
En las últimas décadas la economía del país se deterioró tanto por la incorporación de normas y regulaciones incoherentes como por la aplicación de políticas macroeconómicas inconsistentes. Este tipo de proceso es lo que conduce a lo que podríamos llamar una “economía patchwork”. La definimos así por ser expansiva en parches superpuestos de todo tipo y de mala calidad, lo cual reduce las posibilidades de alcanzar los objetivos económicos y sociales propuestos por los gobiernos. El resultado fue una progresiva pérdida de eficiencia, competitividad, y capacidad para atraer la inversión, incluso de los propios argentinos, así como también la dificultad para resolver los reclamos sociales, cada día más acuciantes.
En ese marco, podemos decir que nos enfrentamos con un doble problema. Por una parte, la regulación ineficiente de los mercados y la prevalencia de mecanismos de incentivos económicos disfuncionales; por otra, la recurrente aplicación de políticas macroeconómicas inconsistentes.
En cuanto a lo primero, debe remarcarse que no importa tanto el tamaño del Estado sino su capacidad para resolver problemas y proponer futuro a la población a un costo-beneficio razonable y sostenible. Para eso es clave sostener un alto grado de coherencia regulatoria y aplicar mecanismos de incentivos racionales que promuevan el deseo de progreso individual y social. Además, para tener éxito en las políticas públicas, se requiere una estructura y burocracia estatal eficiente. La lucha contra el narcotráfico habla de las falencias al respecto.
El segundo aspecto mencionado es el de la consistencia macroeconómica. Resulta inverosímil que un país con la experiencia de crisis económicas como Argentina aplique regularmente políticas macroeconómicas inconsistentes. Esto se revela en cómo los hacedores y promotores de los sucesivos fracasos insisten en ellas, aunque hagan cambios discursivos o apliquen variantes ad hoc cada vez que les toca la responsabilidad de ser funcionarios. El ejemplo más notorio es la inflación.
De lo anterior hay que remarcar dos cuestiones. Primero, sin una macroeconomía ordenada, no hay manera que la sociedad logre estar mejor, y no hay tamaño del Estado suficiente que valga. Segundo, cuando no se da un giro permanente para abandonar la “economía patchwork” crece el riesgo de caer en otro tipo de economía: la “economía zombi”.
Esta última funciona por inercia y resucita, una vez tras otra, sus vicios y recurrentes problemas. La inflación, la pobreza y las crisis de balance de pagos reflejan bastante bien este tipo de economía recursiva que conduce, como mucho, a un futuro mediocre. Un país cuya economía cae en esta situación deambula por el mundo con sus penurias sin que nadie entienda realmente qué le pasa y por qué.
Uno de sus resultados más brutales es que genera una creciente brecha entre las cada vez más elevadas necesidades de los grupos vulnerables y las posibilidades del Estado para financiarlas. Por eso estos países no sólo pueden caer en la mediocridad, sino en la autodestrucción, porque la citada brecha es cada vez más difícil de cerrar, lo cual puede conducir a un sendero económico, social y político explosivo.
El argentino, por caso, parece haber tomado nota de que su país se parece mucho a una economía zombi. Pero este aprendizaje ha sido letal, porque dificulta la aplicación de políticas correctivas y refuerza los problemas. Un caso es la dolarización de los ahorros y la salida de capitales, tanto financieros como humanos.
En síntesis, aunque no hay consensos sobre el diagnóstico ni sobre las vías para salir de este estado de cosas, al menos lo arriba expresado sobre cuestiones micro y macroeconómicas es válido para todo enfoque, sea más liberal o progresista. Lo peor que podemos hacer es seguir insistiendo en lo que nos condujo a esta decadencia, la cual se refleja en un pueblo entristecido, empobrecido y pesimista.
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