Huérfanos de cualquier asistencia estatal o ley que los proteja, las personas que padecen trastornos por consumo de sustancias quedan expuestos al peor destino.
Las adicciones son una patología prevalente que atraviesa a todo el tejido social y que, a pesar de registrar un aumento de casos exponencial, recibe cada vez menos (y peor) atención.
Los adictos (y sus familias) no tienen una red de contención, prevención ni tratamiento adecuado para intentar, al menos, mermar parcialmente los efectos devastadores del abuso de sustancias psicoactivas.
Familias destruidas, sin herramientas ni recursos para ayudar al enfermo, se desintegran emocional y económicamente en un espiral de desesperación que potencia la ausencia del Estado, aferrado a una Ley de Salud Mental que tiene de todo menos criterio clínico. Una ley que los revictimiza y los abandona porque no “entiende” cómo ayudar a los adictos.
Como un tren de frente, la noticia de una veintena de muertos y decenas de internados por consumo de cocaína adulterada nos estrella contra la cara del narcotráfico: sus “clientes”, sus víctimas. Como ocurrió con el caso de “Chano” Charpentier y en otras tantas historias tristes hasta el espanto, la realidad nos enrostra que la ley de Salud Mental vigente es estéril e inaplicable.
Es una ley que no está sustentada en la complejidad de los pacientes que deberían poder cobijarse en ella. Por el contrario, es una norma hueca, repleta de ignorancia “técnica”, que deja a los adictos en manos de la más cruel desidia. Basta un dato: hoy en día, en el marco de la ley actual, realizar una internación involuntaria es prácticamente inviable, ya que se necesita una orden judicial para que la policía actúe, lo cual no sucede con la celeridad que estos casos requieren. Los desenlaces fatídicos los conocemos todos, porque el marco legal actual desprotege no solo al paciente y su familia sino, también, al que intenta contenerlo en un episodio agudo.
Argentina tiene una ley de Salud Mental que se redactó a espaldas de los psiquiatras y que desde ya hace tiempo expresa con total contundencia las consecuencias de esa grave omisión.
La pregunta se impone. ¿Cuánto dolor, cuánto sufrimiento y cuántas muertes más hay que tolerar para modificar normas que, a todas luces, no cumplen su misión?
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