
La noche del 30 de diciembre de 2004, Andrea Pelc se fue a dormir temprano. Estaba cansada y se había quedado sola en su casa: su pareja iba a volver tarde del trabajo y sus dos hijas se habían ido. “Me acosté a eso de las 21. No miré tele, no prendí la radio, nada...”, repasa. La tranquilidad duró apenas unas horas. Pasadas las 23, la despertó el teléfono. Del otro lado estaba el padre de un amigo de María Celeste, su hija mayor, de 18 años. “Hubo un problema y no podemos encontrarla”, le dijo.
Hasta ese instante, ella creía que su hija estaba en un recital en Quilmes. Luego se enteró de que había ido a Capital, a ver la banda Callejeros al boliche República Cromañón. Durante horas, Andrea buscó viva a Celeste. Recién al día siguiente supo que era una de 194 víctimas fatales. “Tuve que ir a reconocer su cuerpo a la morgue. Fue terrible. Sentí que una parte de mí se había muerto”, asegura.
Casi veinte años más tarde, cuando creyó que le había pasado lo peor que puede pasarle a una persona, Andrea se enteró de que había sido apropiada al nacer. Poco después, sus padres de crianza murieron y se llevaron la verdad a la tumba. “Nunca quisieron decirme la verdad”, lamenta.
Hoy, a sus 58, busca la pieza que le falta para completar el rompecabezas de su historia. También para poder darle respuestas a sus otras dos hijas, Carla (34) y Valentina (18). “El dolor de no saber mi origen, de que me hayan separado de mi mamá, que me llevó nueve meses en el vientre, es tan grande y visceral, como el dolor de perder un hijo. No hay un dolor más grande que otro, son dolores de raíz”, le dice a Infobae.


La niña que preguntaba demasiado
Andrea nació, según su acta de nacimiento, el 22 de septiembre de 1967. Pero esa fecha es solo una de las tantas ficciones que rodearon su crianza. Desde muy pequeña la acompañó la sensación de que no pertenecía a la familia Pelc. “Yo le decía a mi mamá: ‘Contame cómo fue el día en que nací’. Se lo habré preguntado hasta de grande. Ella siempre me contestaba lo mismo: tenía armado un speech”, cuenta.
La historia oficial decía que había nacido en la casa familiar de Bernal, al Sur del conurbano bonaerense. Pero a Andrea esa versión no le cerraba. “No me veía parecida a nadie”, dice. Esa inquietud constante era interpretada por sus padres como rebeldía. “Desde muy chica Bruno y Elsa me mandaron al psicólogo. Y yo iba y le decía: ‘No la quiero a mi mamá’. Para mí era todo un tema”, relata.
En 1971 llegó su hermano Pablo. Andrea tenía cuatro o cinco años. No hubo embarazo visible ni explicaciones previas: un día, simplemente, apareció un bebé en la casa. En ese momento no lo cuestionó. “Un niño es inocente y maleable. Si los adultos que están a su alrededor le construyen una historia, se la va a creer”, reflexiona hoy. Sin embargo, algo en su interior no terminaba de encajar. “Vivía inquieta, como con la sensación de que algo iba a pasar. En mi interior, en mi raíz, yo sabía”, dice.

La relación con sus padres de crianza nunca fue del todo cercana. “No nos llevábamos ni bien ni mal”, resume Andrea. “Ellos me dieron un hogar y un buen pasar económico, que me permitió estudiar una carrera universitaria y trabajar de mi profesión. Pero el vínculo que uno tiene con su familia de sangre yo no lo sentí y mi hermano tampoco”.
Es que, puertas adentro, los Pelc eran violentos. Andrea todavía recuerda golpes y castigos que nunca entendió. “Nos pegaban. A mi hermano porque le costaba aprender y a mí porque preguntaba”, cuenta. Puertas afuera, en cambio, se mostraban como una familia tradicional. “Los domingos almorzábamos en la casa de mis abuelos. Tenía un tío, Oscar, que siempre me preguntaba: ‘¿Cómo están las cosas en tu casa? ¿Cómo te llevás con tu mamá?’. Yo me ponía re nerviosa. ‘Todo bien’, le respondía. Hoy lo pienso y digo: ‘Algo sabía’. Lamentablemente, falleció”, agrega.
Durante años, Andrea no habló con nadie sobre lo que pasaba en su casa. Recién mucho después, en terapia, pudo ponerle un nombre a ese silencio. “Una psicóloga me dijo: ‘Fijate qué lealtad tenías hacia Elsa, que no contabas nada de lo que te pasaba’”.


