. En los pueblos nadie va a misa en la semana: éramos nosotros y tres viejas. Después de la misa nos íbamos a jugar a las escondidas a la plaza. Y sí, supongo que era muy religioso. Y hubo un momento en que a los 11, 12 años, dije esto no me sirve, es una tontería. Me había pasado que me empecé a hacer preguntas sobre lo que era eso y no me las podía contestar. Y desde ahí nunca más, no tengo relación con la Iglesia. La Iglesia como institución es una cosa que no me gusta, sobre todo la católica. Porque yo he vivido en algunos países con Iglesias protestantes que son mucho mas simpáticas para con lo que pasa en el mundo. Me parece que la católica tiene muchísimos problemas con eso. Pero a su vez supongo que en países como Argentina tiene algunos valores importante, en cuanto a contener a un montón de gente que no se puede contener sola, y eso lo reconozco. Pero básicamente no creo que exista un dios y no creo que una institución semejante pueda significar algo bueno en la vida de la gente, salvo en casos particulares.

—Toda su obra está atravesada por problemas de comunicación entre las personas, que siempre de una u otra manera son el punto de partida de un conflicto mayor, ¿cómo explica esta inquietud?

—Sí, es una de las cosas que me importan. Y tardé en darme cuenta. A medida que vas escribiendo te vas dando cuenta de qué cosas te importan y qué cosas no. Y el tema de la comunicación creo que es fundamental. No sé cómo explicarlo bien, por eso escribo sobre eso. Pero se me ocurre que el ser humano es como el único animal que ha inventado lenguas específicas para la comunicación con los otros, y que el hecho de haber creado esas lenguas habla de los problemas de comunicación. Creo que las demás especies animales se comunican bastante mejor. El hombre ha necesitado crear la lengua y la escritura porque le cuesta mucho más. Y es una cuestión que a mí me importa porque creo que está en la base de los grandes problemas de la humanidad. Creo que si nos comunicáramos mejor, el mundo sería muchísimo mejor. Y la incapacidad de comunicarse por lo general genera violencia. Siempre. A mí me parece que los seres humanos nos manejamos con monólogos y que nos cuesta enormemente dialogar. Tenemos herramientas pero no sabemos utilizarlas, nunca aprendimos. Por lo general esos monólogos chocan y terminan generado cosas que no están buenas. Entonces creo en un ser humano, que es por lo general sobre el que escribo, que está bastante más solo de lo que tendría que estar y que no sabe como hacer para estar tan solo como está.

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