¿Para qué escribir hoy un texto en una web de noticias? ¿Por qué no simplemente subir algo a las redes orientado a quienes ya piensan como uno? ¿Por qué argumentar de manera más extensa sobre cuestiones menos cómodas? Quizás porque lo que vale la pena tratar de resolver es siempre incómodo.
Nuestro foco no puede ser cómo escribir los 280 caracteres más ingeniosos. O decir en televisión la frase que dé lugar al graph más creativo. Tampoco recitar discursos prefabricados por equipos de coaching hasta que no quede nada genuino ni espontáneo. Nada relevante.
El mundo digital nos ofrece una paradoja: contribuye a la democratización de las opiniones pero, a la vez, fomenta que nos relacionemos casi exclusivamente con quienes ya tenemos afinidad. Y así como no se puede construir progreso colectivo a fuerza de frases efectistas, tampoco es posible si estamos encerrados en una cámara de eco que apenas nos devuelve nuestras propias consignas. Podemos, entonces, aprovechar este espacio más amplio para abrir al debate algunos conceptos.
Primero: la democracia no es eficiente. Y esa es, precisamente, su razón de ser. Sirve para garantizar derechos de las minorías, para evitar abusos de poder y las consecuentes catástrofes sociales. Por eso hablamos siempre de “pesos y contrapesos”. Esa es la expresión más viva de que la democracia no es eficiente sino que necesita redundancias. O, como suele decirse, controles cruzados.
Segundo: un país, una sociedad no es un matrimonio. No es posible divorciarse del que piensa de otra manera. Podemos representar sectores distintos, tener visiones diferentes de la realidad y propuestas disímiles acerca de hacia dónde queremos dirigirnos. Pero no podemos eliminar al otro. Y cuando damos esa falsa impresión a la gente no sólo alimentamos un caldo de cultivo peligroso, sino que le hacemos creer a nuestros votantes que los cambios que impulsamos son más sencillos de lo que realmente son. Que con ganar basta, porque el otro ya no tendrá más injerencia en la discusión pública. Algo evidentemente falso.
Tercero: si nosotros decimos que defendemos la república, la democracia y la libertad y esa es una batalla a todo o nada…¿Qué pasa si perdemos? ¿Qué ocurre si la gente elige otra opción? Obviamente, el mismo razonamiento vale para quienes proclaman ser los únicos defensores de la soberanía, lo nacional y popular y la ampliación de derechos. En democracia nadie es un dueño tan absoluto de ninguna bandera. Pero, además, ¿Tiene capacidad de mejora un sistema en el que no hay absolutamente ningún terreno en común?
Las respuestas a estas cuestiones determinan nuestro accionar político, tanto en objetivos como en metodología. No cambian nuestras propias ideas ni nuestra identidad. Pero sí la capacidad de abordar conversaciones. En latín, conversare significa girar en compañía, girar con otros. Quizás no lleguemos siempre a convencer a los demás de nuestra visión. Pero para intentarlo es imprescindible registrar su perspectiva, respetar su legitimidad. Eso no equivale a ceder. No se trata de capitular sino de comprender qué hace falta para poder llevar adelante lo que proponemos. Y cuánta fortaleza, individual y colectiva, es posible reunir para lograrlo.
Es mediante las propias reglas de la democracia que debemos construir un Estado más productivo y más productivista: que use mejor el dinero para proveer bienes públicos y que genere un mejor ámbito para el adecuado desempeño del sector privado. Si queremos pelear por devolverle el Estado a los ciudadanos para que sea sustento de progreso personal y social nos esperan no una sino varias y arduas batallas. Vamos a tener que dar muchas muestras de coraje. Pero ser valientes no es sinónimo de gritar, ni de insultar, ni de despreciar a quien piensa diferente. Y tampoco, en tiempos actuales, de esconder la opinión para evitarse reproches de los propios. El carácter es, en definitiva, lo que nos permite afrontar dificultades sin que el temor nos domine. De hecho, los estoicos lo oponían a aquellos sentimientos y pasiones que nos hacen perder el camino.
Argentina, así, sin rumbo colectivo, hasta acá llegó. Nuestro Estado actual no da para más; y sin un mejor Estado no podemos vivir en sociedad. El rediseño que hace falta debe atravesar el filtro de muchas conversaciones y salir indemne, porque los cambios que se queden en propuesta o los que se logran y no perduran terminan siendo meras anécdotas. Muchos pregonan un shock pero no hay ninguno tan potente como encontrar esa síntesis. Luego, los pasos serán siempre pasos: más lentos o más rápidos pero firmes en ese nuevo rumbo. Abjurar de esa posibilidad es, aunque no se lo diga, abjurar de la política en democracia.
Se ha vuelto un lugar común decir que nuestros jóvenes se están yendo del país. Y es verdad. Pero poco decimos acerca de sus motivos. En charlas a lo largo y ancho de nuestro país hice esa pregunta a decenas de miles de ellos. Se quejan porque piensan que Argentina nunca va a cambiar. Prefieren buscar su destino en otros lados, donde esperan mayores dificultades, pero también depender más de sí mismos y menos de eventos que no controlan. Quieren, en definitiva, construir un futuro con certidumbre, poder lograr lo que planifican sin que nadie conspire contra sus decisiones de vida.
Nos están reclamando audacia e innovación colectiva.
Que seamos capaces de ofrecer algo distinto a este sistema que lleva demasiado tiempo acumulando fracasos.
Que dejemos de discutir eslóganes y debatamos propuestas para sacar al país de la espiral de retroceso.
Que demos lugar a un mejor diálogo con el otro, y ver qué tiene para sugerir, para sumar. Sospechan que, si trabajamos de otra manera, quizás coincidamos en mucho más de lo que pensábamos.
No será con todos, pero sí con la enorme mayoría de argentinos que se despierta cada día convencida de que otro futuro es posible.
Los cambios se construyen, se trabajan, se piensan. Pero primero se sueñan. Y ese sueño debe ser colectivo.
Quizás no alcance para evitar que esos jóvenes se vayan, pero no tengo dudas de que podemos hacer que vuelvan.
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