Vino algunas otras tantas veces. Pero esta es la primera en la que siente que volvió. “Sin camuflajes. Ni operativos de distracción. Ni la angustia por las temidas repercusiones de un recibimiento incierto”, como detalla. Victoria Vannucci (39) sí que volvió. “Volví a disfrutar de las calles porteñas. Volví a ver a los ojos a quienes quiero. Y volví a sentir orgullo al mirarme al espejo”, revela al inicio de esta conversación a la que antepone un “teneme paciencia”, surfeando su emoción. Hace algunas horas acompañó a su madre a una sesión de quimioterapia, motivo prioritario de su “regreso al origen”, como nomina a ese abrazo entre las dos. La noticia del cáncer de mama grado 2 estalló en plena pandemia, a 6118 kilómetros “de una distancia que ya no existe”, anuncia. “Me desesperé. Necesitaba estar con ella y llenarme el corazón”.
No cabe más que optimismo. Porque sabe que María Inés (Godoy) es “una gran luchadora”. Y en ella pone bastante responsabilidad de la unión de una familia a la que hoy –después de más de cinco años– reencuentra agradecida. “Lamentablemente, todo lo que viví en el pasado me dejó sola: sin ellos, sin amigos, sin mi país”, dice. Habla de su “huída” tras la cancelación popular por una serie de “eventos desafortunados” de los cuales “entendía poco, como hoy en día”. Internamente, los coletazos de aquellos tiempos de “brutal inmadurez e inexplicable arrogancia”, debilitaron los vínculos familiares. Hasta cortarlos. “Sí, atravesamos situaciones muy difíciles. Pero los años, que también me ayudaron a crecer, fueron depurando lo peor. Limpiaron. Y fue así que sanamos”.
Acordando que la infancia nos define para siempre y en este reconectar con las raíces que asegura estar experimentando “con extra sensibilidad”, Victoria viaja a los frontones de Vélez, de River Plate (a los que representó con siete campeonatos de tenis ganados) y al de Racing Club (donde obtuvo el puesto número uno del país en Masters). Sabe hacia dónde va con su relato. “No tuve una crianza normal. Y no lo digo por mis padres, quienes no hicieron más que apoyarme, sino por la dirección a la que apuntaba”, cuenta. “Yo arranqué mi vida como tenista. Entrenando desde los seis años, con el sueño de ser como Gabriela Sabatini y anhelando representar a mi país (fue ganadora de los Torneos Bonaerenses y alzó la Copa Argentina en singles y dobles). Crecí como profesional. Porque era una niña profesional. Rodeada por psicólogos del deporte, guiada por figuras como Guillermo Vilas, Tony Pena o Palito Fidalgo, y corriendo con mochilas de arena en las pretemporadas de Pinamar”, cuenta.
“Mientras yo pasaba horas peloteando, las demás chicas de mi edad iban al colegio, salían, bolicheaban, se maquillaban juntas y daban sus primeros besos. Pero yo quería más de la vida. Siempre quise más de la vida. Debía ser la mejor. Porque de eso dependían las becas, los viajes y las raquetas que mi familia no podían pagar”, relata. “El tenis me quitó la posibilidad de una infancia normal, sí. ¿Pero cómo podría arrepentirme de algo si me dio la fortaleza mental y la predisposición permanente para la superación? El tenis, sin saberlo, iba a salvarme la vida”, asegura.
Eso sería muchos años más tarde y conforme avancen los párrafos de esta nota sabremos por qué. “Es así que en algún momento decidí vivir de golpe todo lo que no había experimentado. Ese fue un shock muy grande. Un tsunami que sin dudas me descalibró”, admite. Linkea esa suerte con la familia al cuestionar la relación con su padre, Raúl Vanucci (ex futbolista profesional y luego empleado en una concesionaria automotriz). Quien, tras los últimos dichos registrados mediáticamente, fue acusado por ella de maltratos y de subestimación. “Cuando hablé de él, estaba envuelta en un torbellino. Todavía demasiado inmadura, soberbia y creyendo que sabía todo”, señala. “Cuando la gente no trata los temas que debe tratar a tiempo, los años los van tapando. Los tapa y los tapa, hasta hacer una gran torre. Y ante un mínimo derrumbe, se cuelan los fantasmas y todo empeora. No fue justo de mi parte haber hablado de él en aquel momento y, mucho menos, haberme expresado del modo en el que lo hice. Pero todo en mi vida era tan público, tan escandaloso, tan desequilibrado... ¡Una gran ensalada! Mi familia no merecía nada de eso. Con el tiempo yo aprendí a verlo y ellos a entenderlo”, dice. “No me avergüenza reconocer mis errores. Porque sé que no hay otro modo de progresar, de ser mejor. Como en las canchas”.
