
La llamada llegó a la línea 145, empleada para recibir información, solicitar asistencia y denunciar casos de trata y explotación de personas. Fue una denuncia anónima. Quien se comunicó aseguraba que en un departamento de la esquina de Conesa y Serrano, zona de San Miguel, funcionaba un prostíbulo. Así, comenzó una investigación a cargo de la jueza federal Alicia Vence, designada a la división Trata de Personas de la Policía Federal, que depende de la Superintendencia de Investigaciones Federales. Había un dato en esa llamada. Describían a una fiola, una supuesta madama, una mujer de tintura rubia platinada que se hacía llamar “Brenda”.
“Brenda” tenía un socio, un hombre.
Así, los policías plantaron un agente revelador, un hombre encubierto que realizó consultas por teléfono para intentar concertar una falsa cita. Efectivamente, en Conesa y Serrano había un prostíbulo. Tres mujeres ofrecían servicios sexuales, controladas por otra de cabello platinado furioso, con turnos que costaban entre 3.000 y 5.000 mil pesos.
“Brenda” no se llamaba así. “A.” es su verdadero nombre, preservado por orden de la Justicia. El socio descripto en la llamada anónima también hacía las veces de chofer y llevaba a las trabajadoras sexuales a la tarde a bordo de una camioneta Jeep roja, una Renegade.
Con el tiempo, descubrieron su identidad, reservada también por la Justicia. Sus iniciales son J.J.G.

“J.” también tenía una doble vida. Decir que la policía regentea la prostitución es uno de los supuestos más antiguos del hampa. Ejemplos abundan. El hombre en la Jeep Renegade roja, precisamente, es policía, sargento de la Bonaerense destinado al cuerpo de la Policía Montada en La Matanza, según confirmaron fuentes del expediente a Infobae.
El sargento, de 35 años, figura en la nómina de la fuerza desde 2015. El año anterior había cobrado sueldos de la Contaduría General del Ejército. Así, fueron por él.
“Brenda”, su novia, fue detenida en el prostíbulo. El sargento fue arrestado en su casa, también en San Miguel, donde dormía bajo un póster de un billete de 100 dólares, 33 mil pesos a cambio del día o lo equivalente a once turnos de las chicas que regenteaba. Para ser policía, J.J.G. se había olvidado de un par de cosas básicas: por ejemplo, cubrir sus rastros. Lo siguieron hasta allí por la Jeep Renegade, que dejó estacionada en la puerta.
Cuando se lo llevaron, el sargento soltó una frase curiosa. Dijo que “amaba a su mujer” y que ella era libre de prostituirse, pero explotar mujeres es otra cosa.

El allanamiento en San Miguel no fue el único de la división Trata de Personas en tiempos recientes. A fines de junio, ingresaron en un galpón de la calle Suipacha al 1.200, en la localidad de Sarandí, en la zona Sur del Conurbano. Allí funcionaba un karaoke para supermercadistas de la comunidad china, con un grupo de prostitutas alrededor de mesas de póker y en una pieza miserable.
La cama para tener sexo, de una plaza, estaba debajo de una caja de fusibles completamente incendiada.
Cuando la Federal irrumpió en el lugar, cuatro hombres jugaban al póker en una mesa y lanzaron sus cartas al aire al escuchar el estruendo. Había un pequeño escenario con luces, un poco deprimente, y gran cantidad de botellas de alcohol.
También había en el lugar ocho mujeres, dos de nacionalidad china, una peruana y otras cinco argentinas; y 14 ciudadanos chinos. Uno, “el capo”, como dijeron los vecinos, terminó detenido. Se trata de un hombre de 35 años que vivía en Argentina desde hace cinco, sin actividad registrada en la AFIP y con domicilio en Avellaneda. Casi todos los demás eran supermercadistas. Reconocieron domicilios en Capital Federal.
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