El fin de una era: así investigué el horror del aborto clandestino en la Argentina

El triunfo en el Senado del aborto legal y gratuito marca el comienzo del fin para una de las prácticas más crueles y despiadadas del delito organizado con mujeres vulnerables como víctimas. El viaje de un periodista: seis años entre consultorios clandestinos, expedientes judiciales y el sufrimiento de las víctimas.

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"Bienvenidas": el consultorio del doctor Teófilo Plasencia en Claypole.
"Bienvenidas": el consultorio del doctor Teófilo Plasencia en Claypole.

En la mañana de hoy, poco después de que el Senado de la Nación decidiera por clara mayoría la implementación del aborto legal y gratuito en la Argentina, la Unidad Provida, uno de los colectivos que militó abiertamente en contra de la medida, envió un comunicado. Definió a la jornada como “una de las más macabras de la historia reciente”. Es irónico que lo digan de esa forma. El doctor Teófilo Homeraldo Plasencia, “Don Teo” para sus vecinos, “El Doctor Muerte” para un viejo programa de televisión, la cara del aborto clandestino en la Argentina, tenía un sentido del humor particularmente macabro.

“Bienvenidas”, decía su muñeca bebé en la entrada de su histórico consultorio clandestino en Claypole. El ex juez Daniel Llermanos, hoy abogado de Hugo Moyano, ordenó una redada en la casa de Don Teo por una causa por práctica de abortos clandestinos en febrero de 1995. “Alguien inolvidable”, dijo Llermanos del médico, 23 años después. “Allané personalmente su clínica, tenía una escenografía como festiva”, recuerda el juez, que se sorprendió particularmente por un “gran monumento al pene” con un cartel que decía “‘gracias a este tenemos trabajo’” entre cuadros de hombres y mujeres desnudas “de pésimo gusto.”

“Todo parecía una película de Almodóvar”, sintetizó Llermanos. Tenía imágenes de la Virgen, un Buda gordo que reía, una suerte de Don Teo panteísta. Plasencia no se resistió al arresto aquella vez, incluso se reía. Las clínicas clandestinas de aborto suelen estar tapadas con eufemismos, retórica ginecológica, cosas así: Don Teo no tenía ese tipo de tapujos. “Partera”, decían sus volantes.

El patio en la casa de Claypole era lo peor de todo. Varios procedimientos en el lugar encontrar una bolsa con ampollas rotas de anestésicos como Propofol, manchas de sangre. Lo cierto es que Don Teo nunca fue muy prolijo con sus residuos patógenos: los vecinos hablan de restos de fetos en las pilas de basura de la cuadra, un allanamiento de 2011 encontró a varios enterrados en los claros de tierra dura.

Don Teo Plasencia.
Don Teo Plasencia.

Plasencia, nacido en Cajamarca, Perú, se recibió de médico en la Universidad Nacional de La Plata en 1974 entró y salió de cárceles y comisarías bonaerenses y porteñas a lo largo de los últimos treinta años para profanar su juramento profesional. Fue imputado en al menos diez causas distintas por delitos aberrantes: abortos sin consentimiento, vender bebés y falsear sus identidades, al menos cuatro interrupciones de embarazo seguidas de muerte.

Se hizo rico: acumuló propiedades, con un Mini Cooper estacionado en la cochera de su clínica. También terminó preso en el penal de Olmos. Intenté entrevistarlo en el verano de 2018 en los tribunales de Lomas de Zamora sobre el Camino Negro, en medio de un traslado. “No quiero saber nada”, le dijo a su defensor público.

No perdía nada al hablar porque ya había perdido en los papeles. A comienzos de julio 2017, Don Teo tiró la toalla y decidió no pelear cuando acordó ser condenado por el Tribunal Oral Criminal Nº2 de Lomas de Zamora en un juicio abreviado a cinco años y seis meses de cárcel -la pena máxima de acuerdo al Código Penal hubiera sido de ocho años- con otros once de inhabilitación para ejercer la medicina, en un proceso en donde actuó el fiscal Guillermo Morlacchi, el mismo que logró la condena al futbolista Alexis Zárate. La calificación: aborto sin consentimiento.

Fue su víctima la que lo denunció y quien lo llevó a la cárcel. Su víctima si quiso hablar.

Instrumental: parte del equipo de Plasencia en Claypole.
Instrumental: parte del equipo de Plasencia en Claypole.

La encontré en agosto de 2018 en España, clandestina, limpiando casas, lejos de su familia con un teléfono a tarjeta. La senadora Silvina García Larraburu, parte del bloque del Frente para la Victoria, anunciaba en ese entonces en una entrevista emitida por Radio Mitre que votará en contra del aborto legal, seguro y gratuito en la sesión decisiva de mañana porque “el tema” le parece “un capricho de un nene bien poco acostumbrado a la frustración en su pelea con la Iglesia” refiriéndose al entonces presidente Macri y porque “la gente humilda no aborta.”

A mediados de septiembre de 2016, María T. -un nombre de fantasía para esta nota, su identidad real es preservada- ingresó al consultorio clandestino de Plasencia sobre la calle 17 de Octubre, a pocas cuadras de la estación de Claypole. Oriunda de Caseros, María tenía 19 años de edad, una hija de uno y un trabajo de empleada doméstica por horas en una casa de familia en Villa Devoto que no le pagaba mucho. Vivía junto a su madre y su hermano, cobraba una Asignación Universal por Hijo, un Programa Hogar para acceder a una garrafa de gas.