—¿Cuáles fueron los grandes errores de tu vida?
—Uff... ¡Hubo tantos! Crecí en los medios. La fama marea. El dinero marea. Y a mí me mareó de tal forma que me alejó de quien quería ser. Me puso en un mundo que no era el mío. Siempre fui una mujer simple, de una familia humilde. Y de repente me topé con un universo distinto. Con gente distinta. Con situaciones y oportunidades que no había vivido nunca. Al principio la alta sociedad y el lujo te obnubila. Trataba de pertenecer, pero no lo lograba. Desde el momento en que tenés choferes para todo, no manejás más. No hacés un trámite más. Te hacen todo. Y perdés el eje. Llegué a tener tantos guardaespaldas que nadie se me podía acercar. Esa no era mi vida. Esa no era yo. Ni era feliz. Y empecé a caer.
—¿Cuál fue ese instante en el que te das cuenta?
—Hacía poco me había ido de la Argentina. Una vez, ya instalada en Estados Unidos (Miami), me miré al espejo y no me reconocí. Tenía dos hijitos, Indiana de cuatro años y Napolito (Napoleón), de dos y medio. Por suerte, si es que se le puede llamar así, eran chiquitos y esa etapa mía no la presenciaron conscientemente. Delante de ellos yo trataba de sacar fuerzas de donde no tenía y a veces evitaba que me viesen. No me reconocía. Pasaron los días. Las semanas. Y, literalmente, no pude levantarme más. No podía respirar ni encontrarle sentido a nada. Así conocí el pánico y empecé a tener ataques cada vez más frecuentes.
—Entonces, mientras creíamos que estabas teniendo la gran vida, que eras sumamente feliz y tenías todo...
—¡No tenía nada! Todo lo que había construido se vino abajo. Mis amistades desaparecieron. No había nadie que me ayudase a nada, ni siquiera emocionalmente. Sabía que debía seguir respirando porque estaban mis hijos. Pero no... No. Perdón (pide unos minutos para reponerse de sus emociones). No podía pasar delante de un espejo. No podía verme. No podía. Cada vez era peor. Hasta que ya me resultaba imposible cruzar la puerta de mi casa. No podía controlar el pánico y me despertaba en el medio de la noche. Ya no era una vida que pudiese disfrutar.
—¿Cuánto tiempo lo padeciste?
—Estuve tres años y medio, cuatro, con depresión. Nunca antes me había deprimido, quizás porque no me había dado la oportunidad. En los momentos en que tal vez debí haber estado deprimida, seguí. Siempre seguí. Y fue una avalancha.
—¿Qué detonaba esa angustia? ¿Situaciones en casa, algunas viejas sin resolver que a la distancia explotaban...?
—Qué se yo... Rupturas. La pérdida de mi familia. La situación con los animales... Y todo eso que había sabido construir, como mujer, como profesional, con orgullo, por haber venido de un lugar humilde, se iba. Mi nombre se convirtió en mala palabra. Perdí mi afinidad con la gente. Me odiaban. Y luego supe que no era la víctima de nada, debí entenderlos. Pero lo que más me pesaba era saber cómo iban a verme mis hijos el día de mañana. Qué imagen tendrían de mí. No encontraba la manera, el wayout. No veía la luz al final del camino.
No me salían las palabras. El pánico no solo te acelera el ritmo cardíaco, sino que además no deja que te pase el aire por aquí (se señala la tráquea). El tubo se te hace más pequeño. Y sentía que solo me pasaba un hilito
—En todo tu entorno, ¿no había alguien que advirtiese esa situación?
—No, para nada.
—O la veían pero elegían no hacerse cargo...
–Puede llegar a ser. En ese momento no tenía a nadie cerca. Durante cuatro años de depresión, no he tenido ningún tipo de ayuda emocional.
—Pero en algún momento debiste pedirla. ¿Cómo saliste de ese estado?
—De alguna manera la ayuda salió de mi ser. Es por eso que sigo agradeciendo al tenis. A su mentalidad, que siempre me acompañó. Una capacidad que me ha mantenido absolutamente lejos de cualquier tipo de excesos, ni drogas, ni pastillas, ni estimulantes de ningún tipo. Fue esa voluntad natural lo que permitió que pudiera recrearme.
—O sea, fue un camino de sanación solitario...
