“A nadie se le ocurre decirle a una persona que está en silla de ruedas que no camina porque no le pone ganas. Todos entendemos que si usa silla de ruedas no puede caminar, por más que le ponga onda. Entonces, por qué las personas con depresión tenemos que tolerar que los demás de una manera violenta nos digan ‘dale, ponele onda, ponele ganas, vos no salís de la depresión porque no querés’. El cerebro se enferma. Y hay que curarlo, hay que medicarlo, hay que tratarlo. A mí no me encanta estar tirada en la cama sin bañarme, sin comer o comiendo un montón y vomitando cuando entro en un pozo depresivo. Te puedo asegurar que no me encanta y no es falta de ganas”.
Jesi Jess se presenta como escritora villera. Tiene 36 años, es mamá, nació y vive en la Villa 21-24 ꟷal sur de la ciudad de Buenos Airesꟷ, y hace ocho años que está psiquiatrizada.
“Seguir un tratamiento psicológico en la villa es imposible. Imaginate que, según las últimas estadísticas, hay nueve psicólogos y un solo psiquiatra para más de 70.000 habitantes que somos en la 21-24. Así es que me fui atendiendo en distintos lugares: el Hospital de Clínicas, el Rivadavia… En la adolescencia comencé con trastornos alimenticios. Estaba obsesionada con ser flaca. Y cada vez que algo me generaba mucha ansiedad comía, comía, comía, me metía los dedos y vomitaba. Llegué a pesar menos de 40 kilos, a vomitar sangre. Pero con el tiempo me dijeron que mi diagnóstico es trastorno límite de la personalidad, y dentro de ese diagnóstico sufro de ansiedad y de depresión. Lo que pasa que no lo digo mucho porque hay mucha ignorancia sobre el tema y la gente piensa que puedo ser violenta. También hay mucha discriminación. Te cuelgan el cartelito de ‘depresiva’ y lo primero que hacen es dejarte de lado. La gente se aleja si tenés problemas de salud mental. En el mejor de los casos te queda una red de contención súper pequeña, de familiares y algunos pocos amigos”.
De chica Jesi iba a un taller de radio y periodismo en su barrio. Siempre le gustó escribir y se acuerda de que en su primera nota pidió que volvieran los feriados de carnaval. Después del secundario cursó tres años de la licenciatura en Periodismo en la Universidad Nacional de Avellaneda; se diplomó en comunicación política y de gobierno; terminó un seminario sobre comunicación, género y sociedad y otro sobre movimientos de derechos humanos en América Latina. En 2022 la editorial Chirimbote publicó su primer libro de poesías: “La villa en mis venas”.
“Cuido mi salud mental y cuido la salud mental de dos hijos. Pero no es fácil. Yo siento mucho las cosas. A mí me dicen algo que me lastima y me puede agarrar una crisis de ansiedad terrible, la paso re mal. Siento mucho y me cuesta regular las emociones. Además, sobreanalizo todo. Si no puedo dormir la ansiedad sigue subiendo y pueden agarrarme pensamientos intrusivos, que generalmente son catastróficos y pienso que seguro algo malo va a pasar. No soy violenta con los demás pero sí conmigo, por eso me autolesionaba, por eso vomitaba… tuve actitudes autodestructivas para conmigo. Y claro, los demás ven las caras pero no ven lo que me está pasando adentro”.
Jesi estuvo internada. Hasta tres internaciones en un mismo año. La última, durante un mes, antes de que naciera su segundo hijo. Jesi intentó suicidarse.
