
Cada vez que aparecen cifras sobre adolescentes y apuestas online, pareciera que estamos frente a un estallido reciente, un problema que surgió de la noche a la mañana.
Pero quienes trabajamos hace décadas con infancias y salud mental sabemos que esta historia empezó mucho antes, cuando la vida emocional de los niños comenzó a deslizarse hacia las pantallas sin que nadie advirtiera lo que estaba en juego.
La nueva investigación del Observatorio Humanitario de la Cruz Roja muestra que 6 de cada 10 adolescentes están expuestos a plataformas de apuestas; la edad de inicio ronda los 13 y 14 años, y el 79% ni siquiera las busca: les aparecen en sus dispositivos. No es casual. Es el resultado de una infancia progresivamente moldeada por un ecosistema diseñado para capturar la atención desde la cuna.

Basta mirar un poquito atrás. En 2008, en ARALMA realizamos una investigación —publicada por Clarín—. la nombramos de una manera simple: Adolescentes y Pc.
Fuimos a escuelas privadas de la Ciudad, relevamos 1.497 adolescentes de entre 12 y 19 años, estudiantes de clase media y encontramos que 7 de cada 10 pasaban entre 3 y 6 horas por día frente a la computadora. El 37,3% estaba entre 3 y 5 horas, mientras que el 32,2% superaba las seis horas diarias.
En aquel momento, el 69,5% ya vivía más frente a una pantalla que en cualquier espacio presencial o recreativo. No era solo cantidad de horas. Era un problema de salud mental emergente.
Muchas de las consultas clínicas que motivaron el estudio incluían síndrome por autoencierro, primeras formas de ludopatía digital, taquicardia, irritabilidad, depresión.

La mayoría de estos adolescentes prefería vincularse a través de una pantalla: el 49,6% decía que le resultaba más fácil expresar emociones por la PC, el 24% directamente evitaba hacerlo, y 1 de cada 4 pasaba gran parte del día solo, eligiendo quedarse en su casa.
Los sentimientos predominantes eran: soledad, tristeza y desesperanza. A más horas delante de la pantalla, más se profundizaban estos sentimientos. Lo que observábamos entonces era el inicio de un modo de malestar que se gestaba en silencio, en los cuartos de los adolescentes.
Todo esto ocurría antes de TikTok, de Instagram de los smartphones y antes del desembarco masivo de las apuestas online clandestinas. Si hace 17 años el panorama ya era alarmante, lo que vemos hoy es la consecuencia lógica de haber dejado la infancia bastante sola.
Ya lo he dicho cientos de veces: los bebés aprenden a comer mirando una pantalla, sin saber bien qué comen ni cuánto comen. El llanto y el berrinche hoy se apagan con un dispositivo. Es cierto que calmar a un niño puede ser trabajoso y que los adultos a veces perdemos la paciencia, pero lo que estamos ofreciendo así es meterlo en la boca del lobo. No se calma: se suspende.

Es como si un artefacto doméstico chisporroteara electricidad y bajáramos la térmica: el problema no se soluciona, solo se interrumpe la expresión del malestar mientras la tensión sigue ahí, a la espera. Ese apagamiento —tan temprano, tan solitario— se arrastra hacia la adolescencia en búsqueda de gratificación.
Desde muy pequeños, los niños reciben recompensas digitales que simulan ser juego: luces, sonidos, cofres, estrellitas. Esa es la lógica de la gamificación. No es juego.
Los teóricos del tema —Sebastián Deterding, David Gaviria y otros investigadores del diseño de interacción— han mostrado cómo esta estructura deriva de la industria mediática y no del mundo lúdico: se trata de un sistema de incentivos destinado a orientar la conducta, intensificar la inmersión y producir repetición. Es un cálculo del mercado.
En los últimos años, esta lógica ingresó con fuerza en la educación bajo la promesa de motivar a los estudiantes. Se presentó como si se tratara de jugar, pero en realidad introdujo en el aula puntos, rachas, badges, rankings y recompensas visuales que transforman el aprendizaje en una carrera de estímulos.

Varios pedagogos y especialistas en motivación señalaron que estos sistemas pueden disminuir la motivación interna y reforzar la dependencia de estímulos externos. Lo que debería ser un espacio de curiosidad y pensamiento natural se convierte, muchas veces , en un mecanismo de control conductual. La promesa de “aprender jugando” termina reducida a una economía y lógica de puntajes que desubjetiviza la experiencia de jugar y aprender.
Este sistema se vuelve familiar desde edades muy tempranas, instalando un modo de relación con el mundo que luego puede encontrar continuidad directa en las apuestas.
Para el psicoanálisis, la diferencia entre juego y gamificación es radical. Freud lo comprendió hace más de un siglo al observar el fort-da de su nieto Ernst: el niño arrojaba un carretel pronunciando en alemán la palabra fort —“se fue”— y lo recuperaba diciendo da —“está acá”—. Freud advierte que no se trataba solo de entretenimiento, sino de una operación psíquica fundamental: convertía en acto activo lo que había vivido de modo pasivo, la partida de la madre.