—¡Totalmente solitario! Porque, además, no confiaba en nadie.
—¿En nadie, es “nadie”?
—Cuando digo nadie es nadie. No podía hablar con personas. No me salían las palabras. Porque el pánico no solo te acelera el ritmo cardíaco, sino que además no deja que te pase el aire por aquí (se señala la tráquea). El tubo se te hace más pequeño. Y sentía que solo me pasaba un hilito. No podía comunicarme.
—¿Temiste por tu vida en algún momento?
—¡Oh, sí! Durante esos cuatro años sí. Ya no tenía más ganas... Ganas de nada.
—¿No tenías más ganas de vivir?
—(Niega con su cabeza) Lo único que me mantenía respirando eran mis hijos. Ellos me rescataron.
Vannucci debió frenar su cabeza “tan acostumbrada a sobreanalizar”, aunque ya estaba “hecha cenizas”, y se entregó de lleno a un ejercicio. “Como siempre creí que uno es dueño y creador de su propia vida, me dije: ‘A ver, si tuvieses que matar a Victoria y volver a darla a luz... ¿Cómo la diseñaría? ¿Cómo debiera ser para que esa mujer del espejo vuelva a gustarme? ¿Qué debo hacer para volver a admirarla?’”. Entonces inició un arduo trabajo espiritual y autodidacta. Es aquí cuando señala a la naturaleza como su “gran maestra”. Una especie de “gurú silencioso” al que le debe gratitud eterna. “De a poco abrí la puerta. Me acuerdo que vi una bicicleta y pensé: ´¡Bueno, vamos!´. E hice una cuadra. Al día siguiente hice dos. Y después siete. Hasta que un día pude tirarme en el grass (césped). Me quedaba horas mirando una flor sin moverme. La naturaleza me ayudó a volver”, asegura. “Empecé a preguntarme cada vez más cosas: ‘¿Cómo es que todo esto crece?’. Y fui entendiendo el ciclo. Aprendí a recibir la energía de la Pachamama. A tener más respeto por la vida. Así, despacito, con baby-steps (pasos de bebé), noté que respiraba un poco mejor y pude abrir las puertas para salir con mis hijos. Estudié acerca de las semillas y sembré como loca. Leí. Y me convertí en una ferviente lectora. Antes no te agarraba un libro ni por casualidad. Ahora me los devoro”, cuenta.
Aquel repudiado “episodio de los animales”, como lo llama hasta por su propia aversión, se instaló en su relato como “el punto de inflexión”. Y asegura: “No solo me arrepiento con el alma, sino que lo agradezco, porque sin ese dolor no sería la mujer que soy hoy”. Ya no le avergüenza recordarlo ni citarlo, porque es un bastión de orgullo frente a lo que consiguió con el team-up de Pachamama, un proyecto que se expande en pos de la concientización pro-planeta desde mediados de 2020. Un espacio de gastronomía saludable con economía sustentable. El primero en tener, in situ, un bee hive research: se trata de una estructura de compartimentos en los que diez mil abejas rescatadas generan miel que es utilizada en sus cocinas y resultan ejemplo para las clases que se dicta, entre otras, sobre la importancia de esos insectos en nuestras vidas. Recordemos que desde 2018 Vanucci colabora con Humane Society, la ONG más prestigiosa de los Estados Unidos, encargada desde hace más de 44 años del animal walfare (bienestar animal). “Es un gran emprendimiento que me permite no solo alimentar a mis hijos sino también donar jardines a las comunidades cercanas”, cuenta. Jardines en los que ella misma siembra mientras no lidera los workshop que dicta frente a quienes quieran aprender a cuidar el mundo. Y es más, aprovecha cada disertación para hablar de su gran cambio y rotular a Pachamama como “finalmente mi luz al final del camino”.
Victoria adoptó el veganismo. Estudió cocina en el August Escoffier School of Culinary Arts, en Colorado (Texas). Una escuela fundada en 2011 que ofrece conocimientos en artes culinarias, de pastelería y programas basados en plantas. “Fue ahí que me recluí en un rancho y conviví con un matrimonio de granjeros que me ayudó a comprender el circuito de la naturaleza. Con quienes aprendí a trabajar la tierra y asistir a los animales. Acaricié a una vaca por primera vez. Cuidé gallinas. Alimenté caballos. Limpié sus excrementos y hasta los bañé. Con esta pareja abracé la cultura de lo orgánico”, cuenta. “Y estoy tan agradecida con ellos que, de tanto en tanto, viajo a visitarlos y contarles las novedades de mis menúes”.