Una verdad seguida del silencio
Con el paso de los años, y mientras Andrea atravesaba las secuelas de la muerte de María Celeste en la masacre de Cromañón —incluidas largas internaciones psiquiátricas—, el vínculo con Elsa y Bruno empezó a tensarse cada vez más. Tras la pandemia, su padre se volvió irritable y desconfiado, al punto de acusarla de querer robarles la casa. “Con el diario del lunes entiendo que él tenía miedo de que yo descubriera que no era su hija biológica. Mi mamá lo apoyaba: ‘Hay que buscar un abogado porque Andrea nos va a denunciar’, le decía a mi hermano”.
La verdad llegó en enero de 2023, luego de que Andrea fue a ver a una vecina de Bernal, donde vivió de chica. “¿Vos la viste a mi mamá embarazada de mí?”, le preguntó. La mujer respondió temerosa: “Ay, Andrea, por favor. Yo no quiero tener problemas con tu papá”, le dijo. Y después de una pausa agregó una frase que terminó de confirmar su gran sospecha: “Yo a vos te conocí de grandecita”.
En ese instante, Andrea sintió que algo se desmoronaba. “Acababa de confirmar lo que, en mi interior, había sentido toda la vida”, dice. Lo primero que hizo fue llamar a su madre por teléfono. “Mamá, ¿nosotros somos adoptados?”, le preguntó. Del otro lado no hubo respuesta. “Mamá, por favor, contestame”, insistió, llorando. “Con el silencio te estoy dando la respuesta”, dijo Elsa. Andrea cortó y llamó a su hermano. “Pablo, nosotros no somos hijos de Bruno y Elsa. Somos adoptados”. Él se bloqueó.
Después habló con su padre. Bruno no negó nada, pero tampoco dio explicaciones. “Yo toda la vida viví con un puñal clavado en la espalda”, fue lo único que le dijo. “Cuanto más preguntaba, más se cerraban y más se sentían atacados. Pero yo no los estaba atacando: solo quería saber la verdad”, dice Andrea. Tras ese episodio, dejó de verlos. Poco tiempo después, Bruno murió. Antes, en un último gesto de silencio, quemó documentos y papeles en la parrilla de su casa.

Armar el rompecabezas
Aunque a Bruno y a Elsa les preguntó si había sido adoptada, Andrea sabe que fue apropiada. “Apropiación es todo lo que vos tomás que no te pertenece”, define. Esa convicción tomó forma concreta cuando comprobó que su partida de nacimiento era falsa. La había firmado un médico allegado a la familia, Luis Rodríguez, quien consignó como fecha de nacimiento el día de su propio cumpleaños: el 22 de septiembre. “Mi mamá siempre me decía: ‘Naciste el mismo día que el tío Luis, sos un regalo’”, recuerda. A eso se sumó otro dato clave: Bruno era estéril.
A partir de allí, Andrea empezó a reunir versiones fragmentarias sobre su origen. Algunas ubican a sus padres viajando a la provincia de Santa Fe para buscarla, incluso con el pedido explícito de “un bebé de ojos claros”. Otras hablan de contactos en Neuquén, la provincia de donde era oriunda la familia de su madre. También aparece la hipótesis de una clínica clandestina en Bernal, cerca de la casa donde se crió. Nada es comprobable.
El entorno en el que se movía su padre podría ser la punta del ovillo. “Bruno provenía de una familia de origen polaco, estudió Administración de Empresas en la UADE y llegó a ocupar cargos jerárquicos en grandes compañías, primero en DuPont y luego en Sniafa, una textil de peso en la época. Tenía vínculos con intendentes, empresarios y sectores militares”, dice Andrea.


En estos últimos dos años, en su afán de conocer su identidad, Andrea rastreó y llamó a antiguos colegas y contactos de su padre. Ninguno quiso darle información. “Nosotros éramos una logia”, se justificó uno de ellos. Hace poco localizó a una psicóloga que la atendió en la adolescencia. Quería saber si había sospechado algo. La mujer le dijo que no, que en ese momento la había tratado como a cualquier joven con conflictos familiares. “Fui con la fantasía de que iba a darme algún dato y volví totalmente frustrada. No saber genera eso: creer que, cuando te encontrás con alguien, esa persona te va a contar tu historia. Y no es así”, dice.
Según Andrea, hay personas que pertenecieron al círculo íntimo de sus padres que podrían tener información y eligen callar. “Mi papá hizo muchos favores. Ayudó a mucha gente. Entonces hay varios que se sienten en deuda”, explica.
Luego de la muerte de Elsa, en diciembre de 2024, volvió a entrar en la casa de sus padres y encontró elementos que terminaron de confirmar que nada había sido como se lo habían contado. Cartas, fotos y documentos revelaron que el matrimonio de los Pelc había sido conflictivo. Descubrió, por ejemplo, la existencia de Martha Vigano, una mujer con la que su padre mantuvo una relación íntima y sostenida en el tiempo, incluso en los años en que Andrea llegó a la familia. “Me gustaría saber algo de ella. Encontré muchas fotos de ellos juntos hasta el año 1967”, dice.