“Cuesta acertarle con la medicación. Es un proceso. Ahora estoy tomando ansiolíticos, antidepresivos y un estabilizador emocional. Pero con el embarazo fue todavía más difícil, porque me sacaron varias medicaciones pero por ejemplo no me podían sacar los ansiolíticos. Por suerte ya era paciente del Hospital Laura Bonaparte y ahí hicieron un trabajo artesanal. Tomé medicación hasta el día que fui a parir. Mi hijo no tomó la teta por eso, pero nació sanísimo sanísimo. Desde el Bonaparte mandaban informes y controles a la maternidad del Hospital Penna. Fue un enorme acompañamiento. Es más, en el Bonaparte me atendieron la parte física también porque a veces llegaba a un turno con la panzota y la presión baja por el calor y enseguida las enfermeras me revisaban la presión, se fijaban qué me pasaba”.
Su rutina de cuidados incluye consultas semanales con un psiquiatra y con una psicóloga. En el hospital retira su medicación y la de su hijo mayor ꟷdiagnosticado con un trastorno del espectro autistaꟷ, que se atiende en el servicio de niñas, niños y adolescentes del Hospital Nacional en Red Lic. Laura Bonaparte.
“Me dan la medicación porque si la tengo que pagar… no sé… solo uno de los remedios que toma mi hijo vale como 50 mil pesos. Y a mí nadie me da trabajo. Primero por los horarios de las terapias, porque si trabajas ocho horas de corrido tenés que dejar el tratamiento. Segundo, si vos contás que tenés padecimientos mentales no te contratan. Nadie quiere una loquita en la empresa”.
Derecho humano universal
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud mental es un derecho humano fundamental y parte de la salud y el bienestar que sustenta nuestras capacidades individuales y colectivas para tomar decisiones, establecer relaciones y dar forma al territorio en el que vivimos.
Sin embargo, no es un tema de las agendas políticas ꟷni en Argentina ni en el mundoꟷ. Tampoco forma parte de la conversación social. Aunque los padecimientos existen, están ahí. Las personas sufren, se descuidan, se desbordan, se lastiman ꟷen Argentina y en el mundoꟷ.
La OMS registró que en 2019 casi mil millones de personas ꟷentre ellas un 14% de los y las adolescentes del planetaꟷ estaban afectadas por un trastorno mental. Los suicidios representaban más de una de cada 100 muertes y en 2021 fueron la tercera causa más frecuente de muerte en la franja de 15 a 29 años a nivel mundial. Solo durante el primer año de la pandemia de covid, la depresión y la ansiedad aumentaron más de un 25%.
Alicia Stolkiner, psicóloga, profesora e investigadora, considera absurda la división entre mente y cuerpo: “No existe una salud mental diferenciada de una salud biológica, por eso la atención de estos problemas de salud, como cualquier otro, tiene que ser de tipo interdisciplinaria. Pero hay una serie de problemáticas que se agruparon dentro del terreno de las mentales porque eran objeto de una rama de la medicina, la psiquiatría, que en su forma original propuso el modelo manicomial de atención. La característica del modelo manicomial era la reclusión. Es decir, se consideraba que la forma de ‘curar’ estas enfermedades era manteniendo a quienes las padecían separadas de la sociedad”.
—¿Con qué relaciona esta especie de auge de problemas mentales?
— Alicia Stolkiner: Tiene que ver con situaciones combinadas: económicas, sociales, transformaciones culturales. En Argentina me parece que influye el enojo y la desesperación producida por la pandemia y por la crisis. Las dificultades de mantener o prever una lógica de futuro planeable e inclusive deseable para gran parte de la población, incluyendo los jóvenes. Tenemos una baja de natalidad rapidísima que da cuenta de muchísimos cambios culturales y de una crisis de previsibilidad de futuro. No poder pensar armar una familia, tener una vivienda, configurarse como adultos, etcétera. El sociólogo francés Émile Durkheim distinguió tres tipos de suicidios: el suicidio egoísta, el suicidio altruista y el suicidio anómico. Y explicó que los suicidios egoístas ꟷtérmino que deriva de la palabra ego que significa yoꟷ se incrementan en sociedades con exceso de individualismo, sociedades en las que se rompió la lógica del funcionamiento comunitario. Con esto no quiero decir que la causa sea social. Existe lo que tiene que ver con la biología, con la genética, con la historia subjetiva y personal de cada individuo, y con la condición de producción y de sentido social de esa persona. Todo se combina.