Tal fue la necesidad de salto, que hasta decidió mudarse de estado. “Adoro Florida y a su gente, pero todos ahí me conocían. Y eso me retrotraía a viejos tiempos. Entonces me propuse arrancar de cero, en un sitio en el que nadie me registrase. Y me instalé en California”. Su destino inicial fue San Diego, donde levantó su primer restaurante. Hoy reside en Los Ángeles, ciudad que la recibió como una emergente chef privada –”que infusiona cocina peruana y japonesa del modo más saludable”– renombrada en casas de las principales celebridades con su “heladerita a cuestas” y las ganas de trabajar desde que suena el despertador a las cinco de la mañana. No dirá quiénes son sus clientes, aunque sabemos que las hermanas Kardashian están en su agenda. “Aprendí a ser absolutamente reservada. En urbes como esas, un error puede ser fatal. Y este es mi trabajo. De lo que vivo. Y soy demasiado feliz como para ponerlo en riesgo”.
—¿Por qué dijiste “no” a la propuesta de Netflix de lanzar una docu-serie sobre el origen de “Pachamama mission”, aún después de haberse grabado un piloto?
—No ha sido un “no”, sino un tiempo de maduración de la idea y, principalmente, de reflexión. Las historias de los come-backs (renacimientos personales tras situaciones dolorosas) son muy apreciadas en los Estados Unidos. Los americanos veneran la evolución del ser. Ese tipo de relatos les resulta sumamente inspiradores. Y en ese piloto se contó eso: un proceso de sanación a través de la creación del branding Pachamama, que cada vez tiene más seguidores. Sí, claro que en otro momento de mi vida hubiese dado todo por una oportunidad así. Lo que en “mi ayer” pudo haber sido un “sueño alcanzado”, hoy me representa un conflicto interno. Ser famosa, y más aún al nivel que implica la popularidad americana, no es lo que quiero. Ya no. Soy una empresaria enfocada totalmente a la industria gastronómica. Y honestamente, todavía no sé cómo podría compatibilizar todo ese perfil con mis panics attacks.
No quiero ser mega famosa. Los medios ya no son mi mundo. Hoy amo ser una mujer de negocios
—En Coocking with Vick (su canal de YouTube) se te ve muy bien...
—La propuesta de ese ciclo fue parte de la estrategia para probarme a mí misma la resistencia frente a las cámaras. No sé cómo se resolverá ni cuál será mi decisión. El tiempo se encargará de eso. Pero ya el hecho de que una compañía como Netflix se haya interesado en mí, en mi historia, en mi mirada y reconversión, es un mimo al alma que agradeceré de por vida.
Es mujer de fe. “Sigo siendo judía”, subraya. Recordemos que decidió convertirse a la religión de su ex marido, Matías Garfunkel, en 2012, a cinco días de su boda (31 de marzo de ese año). Por entonces señalaba que había sido de gran impacto aprender que, “cuando hay arrepentimiento verdadero, se tiene la facultad de volver a nacer y de escribir, por ende, su propio destino”. Hoy confirma: “Mis hijos son judíos y el ejemplo que debo dar es la fidelidad a mis creencias”. Cumple con los Sabbats y con las grandes festividades, pero no usa su nombre religioso: Miriam. Aunque aclara: “No tengo problemas con que así me llamen. La prensa lo ha usado mucho más de lo que lo hice yo”, suelta con gracia. Cultiva las tradiciones, “porque es lo que da forma a la familia. A mi familia de a tres, la que estoy construyendo con mis hijos”. Y no solo se refiere a las costumbres de la fe, sino a las del ser nacional, “a las costumbres argentinas”. “Quiero que el día de mañana, cuando se vayan a la universidad, mis hijos elijan volver conmigo por ese sentido de pertenencia que les inculco desde chiquitos”. Y eso no es todo en el foco de su educación. “Los protejo de lo fake (falso). De lo shine (del brillo). Por ejemplo, cuando van a Pachamama, los pongo a atender la registradora o a vender limonada. O sea, me ocupo de que aprendan a trabajar. Porque eso los ayuda a valorar las cosas. A cuidar eso que logren conseguir con el esfuerzo. Y los protejo, tal vez, de mis propios errores”, cuenta. “El día más feliz de mi vida fue cuando mi hija me dijo que estaba orgullosa de mí”.
—¿Tus hijos saben cuánto te costó esta nueva Victoria?
