
Vladimir Putin añora el Imperio que Rusia fue y lamenta la desintegración de la URSS. La motivación confesa es esa reconstrucción como condición de supervivencia. Putin no ve a Rusia potencia si los antiguos satélites reivindican su pertenencia a Europa.
Europa es una alianza de democracias que han sido capaces de lograr un Estado de Bienestar fundado en el crecimiento económico, el desarrollo social y regional y el respeto, después de la tragedia nazi en que allí ocurrió una traición, a los valores de la cultura occidental.
Todos sus vecinos aspiran ese presente. Aunque el futuro a largo plazo de esa Europa deba enfrentar complejas cuestiones demográficas.
Rusia es capitalista y próspera, pero su capitalismo es una construcción mafiosa basada en el saqueo, por parte de unos pocos, de las empresas y los recursos del Estado socialista.
La extraordinaria concentración económica que derivó de esa manera de instaurar el capitalismo condiciona la vida y la política rusa.
Putin es un líder a la medida de ese sistema de concentración y representa una visión que reivindica la tradición cultural rusa y a la que procura proteger de la contaminación de la que él llama decadencia cultural en la que está cayendo Occidente. Toda percepción de contaminación genera barreras.
La motivación de la locura bélica de Putin es construir las barreras que permitan reconstruir el Imperio. En ese sentido es intentar reconstruir el pasado político y cultural. Las sanciones económicas de Occidente, sin lugar a dudas, inhabilitarían el futuro de esa jugada geopolítica de Vladimir.
El cierre de Europa, si es que fuera consistente, determinado, persistente, le pegaría un golpe brutal al sistema económico ruso y a la dinámica de la mafia capitalista que lo domina. Putin y esos capitalistas concentrados, se necesitan mutuamente. Pero este conflicto los afectaría de manera diferente y podría separarlos.

¿China saldría realmente a compensar a Rusia los costos que le habría de inferir -de ocurrir- el cierre Occidental? ¿Su acción neutralizaría a Occidente? ¿En la tríada Rusia, China, Occidente -basada en el creciente imperio del libre comercio cuyo adalid es China- ocurrirá, más allá de las declaraciones políticas, una ruptura de “mercado”? Un conjunto de interrogante imprevisibles.
Las nuevas tecnologías son dependientes de insumos, básicamente minerales, tierras raras, que abundan en las regiones asiáticas que ya domina China. El gran jugador del SXXI se encuentra a las puertas de definir una alianza material con la que iniciar el camino imperial a por los recursos de los que no dispone.
¿Podemos suponer que la búsqueda de un nuevo escenario más favorable, por parte de un tercero, puede ser finalmente “la causa” que no siempre es el fundamento de las motivaciones de las acciones de otro jugador?
Donde unos ven un pato otros ven un conejo
La figura es una sola, los observadores varios. Pero la realidad, en disputa mientras observamos la figura, se presenta tal cual es recién cuando se pone en movimiento. Las causas, que están al principio de las cosas, sólo las conocemos realmente cuando las infinitas repercusiones, de los hechos que se encadenan, estabilizan un nuevo escenario.
La manera de comprender está en el futuro. Por eso es difícil entender las causas.
Lo más importante en política son las consecuencias. Las de este conflicto están lejos de haber madurado y seguramente, como todo movimiento telúrico, tendrá en el tiempo réplicas de igual o mayor intensidad en otras geografías y en otras dimensiones.
¿Cómo podemos imaginar que este conflicto y sus posibles derivaciones afectan a la Argentina?

Tanto Rusia como China hoy tienen relaciones intensas y privilegiadas en nuestro país. Néstor Kirchner las balbuceó, pero Cristina las fundó y -el menos vis a vis- China-Macri las continuó. Esas relaciones no son palabras, son contratos.
Contratos que por ahora mantienen el intercambio en términos desiguales, vendemos naturaleza y compramos trabajo.
Es cierto, somos un jugador de tercer orden, debilitado. Pero con enormes recursos de la “vieja economía”. Si queremos preservarlos y desarrollarnos creando trabajo y agregando valor, mientras sigan siendo imprescindibles -que lo serán por varias generaciones y más allá del entusiasmo de los adalides de 4.0-, deberíamos estar pensando estratégicamente las posibilidades y consecuencias de estos eventos y las derivas de estos contratos.
Alberto Fernández no lo hizo antes de actuar.
Horas antes del conflicto le declaró su amor a Putin y le prometió abrirle la puerta de América Latina; y se identificó con el desarrollo de China y su proyecto de la Ruta de la Seda.
Estamos comprando bienes y tecnologías de esos países que implican, primero endeudamiento y condicionamientos de largo plazo; y después una creciente asociación que implica -por ahora y por la ausencia de proyecto propio- lo que los intelectuales del nacionalismo, del peronismo, aquellos que supuestamente inspiran al Frente gobernante y a Alberto Fernández en particular, llamaron con precisión “proyectos de dependencia” generados por mentes cipayas.
Raúl Scalabrini -mentor de muchos de ellos- decía que “oligarcas” condenables eran los protectores, promotores, gerentes de los capitales extranjeros, función que hoy cumplen, entre otros, los embajadores y exembajadores políticos en China, verdaderos lobistas pagados por nosotros. Por ahí vamos por no hacerlo en función de un proyecto propio pensado y consensuado.
Con el diario de hoy Alberto Fernández ¿pensará que el silencio habría sido un gesto de humildad y sabiduría? Es que los gestos también generan consecuencias.
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