Hablar de salud mental
Azul estudia Medicina en la Universidad de Buenos Aires y trabaja como administrativa en el área de salud en el sector privado. Hace cuatro años comenzó un tratamiento por depresión.
“Atravesar la pandemia trabajando en salud fue muy traumático. El primer año lo logré llevar con meditación, yoga y demás terapias alternativas. Pero a principios de 2021 me di cuenta de que mis niveles de angustia no eran normales. Ya no me alcanzaba con yoga. Es difícil hacer gráfico el padecimiento mental. Si te operan, ves una cicatriz que duele. En cambio el padecimiento mental es muy difícil de transmitir porque es una sensación de vacío, de tristeza que no se puede manejar. Perdí las ganas de comer, dejé de menstruar, dejé de reírme, se me empezó a caer el pelo… y el momento clave fue cuando dejé de dormir. Al no poder dormir la cosa se torna de otro color porque realmente sentís que te vas a volver loca. Sentís que estás al borde de la locura. En ese momento entendí que precisaba ayuda y salí a contactar psicólogos”.
Durante tres años Azul sostuvo con tesitura la búsqueda de alivio. A través de la prepaga, de manera particular, por referencias o recomendaciones.
“Era todo disgregado por distintos lugares y tenía un montón de puntas abiertas pero siempre le faltaba una pata a la mesa. A veces me sentía cómoda con la terapia psicológica, pero no me gustaba el psiquiatra. O sentía que eran profesionales correctos pero que no profundizaban. No lograba encontrar un psiquiatra que me escuchara, por ejemplo. Me mandaban la receta y listo. Las medicinas psiquiátricas afectan la forma en la que sentís, pensás y te enfrentás al mundo, y eso es igual de importante que medicar un corazón o la circulación. Pero no escuchan tu angustia. Los notaba displicentes, como si me estuviesen haciendo un favor al atenderme. Una vez, un psicólogo concluyó que mi problema era que no garchaba, que si empezaba a coger todo iba a cambiar. Otra vez me aumentaron el antidepresivo, pero como entonces no podía dormir me subieron también la medicación de la noche y me dieron un hipnótico de sueño. Al día siguiente me despertaba con conversaciones o con cosas que no recordaba haber hecho. Vas probando y sentís la desesperación en el pecho. Yo cambiaba de terapias sintiendo cómo crecía el vacío, la angustia, un lugar muy oscuro dentro de mí. Y en algún momento empezás a fantasear con la muerte como idea de liberación de ese pesar”.
Recién en diciembre del año pasado una de las psicólogas que la atendió le puso palabras al abuso sexual que Azul sufrió tiempo antes de la pandemia.
“Era una situación que yo venía contando en todas mis terapias. No fue la primera vez que lo conté pero fue la primera vez que me dijeron que aquello no había sido una relación sexual sino un abuso. Una única profesional le dio luz a esa vivencia, y ahí vino el total y absoluto desborde emocional. La ansiedad se fue por las nubes. Empecé a tener pánico a salir, a tener náuseas o a vomitar si me alejaba dos cuadras de mi casa. Porque desde el momento en que entendí esa situación, no pude parar de revivirla. Estuve como dos semanas actualizando recuerdos, su voz, lo que él me decía mientras me abusaba. Llegué a la consulta con el psiquiatra llorando desconsoladamente, con congoja, sin poder… al doctor solo se le ocurrió aumentarme el antidepresivo”.
En la cena de Navidad un familiar de Azul le habló del Hospital Nacional en Red Laura Bonaparte, del abordaje en salud integral que proponen, de la construcción interdisciplinaria de la intervención clínica, de la línea telefónica gratuita de urgencias, de la atención a la demanda espontánea y de un universo de prácticas médicas de cuidados que Azul desconocía. Entonces se acercó.
