Familia rodante: viajan en una camioneta con su hijo de tres años como filosofía de vida y sueñan con llegar a Alaska

Vilcabamba, Ecuador. Una ráfaga de viento dificulta la conversación telefónica. La que habla es Elizabeth Carballo, de 27 años. A su lado –dice- está su pareja Sebastián Álvarez (28) y el hijo de ambos, Neyén (3). Están por almorzar en su "casita", como la nombran: una Mitsubishi L300 modelo 1996. "Los próximos días pensamos ir a Loja, Cuenca y Baños. Queremos recorrer un poco de sierra y selva para luego acercarnos más a la costa ecuatoriana", cuenta, relajada, como si fuera una verdadera experta.

Como familia viajera, no son los únicos en el país ni en el mundo. Se hacen conocer como "Utopías de un viaje" en Facebook e Instagram y allí publican las historias de los lugares que recorren. Salieron desde la ciudad de La Plata el 4 de febrero de 2018 y, hasta el momento, hicieron 30 mil kilómetros. Su sueño, como viajantes, es llegar a Alaska. Un sueño que, calculan, les demandará al menos cinco años.

"Cuando nos conocimos con Seba –dice Elizabeth- nos dimos cuenta de que queríamos viajar como mochileros, era algo que disfrutábamos. Y entre 2014 y 2015 conocimos el norte argentino, Ecuador, Bolivia y Perú. Después nació nuestro hijo y a sus ocho meses compramos la camioneta, y a la vez hicimos un curso de carpintería para aprender el oficio. La rutina de todos los días en La Plata nos aburría, queríamos volver a viajar pero esta vez en camioneta y con Neyén. Cuando viajamos nos sentimos libres, y cuando estábamos instalados en nuestra ciudad, aprisionados".

Lo pensaron por un tiempo. Sus familiares les decían que eran unos locos, que no podían exponer al nene a semejante aventura. Ellos mismos sabían que era un riesgo y empezaron a dudar. Que el pediatra lejos. Que los amigos lejos. Que los abuelos y otros parientes lejos. Que el jardín de infantes, algo imposible. Que ningún trabajo estable. Pero conocieron los relatos de otros linajes viajeros, como la familia "Creciendo en el camino", y sus amigos los alentaron a emprender la aventura. "Nos comprábamos algo para el viaje, como un panel solar, y festejábamos. Le hacíamos algo a la camioneta, y salía un asado. Así que un día no nos dimos cuenta y ya estábamos en la ruta".

Ahora duermen en estaciones de servicio y en los patios de las casas. Abandonaron sus profesiones: ella, acompañante terapéutica; él, camionero. Usan la aplicación "Overlander", donde otros viajantes recomiendan lugares para dormir, para cargar gasoil o para conseguir agua potable. "Hace más de 18 meses que estamos en la ruta y somos felices. Y Neyén es el más contento. Habíamos acordado que si no estaba a gusto, el viaje lo posponíamos, pero es el que más se adaptó de los tres", dice Elizabeth, en tono despreocupado.

Se ganan la vida vendiendo artesanías de macramé, pequeñas obras labradas en madera y ofreciendo encuadernación artesanal. Además, a Sebastián le gusta cocinar y vende pochoclos, garrapiñadas, tortas fritas, tortas negras, budines.

Tienen pocos gastos y las veces que se les rompió la camioneta tuvieron suerte. "Ahora ya aprendimos bastante de mecánica básica pero se nos rompió una vez en Achiras, un pueblito de Córdoba y no sabíamos qué hacer, no teníamos nada de plata –explica Elizabeth-. Entonces el mecánico nos dijo que la arreglaba gratis porque quería ser parte de nuestro sueño. Fue increíble. Y en Lima fuimos a hacerles los frenos y cuando estábamos por pagar, el mecánico nos dice que ya estaba pago. Y señaló a un hombre que nos vio por casualidad y se enteró de nuestra historia. Son esas cosas locas que no esperás, que están fuera de contexto. Esa solidaridad espontánea es lo que más nos maravilla".

Los viajeros no se imaginan en qué lugar estarán el mes que viene, aunque llevan un mapa mínimamente planificado del viaje. Dicen que van viviendo "el día a día", entregados en el "aquí y ahora".

A comienzos de este año, por un problema de salud de un pariente, dejaron la camioneta en Jujuy y regresaron a La Plata. "Fueron unos días de corte, una especie de vacación en el viaje –dice Elizabeth, con humor-. Y Neyén estaba preocupada por su casita. Cuando se reencontró con la camioneta no la quería soltar del abrazo que le dio. Cada vez que alguna familia nos invita a su casa a pernoctar, ella se preocupa y dice: '¿Casita se queda afuera esta noche?'".

En el mundo actual, donde hasta en el confín más recóndito existe internet, las familias viajeras se encuentran en el camino, hacen lazos, comparten experiencias. "El viaje es mágico –cuenta Elizabeth-. Es descubrir lugares, personas, culturas. Cuando llegamos a Ushuaia nos estaba esperando una familia que a su vez empezaba su propio viaje. Y después nos cruzamos con ellos en el camino. En Punta Arenas, al sur de Chile, hay una familia viajera que recibe a viajeros de todo el mundo y ahí se dio una reunión increíble. Y en La Paz hay una especie de taller mecánico de viajeros en medio de la ciudad, que es un oasis para los viajantes".

Lo que más los deslumbró fue Perú, el glaciar Perito Moreno, Cafayate, Mendoza. "Cada lugar tiene su encanto –aclara Sebastián, quien por primera vez se anima a conversar-. En Tafí del Valle, por ejemplo, hicimos un voluntariado por días 15 días en una huerta ecológica. Aprendimos de plantas medicinales, de técnicas de agrocultivo. Todo el tiempo estamos con las antenas abiertas a nuevas vivencias".

Cada vez que se estaciona en una calle, la camioneta Mitsubishi L300, que está ploteada con su logo "Utopías de un viaje", llama la atención de los lugareños. Algunos se acercan a tomar unos mates. Otros se enteran de la experiencia y ofrecen sus casas para una ducha o para que usen el lavarropa. Para Elizabeth, "todo es muy hermoso, muy lindo", y sus familiares, con el paso del tiempo, comprendieron que no son unos inconscientes sino que el viaje es parte de una filosofía de vida.

"Hay quienes no creen que se puede disfrutar mucho la vida por fuera de lo convencional, de lo que estamos acostumbrados, del confort –reflexiona-. Acá la cabeza te funciona de otra forma, estás más abiertos a lo que surge, a contagiarte de lo que las personas te recomiendan. Por ahí tenías un recorrido armado y de pronto alguien te cuenta de un lugar, y entonces todo se te modifica sobre la marcha. Y si tendríamos una rutina tan organizada, la cabeza no te permitiría cambiar nada".

Sebastián cuenta que, con las comidas típicas de las regiones, les cambió el sabor del paladar. Romper el molde de lo conocido, dice, implica estar dispuesto a modificar hábitos que van desde un horario de desayuno hasta preparar un remedio casero para la salud. "El principal miedo era por nuestro hijo, sobre todo el tema de la sociabilización. Por suerte salió un nene re sociable, vamos a las plazas y se pone a jugar con otros chiquitos, no importa si no los conoce".

Neyén se sube a su sillita de la camioneta, se pone el cinturón y dice: "¿Hoy para dónde vamos?".

Y la aventura continúa.

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