En esa repetición, que Freud comienza a estudiar en 1919 y desarrolla en “Más allá del principio de placer” (1920), el niño elaboraba la pérdida, la ausencia y el deseo omnipotente de traer a su mamá.
Ese hallazgo inaugura algo decisivo: el juego simbólico es trabajo del aparato psíquico, no un circuito de estímulos ni puro entretenimiento. Por otro lado, mientras el fort-da freudiano muestra cómo el niño crea una escena simbólica para elaborar la ausencia, hoy asistimos a un fenómeno casi inverso: las aplicaciones que “miden” emociones infantiles.
En un encuentro internacional al que asistí presentaron una app que pedía a niños y niñas que eligieran dos veces al día una carita para indicar cómo se sentían; esa información se enviaba automáticamente por correo electrónico a la docente. Fue diseñada con las mejores intenciones, un screen del estado emocional infantil, pero el resultado me pareció inquietante.
Lo subjetivo podría quedar reducido a un emoji o a un touch en la pantalla. Y quizá lo más aterrador es que los niños y niñas aprenden muy temprano a observarse como si fueran un registro que debe ser reportado, antes de poder alojar y tramitar por dentro aquello que sienten que la mayoría de las veces es confuso, para todos.

La elección de una carita feliz no solo puede indicar alegría, quizá solo quiere quedar bien con su maestra pero la procesión va por dentro. O quizá cuando llega al colegio se siente feliz por abandonar su hogar o viceversa. Lo que digo es que no se puede medir los sentimientos, se ha intentado toda la vida, sin buenos resultados. Y hay cosas que son muy difíciles de contar, de comprender y de aceptar.
De la misma forma crecen otras aplicaciones de bienestar que comenté en otras columnas ofreciendo una supuesta ayuda sin alteridad, sin otro, en un soliloquio y espejismos sin fin.
Cuando esos chicos llegan a las plataformas de apuestas online, no se encuentran con un universo nuevo. Encuentran la misma lógica que los acompañó desde la cuna, ahora asociada a dinero, riesgo, pérdida y deterioro emocional. Bonos sorpresa, rachas, animaciones explosivas, casi-victorias.
El estudio reciente lo confirma: el 89% empieza por curiosidad, el 84% por entretenimiento, el 57% por invitación de un amigo, y el 83% paga con billeteras virtuales, que disuelven la percepción del gasto. 1 de cada 8 ya está endeudado.

Lo que vemos en el consultorio —ansiedad, insomnio, irritabilidad, deterioro escolar, culpa, aislamiento— no son caprichos adolescentes: es la expresión acumulada de años de entrenamiento en gratificación inmediata.
Muchos niños y niñas ya no pueden soportar el tiempo de narración de un cuento porque los aburre, acostumbrados al scroll continuo. No es responsabilidad de las familias. Ningún hogar puede competir con plataformas diseñadas para predecir la conducta y explotar vulnerabilidades del desarrollo.
El problema es un sistema que construye dependencia desde la primera infancia y la capitaliza en la adolescencia. Por eso países como Australia avanzan con regulaciones estrictas: verificación de edad, límites a la publicidad, sanciones a las plataformas y prohibición de uso antes de los 16 años en espacios escolares. Es salud mental pública.
En Mendoza surgió una propuesta nueva e interesante entre grupos de padres y madres: el llamado “Pacto Parental”, un acuerdo comunitario para retrasar hasta los 13 años el uso de dispositivos y demorar también el acceso a las redes sociales.

Es una respuesta simple pero que de cumplirse cambia las reglas de juego. No es el Estado, no es la legislación, son las familias que reconocen que solos no pueden sostener aquello que la vida actual demanda. Cuando cada familia decide aislada, los niños y niñas quedan expuestos a presiones y comparaciones que ninguno debería cargar. Pero cuando las decisiones se toman en conjunto, se abre otra posibilidad: que la infancia conserve su tiempo y espacio. Este pacto muestra que cuidar a la infancia requiere acuerdos compartidos.
La prevención no empieza en la apuesta sino mucho antes cuando permitimos que las pantallas acompañen a los bebés. En la naturalización de que un bebé se calme con un video, en la idea de optimización del bienestar, medible cuantificable y controlable. Parece más fácil en el momento, saca trabajo de encima, puede ordenar la vida escolar en lo inmediato, pero ofrece datos vacíos y las secuelas llegan más temprano que tarde.
Si dejamos que esa lógica se instale desde la cuna, no podemos sorprendernos cuando aparece su forma de ludopatía. Esta generación no puede seguir esperando. No les alcanza con nuestra preocupación: necesitan decisiones, límites claros y una protección real. El momento es ahora, antes de que otro algoritmo se ocupe también de acunarlos.
Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy, La niña del campanario y Huérfanos atravesados por el femicidio.
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