
En la mañana del sábado 22 de julio de 1916, los calabreses Francisco Salvatto y Giovanni Lauro fueron fusilados en el patio de la Penitenciaría Nacional, al ser encontrados culpables de la muerte de Frank Carlos Livingston. El caso había sido bautizado por el periodismo como “El crimen de la calle Gallo 1680″ y medios como Crítica, La Razón y Caras y Caretas lo siguieron muy de cerca.
Frank Carlos Livingston tenía 46 años. Al momento de su muerte, se desempeñaba como subcontador del Banco Hipotecario Nacional, donde había ingresado siendo joven. Llevaba 9 años de casado con Carmen Guillot, de 28 años y tenían seis hijos. En la madrugada del 20 de julio de 1914, al ingresar a su domicilio, en Gallo 1680, dos sujetos lo sorprendieron en el hall de entrada y lo asesinaron de 36 puñaladas.
Si bien los primeros indicios orientaron a la policía a un robo, ya que al muerto le faltaba la billetera, al comisario Ruffet le llamó la atención el grado de ensañamiento por un simple robo. Además, la víctima aún tenía su reloj de oro.
La pista que llevaría a una rápida solución del caso fueron los cuchillos que los asesinos habían dejado en la escena del crimen: tenían un fuerte olor a pescado y uno de ellos tenía adherido escamas. Enseguida, los investigadores interrogaron a la mucama, quien había tenido un romance con el pescador Salvatore Vitarelli, proveedor de la familia Livingston. El hombre no tardó en confesar que la esposa de la víctima le había propuesto pagarle para que asesinara a su esposo, al parecer una persona violenta y golpeadora. Vitarelli contrató a dos calabreses que estaban buscando trabajo: Giovanni Bautista Lauro, de 24 años y Francisco Salvatto, de 27.

El juez del crimen J. R. Serú los encontró culpables y los condenó a la pena de muerte. Y a la esposa, Carmen Guillot, y al pescador Vitarelli, a la pena de reclusión perpetua.
Ese 22 de julio de 1916 los reos fueron conducidos ante el pelotón de fusilamiento, formado por ocho efectivos. Lauro, más altivo que el tembloroso Salvatto. El primero había dejado una estampita de San Genaro pegada en la pared de la celda y el segundo había pedido darle un par de pitadas a un cigarro.
La pena de muerte había sido abolida en nuestro territorio por la Asamblea del Año 13. Sin tomar en consideración los casos políticos, como fue el fusilamiento de Santiago de Liniers, el 4 de octubre de 1811, el Primer Triunvirato emitió un bando por el que se condenaba a muerte a los que eran sorprendidos robando en domicilios.
Hasta 1852 se continuó fusilando por cuestiones políticas y en otros casos para “preservar las buenas costumbres”, como se adujo en el fusilamiento de Camila O’Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez, en 1848. Derogada en agosto de 1852, la Constitución de 1853 la abolió y la provincia de Buenos Aires hizo lo propio en 1868. Sería reimplantada en el Código Penal de 1886.
Si bien la pena de muerte estaba contemplada en el proyecto del Código Penal de 1922, finalmente el Congreso no la votó. Primó la postura de que no existe derecho alguno de matar a un semejante; que la muerte del acusado no repararía el mal causado y que, en definitiva, el condenado debía vivir precisamente para reparar el daño ocasionado.

Cuando el general José F. Uriburu derrocó a Hipólito Yrigoyen, instauró la ley marcial. Producto de ella, se fusiló el 1º de febrero de 1931 en la Penitenciaría Nacional al anarquista Severino Di Giovanni junto a su cuñado Paulino Scarfó, quienes habían sido autores de varios atentados en la ciudad de Buenos Aires. También hubo otros fusilamientos de delincuentes comunes, como ocurrió en la comisaría 1a de Avellaneda con los hermanos Gatti, que días atrás habían sido detenidos cuando robaban en un comercio en avenida Mitre. La orden la había dado el mayor José Rosasco, a cargo de la policía local; en venganza, sería asesinado meses después mientras cenaba en un restaurante de esa ciudad.
La pena de muerte volvió a repensarse cuando fueron secuestrados Abel Ayerza y Santiago Hueyo, el 23 de octubre de 1932. Ayerza pertencía a una familia tradicional porteña y Hueyo, que días después sería liberado, era el hijo del ministro de Economía de Justo. Luego de meses de negociaciones con los secuestradores y de malos entendidos, en febrero de 1933 el cuerpo de Ayerza fue hallado en un maizal. Entonces el Poder Ejecutivo envió al Congreso un proyecto de pena de muerte por electrocución, el método que se aplicaba en Estados Unidos. Pero los legisladores no lo trataron.
Durante el Gobierno de Juan Perón, se pensó la pena capital para los casos de traición a la patria o de sublevación, pero no se aplicó.
En 1970, Juan Carlos Onganía la reimplantó, luego del secuestro del general Pedro Aramburu; durante los tres años del gobierno democrático siguiente fue derogada y vuelta a aplicar durante la dictadura de 1976, aunque los desaparecidos fueron asesinados sin el debido proceso y al margen de esta norma. En 1981, Néstor Evaristo, de 10 años, fue secuestrado por tres hombres que vivían en la calle, abusaron de él y lo asesinaron. Si bien un juez los había condenado a la pena de muerte, finalmente fueron sentenciados a reclusión perpetua.
En 1984, el gobierno de Raúl Alfonsín la derogó y cuando Argentina suscribió el Pacto de San José de Costa Rica, ya no tiene posibilidad de instaurarla, a menos que denuncie el Pacto.
Ese sábado 22 de julio de 1916 se aplicaba por última vez la pena de muerte para delitos comunes. Faltaban tres meses para la asunción del primer gobierno democrático surgido de la ley Sáenz Peña. Fue en el patio de Penitenciaría Nacional, donde actualmente se ubica el Parque Las Heras.
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