A 45 años de la muerte de Alejandra Pizarnik, una leona en la selva literaria

El 25 de septiembre de 1972 murió una de las poetas más influyentes de nuestra literatura. Cincuenta pastillas de Seconal bastaron para un suicidio efectivo. En su pizarra, entre las anotaciones, tres versos: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”. Perfil de una de las leyendas de las letras argentinas.

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Alejandra Pizarnik
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Cuando nació Alejandra Pizarnik el mundo era otro. Fue en 1936, durante la década infame argentina, un 29 de abril en Avellaneda. Un mes antes había ocurrido la masacre de Oberá, un mes después, el Terremoto de San Luis y la inauguración del Obelisco. Ese año Adolf Hitler celebraba sus Juegos Olímpicos en Berlín y, en estas latitudes, Carlos Saavedra Lamas era premiado con el Nobel de la Paz. El mundo en breve viviría la Segunda Guerra Mundial. Alejandra Pizarnik fue hija de esos tiempos. Sus padres, judíos inmigrantes de origen ruso y eslovaco que se dedicaban al comercio de joyas, tenían aún los ojos al otro lado del Atlántico: su familia sería masacrada en Rivne por el nazismo y esa angustia —según cuenta Cristina Piña en su libro Alejandra Pizarnik, una biografía— tiñó su infancia. Además de Myriam, su hermana mayor —rubia, discreta, "normal", la preferida de la familia—, su marcado acento europeo, la tartamudez, los granos precoces, una sigilosa tendencia a engordar y el asma daban vueltas en círculo alrededor de sus problemas de autoestima. Nada parecía ser fácil para una chica sensible.

Pero, ¿de dónde nació la voracidad literaria? Ya en el secundario la literatura caló hondo. Su espíritu rebelde —que se ofrecía como un péndulo: por momentos era sensual e inquietante, por otros solitaria y depresiva— la llevó, tras aburrirse de los libros de la currícula escolar, a convertirse junto a algunos compañeros en una suerte de contrabandista de textos: leía aquellas publicaciones "prohibidas", cosas de Faulkner, de Sartre, de Artaud, el existencialismo fue su gran descubrimiento, también el surrealismo y la poesía de Rimbaud, Baudelaire y Mallarmé. Un cóctel explosivo para cualquier mente curiosa, inquieta, insaciable como la suya.

Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik

Si la adolescencia no es más que un pasillo angosto que une la infancia con la adultez, Alejandra lo transformó en un momento clave en la formación de su identidad. Una vez terminada su educación entre la Escuela nº 7 de Avellaneda y la Zalman Reizien Schule, decidió cambiar su nombre. El verdadero, el de nacimiento, era Flora Alexandra Pizarnik. Su familia le decía Buma, en idish, la lengua hablada por los judíos de origen europeo; también Blímele, que quiere decir florcita, el diminutivo de Flora. La tierra más ajena (1955), su primer poemario, lo firmó como Flora Alexandra Pizarnik; tenía apenas 19 años. Pero para La última inocencia, editado al año siguiente, se definió por Alejandra Pizarnik, despojándose quizás de todo lo que fue, refundándose. El último poema de ese libro, titulado "Sólo un nombre", tiene apenas tres versos: "alejandra alejandra / debajo estoy yo / alejandra". Esta decisión inicial, originaria, es una forma de entender eso que decía Martin Heidegger, que el lenguaje es la casa del ser. Allí parecía el resto de su vida.

Cuando salió del secundario, le fue muy difícil unir inteligencia y mercado. ¿Cómo encauzar una mente tan inquieta y curiosa en los caminos del éxito laboral? Estudió Filosofía, luego Periodismo y más tarde Letras, También Pintura con Juan Batlle Planas, hasta que se decidió por escribir. Leyó mucho, indagó en corrientes estéticas y filosóficas, y navegó por los pantanos de su mente en las sesiones de terapia con el psicoanalista León Ostrov. Esa relación fue clave para animarse a llevar su poesía a un nivel más onírico. También por esa época aparecieron las anfetaminas para adelgazar y la consiguiente variación entre euforia e insomnio. Partió hacia Europa, se instaló en París entre 1960 y 1964 donde desarrolló su capacidad de traductora y se empapó del fulgor pre Mayo Francés. Ganó una beca Guggenheim, viajó a Nueva York, colaboró en revistas de prestigio como Cuadernos, Sur, Zona Franca. Sus amistades literarias e intelectuales fueron riquísimas, de todo tipo; cabe mencionar, apenas a modo de ejemplo, al mexicano Octavio Paz, que le escribió el prólogo de Árbol de Diana (1962).

Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik

El regreso a Buenos Aires no fue, tal vez, la mejor decisión. Cuando su padre muere en enero de 1967, su angustia fue en aumento. Un infarto repentino y desconsuelo. Su gran amiga, la poeta Olga Orozco, la acompañó en el velorio; fue la única. Ese episodio ya hablaba del hermetismo de Alejandra. Al año siguiente se mudó junto a su novia, una fotógrafa —su bisexualidad no era ninguna novedad para aquel entonces—, y la adicción a las pastillas retornó como un fantasma, hasta que en 1970 llegó el primer intento de suicidio. Las alarmas de sus amigos sonaron, cada vez más fuerte. Sabían de su idilio con la muerte; leerla es como mirar al vacío, una prueba de fuego. ¿Era casual acaso ese desafío permanente en las letras que lindaba con una vida border? Desde París, en una carta fechada el 9 de septiembre de 1971, Julio Cortázar le escribe: "Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo". El destino parecía ser inevitable.

Su prematura afición a Alicia en el País de las Maravillas, la sensibilidad, su búsqueda constante por el costado oculto de la chica bien, sus lecturas filosóficas en la adultez, todo ese combo denso la forjaron incansable y subversiva. Una leona en la selva literaria. Ana Muño dice —en el prólogo de Alejandra Pizarnik. Prosa completa— que el gran motor de su obra es "un intenso trabajo de escritura que busca exaltar los poderes del lenguaje". Pero, ¿por qué esos años finales llenos de oscuridad? El último verso de Los trabajos y las noches, un libro publicado en 1965, a mitad del angosto pero intenso trayecto literario que recorrió Pizarnik en vida, es el siguiente: "Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay".  Sin embargo, el primer verso de este poemario es como un espejo optimista: "Tú eliges el lugar de la herida". Cualquier guionista mainstream hubiera invertido la selección —empezar con la angustia, terminar con la posibilidad de controlarla—, pero el recorrido que hace es ella justamente ese, el de comenzar con la llama de la esperanza más revolucionaria y concluir con la sentencia más trágica: la de la irreversibilidad, no hay salvación, la muerte siempre está cerca. Incluso meses antes de morir, el poema "Para Janis Joplin" revela ese romance con el verso "A cantar dulce y a morirse luego".

Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik

Ya internada en un neuropsiquiátrico, su angustia no se iba. Sus ojos tristes, su mirada perdida, la curiosidad innata que se apagaba. ¿Acaso el poderío de su literatura no le servía para erigirse, orgullosa y altanera, por sobre la mediocridad de aquellos años militarizados? Cuando la encontraron estaba tirada sobre la cama, muerta; fue el 25 de septiembre de 1972, hace 45 años. En la pizarra de su habitación, varias anotaciones y en el centro, bien abajo, tres versos: "No quiero ir / nada más / que hasta el fondo". Las cincuenta pastillas de Seconal que tomó esa noche bastaron para irse al fondo, bien hasta el fondo, lugar del que siempre regresa, como hoy, como siempre.

 

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