María tenía también un embarazo de seis semanas. Su novio en aquel momento había decidido no hacerse cargo del futuro bebé. María, entonces, decidió abortar. Estaba en contra del aborto como idea, en contra del aborto en general, pero no tenía otra solución. La muñeca con el cartel estaba allí. Se arrepintió del procedimiento apenas entró. Plasencia la drogó y se lo practicó de todas formas, quitándole su dinero, seis mil pesos.

Un día después de entrar a la casa-quirófano, María apareció ensangrentada y al borde de la muerte en la mesa de ingresos de la clínica Boedo de San Francisco Solano acompañada por una mujer que decía ser su amiga y que luego desapareció. Le habían dejado un fragmento de sonda en su interior, junto con un coágulo masivo.

“El dolor fue como de parir”, me dijo María.

Hoy, con la nueva ley, todo esto se vuelve un anacronismo. Como periodista de investigación, sinceramente me alegra que sea el fin.

La clínica Ginofem en el hotel Las Naciones.
La clínica Ginofem en el hotel Las Naciones.

El caso Plasencia fue quizás el más grotesco que cubrí en más de cinco años de investigar el negocio del aborto clandestino en Capital y el Conurbano bonaerense, entre juzgados y consultorios truchos, insultado por los familiares de los victimarios que se negaban a hablar, en las casas de sus víctimas, derrumbadas con el recuerdo del olor a hierro de su sangre y el alcohol sanitario, de los picos de fiebre al borde de morir. El negocio del aborto clandestino, sea en la clase social que sea, fue siempre horrible, grosero, desalmado. Las historias eran siempre las mismas: alguien que se hacía rico con el sufrimiento y la necesidad de una mujer empujada a la ilegalidad, a que el Código Penal mismo pueda imputarla si así lo decidía un juez o fiscal, un sistema que rara vez contiene a la víctima.

Los contextos eran diversos. Podían ocurrir en cuevas sucias como las regenteadas en Ciudadela por John Essex Álvarez, “El Chato”, un ex remisero nacido en Perú investigado por el fiscal Juan Pedro Zoni que cobraba entre 2800 y 9000 mil pesos por un procedimiento anunciado por volanteras, que citaban a sus clientas en shoppings, con pastillas de misoprostol contrabandeadas desde Bolivia. La imputación en contra de John Essex y varios de los 19 miembros de su banda incluyó también el aborto realizado con consentimiento de una mujer.

Esa mujer luego perdió la vida, un aborto seguido de muerte. El 26 de abril de ese año de 2016, Evelyn M, ingresó a la guardia del Hospital Álvarez. Aseguraba que le habían practicado un aborto, algo que luego negó. Fue operada: quedó entubada en terapia intensiva hasta que perdió la vida. Una hemorragia pulmonar y una sepsis vinculada a una infección ginecológica fueron las causas de muerte. La ginecóloga y obstetra que la recibió aseguró que un cordón umbilical salía de su vagina. La placenta seguía allí. Su ovario derecho había entrado en un estado de necrosis. Según Evelyn misma, había expulsado el feto “tres o cuatro días antes”. El Estado tuvo que pagar el costo médico de su muerte.

También, el negocio podía ocurrir con cierto comfort. La vieja clínica Ginofem en el hotel Las Naciones en el centro porteño, que publicitaba sus costosos servicios con un prolijo sitio web y una asesoría de pacientes por WhatsApp, fue quizás la más redituable en la historia del país.

Cueva: aquí se practicó el aborto que le costó la vida a Evelyn.
Cueva: aquí se practicó el aborto que le costó la vida a Evelyn.

“Yo aborté en Ginofem”, dijo Carla, una mujer de poco más de 30 años, bonaerense y docente, a la que entrevisté en 2018: “Me cobraron 27 mil que pagué en efectivo. Ni sabía que el misoprostol existía”. Carla fue a la clínica con un embarazo de cuatro semanas: Juan G.,un gasista santafesino, fue quien la recibió y la hizo pasar según su propio relato, Carla pudo reconocerlo en una foto policial. Allí se encontró con la “doctora María”, la encargada de practicarle el aborto en un potro ginecológico junto a un tomógrafo portátil en una habitación del quinto piso del hotel, ambientada como un consultorio. “Bajita, de tez oscura”, la recuerda Carla: “Fue muy amable conmigo”.

La clínica fue allanada en 2017 por la Policía de la Ciudad. Entre los papeles se encontraba el nombre de Carla. Le habían hecho firmar un consentimiento, un truco sucio de los aborteros para evitar una dura imputación por un procedimiento sin el permiso expreso de su víctima. Poco después, Carla tuvo un policía en la puerta de su casa. Con su situación procesal irresuelta en la Fiscalía N°19, tuvo que constituirse con una abogada en el expediente.

Ginofem tenía un mail oficial, radicado en el programa Outlook de Microsoft. Cinco IPs distintos, aseguraron pericias posteriores, entraron a chequear ese mail. Los informes de proveedores como Telefónica llevaron a dos nombres: J.L., de 47 años, también oriundo de Santo Tomé, ex operario de una fábrica en la zona dedicada al negocio del plástico, casado. El otro nombre, en cambio, era mucho más inquietante. J.F. no era un ex operario de ninguna fábrica: es un empresario.

Hoy, ese empresario tiene 75 años, integra una sociedad familiar, dedicada al negocio inmobiliario, con una dirección en un piso de la Avenida del Libertador.

Carla, por su parte, no sabe qué pasó con el caso tres años después. Sigue allí.

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