—¿Tenés rencor contra tus padres de crianza?
—No. Lo que sí me pregunté muchas veces fue por qué se enojaron tanto conmigo, por qué llegaron incluso a hacerme denuncias. Yo solo quería saber la verdad. Preguntaba qué había pasado y no me decían nada, no hubo forma.
—Entre tantas versiones y gente que calla, ¿qué es lo que sabés con certeza?
—Que no nací en septiembre de 1967: debí haber nacido antes, en julio o agosto. Pero no sé dónde estuve ni qué pasó conmigo en esos primeros meses de vida. Ni siquiera sé si mi mamá me quiso dar o si me robaron. Conozco muchas mujeres a las que les sacaron a sus bebés, madres que nunca quisieron entregarlos, aunque después lo reduzcan a frases despectivas como “era una sirvientita joven”. Lo único que busco era poder decirles algo a mis hijas: “Mamá viene de ahí”. Porque, ¿qué les damos a nuestros hijos? Alas y raíces. Bueno, las alas me las creé yo sola. Y la raíz necesito encontrarla para mis hijas también, porque ellas preguntan.


—¿Cómo impactó descubrir tus orígenes en un duelo que ya venía marcado por la muerte de tu hija? ¿Tuviste una recaída?
—No. Después de que murió Celeste no estuve bien. Tuve internaciones psiquiátricas e intentos de suicidio. Durante muchos años me trataron por duelo patológico y no era eso. Yo tenía estrés postraumático. Un niño que es abandonado, que es violentado y de adulto es tratado solo con medicación para la depresión no se recupera. A mí me pasó eso. Recién cuando trabajé con un terapeuta especializado en estrés postraumático —que había tratado soldados que volvían de la guerra— pude empezar a salir a flote. Eso me dio herramientas concretas: saber qué me pasa, reconocer cuándo se activa el dolor y qué hacer con eso. Antes, cada diciembre me deprimía y terminaba internada. Ahora no. Hace años que sé que ese dolor va a volver y me pregunto otra cosa: “¿Qué voy a hacer con esto que me pasa? ¿Cómo quiero atravesarlo?”.
—El 30 de diciembre próximo se cumplen 21 años de la masacre de Cromañón. ¿Qué hacés en esa fecha?
—Me junto con mis hijas, Carla y Valentina, y me permito el dolor. Ahora ya sé de dónde viene: me duele no saber mi origen, me duele lo que me ocultaron, y me duele la muerte de mi hija. Son dolores distintos, pero conviven. Antes no lo entendía y era una desesperación constante. Ahora sé que puedo hablarlo, que puedo pedir ayuda, tomar la medicación que necesito. Hubo un tiempo en el que me sirvió irme a la playa: cuando me siento mal me voy a caminar al mar. Y ahí reciclo un poco. A los 58 años aprendí eso: a no tapar el dolor y a atravesarlo acompañada.

—Antes de cerrar, ¿hay algo que aclarar o enfatizar?
—A mí lo que me gustaría es que todo esto le sirva a alguien que esté atravesando una situación fuerte y piense que no puede. Las cosas duelen mucho cuando no te pasa lo común, cuando te ves como la excepción. Yo les digo a mis hijas: “La vida no es fácil, y menos la que nos tocó a nosotras”. Hoy puedo llorar, me puedo quebrar, porque me doy ese permiso. No sirve de nada taparlo diciendo “Soy una guerrera”. Y cuando puedo, busco algo que me ayude: me voy a caminar a la playa, meto los pies en el mar y pienso: “¿Qué puedo sacar de todo esto?“. De lo único que no se sale es de la muerte. Eso también lo hablo con mis hijas. La muerte es parte de nuestra vida y hay que aceptarla. No es un tabú. Está al lado nuestro y te puede pasar en cualquier momento. Yo aprendí eso: que desde el amor podemos recuperarnos. Mientras tanto sigo buscando mi raíz, mi origen, mi verdad.
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