—Sí. Cuando estuvieron más conscientes para poder entender un poco, les conté las cosas que habían ido pasando. Les expliqué por qué mamá no había estado nada bien. Aunque tuve reparos para dar detalles sobre los ataques de pánico. Es algo duro de escuchar para los niños. Soy su madre y no quiero preocuparlos. No quiero que sufran. No quiero que crean que voy a seguir de esta manera. Porque tengo grandes chances de mejorar paso a paso. Pero sí les cuento sobre mi pasado: que he sido famosa, que he hecho teatro, que he participado de muchísimos programas de televisión... De hecho, muchas veces vemos juntos videos de YouTube. No imaginás sus caritas cuando me ven en las ElectroStars (risas). “¿This is you? (¿Sos vos?)”, me dicen. “Sí”, les respondo, “esta es mamá cuando creía que se llevaba el mundo por delante”. Hoy, Indiana tiene 9 y Napoleón está por cumplir 8.
Mantiene con Garfunkel “una relación correcta, la de dos padres que priorizan la felicidad de sus hijos”, cuenta. “Él tiene un vínculo hermoso con los ellos”. Y revela que el marco de respeto también tiene que ver con que “Matías logró entender mi cambio”. En casa de The Valley se habla español. “Muy a pesar del inglés perfecto que manejan”, dice Victoria respecto de sus pequeños. “Yo hago lo que puedo”, bromea. “Pero trato de que no dejen de familiarizarse con el idioma de mamá, su idioma. Porque ellos son argentinos”. No le cae muy en gracia que se diga que los chicos no conocen a su familia. “Claro que no tienen recuerdos frescos, porque dejamos el país cuando eran muy bebés. Pero hablan y ven a sus abuelos a diario a través de FaceTime”, cuenta. “Desde que todo está bárbaro, es ´Baba´ de acá, y ´Tata´ de allá”, revela. “Muero de ganas de que conozcan su país. Y lo harán muy pronto, porque volveremos cada vez más seguido”, anticipa. En un par de meses acompañará a su madre durante el tiempo de internación que lleve la recuperación de la cirugía a la que se someterá como parte del tratamiento. A eso se refiere. “Estoy muerta de amor por mi país y nada más quisiera que a mis hijos les pase lo mismo”.
—Hablaste de tu carrera, de esa que le contás a Indiana y a Napoleón: ¿Volverías a insertarte en los medios de forma similar a la que te conocimos?
—¡No chances! Es difícil decir “yo nunca...”, porque en definitiva jamás imaginé que sería chef, por ejemplo. Pero en este caso tengo muy en claro que es un gran NO. Y es “no” por dos motivos: uno es mi proceso de superación de los ataques de pánico, y el otro es que no puedo ni siquiera imaginarme en ese rol. Ya estoy muy feliz con quien soy. No quiero ser mega famosa. Los medios ya no son mi mundo. Hoy amo ser una mujer de negocios. Amo estar haciendo crecer mi restaurante y el trabajo en las comunidades. Si hay algo que me mostró este camino es el “It´s a mission” (”es una misión”). Pachamama es mi propósito. Ahora miro hacia atrás y veo todas esas tapas de revistas, todas esas entrevistas que hice alguna vez sin haber dado un mensaje siquiera. Sin el aporte de un mínimo granito de arena para hacer que las cosas sean mejores. Si no tenés un propósito, una contribución al bien común en todo eso que hagas, ¿para qué estás en esta tierra?
Fiel a su nueva filosofía “de la privacidad bajo llave”, que puso en práctica tras “tantas lamentables experiencias”, Victoria evade con gracia hablar de Michael. Se trata de un empresario del ámbito musical. Californiano. 43 años. Con quien, aseguran, mantiene una relación desde hace poco más de un año. Vínculo que se permitió solo después de saber que sus hijos lo aceptaban. “Soy muy difícil”, admite. “Después de todo lo vivido me hice dura de enganchar. Es probable que ante la mínima propuesta diga: ´No, gracias´”, bromea. “No quiero volver a encerrarme con nadie. Pero mi corazón está contento (risas). Una tiene sus cositas”.
—¿Qué aprendiste del amor en todos estos años?
—¡Que es mejor estar sola! Todavía me cuesta mucho la confianza. Como también entender la mentalidad americana. Porque el mundo cambió. Las mujeres somos más fuertes, muchísimo más emprendedoras. Estamos haciéndonos valer. Yo disfruto de mi libertad y quiero seguir haciéndolo por siempre. Lo que más me gusta de esta Victoria es que finalmente no dependo de nadie. ¡Amo ser mi propia mujer!
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