“Lo más sanador es cuando te dicen `cualquier cosa, estamos acá´. No hubo un profesional del Bonaparte que en estos meses no me haya dicho `cualquier cosa, nosotros estamos acá´. ¿Sabés lo que es para una persona que hace cuatro años está sufriendo su propia cabeza que le digan que te pueden ayudar en cualquier momento? Un lugar en el que no te tienen miedo, en el que no llaman a la policía si empezás a decir cosas en medio de una crisis, en el que podés ir detonada a consultar… no tiene nombre el nivel de paz que eso genera. Además el trato respetuoso. Me tratan como a una persona, me dejan en claro que mis emociones y lo que me pasa vale. La psiquiatra me aclaró enseguida que había un montón de medicación y que quería que le fuera contando cómo me sentía con lo que me daba porque podíamos cambiar. Que no tuviera miedo. O me ha pasado de ir al espacio de nutrición absolutamente rota, y que la nutricionista se diera cuenta por mi cara, me abrazara, me llevara al jardín del hospital para que me desahogara y llorara tranquila. Sentadas las dos en el pasto al sol con los pajaritos, y ella sosteniéndome la mano. ¿Entendes? Una profesional que corrió su ego, que apartó su disciplina porque respetó que por mi estado de angustia ese día no iba a poder entender la importancia de las proteínas. ¿Sabés lo que hizo ese día la nutricionista al final de la consulta, mientras yo sentía que la había puesto en un lugar re incómodo y que no la había dejado trabajar por mi llanto? Mirándome a los ojos me dijo `te felicito porque viniste al hospital y en horario´”.
El tratamiento de Azul hoy en el Bonaparte incluye consultas semanales con una psicóloga, con una psiquiatra y con la nutricionista; dos veces por semana asiste a clases de gimnasia con los profes Manu y Mauro; y de tanto en tanto pasa por el servicio de salud integral donde médicos y médicas generalistas y clínicas chequean cómo su cuerpo va recibiendo el resto de los abordajes. El hospital le garantiza incluso el total de la medicación.
“Por un lado creo que la medicina tiene una deuda con la sociedad. La medicina tiene que aceptar que eligieron un objeto de estudio que cuenta con un aparato psíquico. Es así. Por eso es clave que cambien el manual porque sino pasan a ser malos médicos y médicas. Por otro lado me parece que falta conversación. Gente que me quiere mucho, desde un lugar de muchísimo amor, me ha dicho cosas que en un contexto diferente no dirían jamás. Si yo tuviese cáncer nadie me hubiera aconsejado que pusiera el foco en las cosas que tengo: en mi casa, en mis sobrinos, en el trabajo, en que no tengo enfermedades físicas… como si nunca se me hubiese ocurrido aferrarme a lo hermoso de mi vida. Como si no me sintiera ya lo suficientemente mal imaginando las secuelas que le quedarían a mi ahijado si yo no viviera más. También me han dicho que yo insisto en pensar en lo mal que estoy, que manifiesto la angustia cuando debería manifestar que sí puedo estar bien. Pero la verdad es que a veces no puedo. Otra daga es la frase `pensé que estabas mejor´. Hay una especie de ansiedad de los demás para que esté bien… y no sucede así. Es como pretender que alguien diabético tenga insulina. No va a pasar, su cuerpo no la genera. Creo que falta hacer pedagogía. Abultar la conversación sobre los padecimientos mentales, sobre lo que nos hace bien y lo que no nos hace bien a quienes sufrimos estas problemáticas. Mi primer tip sería pedir que nos pregunten qué necesitamos. Quizás la persona que está con algún padecimiento no sabe qué necesita o no sabe cómo pedir ayuda, pero siempre está bueno preguntar `¿qué necesitas?´, `¿cómo te puedo ayudar?´, `¿mi presencia te ayuda?´ `¿te cebo mate?´ `¿te cebo mate en silencio?´ Todo esto se tiene que mostrar, porque me pasa a mí y le pasa a un montón de gente”.