El peligroso y generalizado círculo nefasto

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Foto de archivo: un hombre con barbijo camina al lado de un comercio cerrado por la cuarentena obligatoria dispuesta para evitar la expansión del coronavirus en una calle céntrica de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. 22 mayo, 2020. REUTERS/Agustin Marcarian
Foto de archivo: un hombre con barbijo camina al lado de un comercio cerrado por la cuarentena obligatoria dispuesta para evitar la expansión del coronavirus en una calle céntrica de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. 22 mayo, 2020. REUTERS/Agustin Marcarian

Está a la orden del día el reclamar con insistencia que los aparatos estatales ayuden, financien, entreguen bienes, otorguen créditos baratos y demás parafernalia. La pregunta del millón consiste en saber a ciencia cierta a quiénes se demanda para otorgar semejantes aportes. La respuesta no debería ser sorprendente: se trata de reclamar el fruto del trabajo de los vecinos. Los gobernantes nunca contribuyen con nada de su peculio, siempre se hace cargo el bolsillo del prójimo.

Entonces, se trata de una lucha descarnada de todos contra todos. Es como si la sociedad se hubiera convertido en un círculo infernal e insoportable donde todos tienen metidas las manos en los bolsillos del vecino. Esto así es insostenible y por cierto macabro. En esto radican básicamente los anuncios gubernamentales (por supuesto, costeados compulsivamente por la población) en diferentes medios que machacan con la mentirosa receta que “el Estado te ayuda” y otras sandeces equivalentes.

Así, en esta línea argumental, reclama airadamente el fabricante de tornillos que pretende un subsidio, los artistas que piden financiación para sus obras, los piqueteros que marchan para obtener prebendas, el productor que quiere ayudas monetarias, el sindicalista que pide que le otorguen más controles sobre obras sociales, el comerciante que le otorguen un mercado cautivo, el profesional que insiste en asociaciones obligatorias, el banquero que apunta a mayor cobertura por parte de la banca central, el almacenero sugiere que se limite el radio de los supermercados, el empresario que pide mayores aranceles, barrios populares reclaman viandas, médicos apuntan a que se les entregue mejores equipos, estudiantes se manifiestan airadamente para obtener estudios sin cargo y así sucesivamente, todo, subrayamos todo a costa del prójimo.

Ahora bien, parece que a pocos se les ocurre que como primer principio civilizado es que debe respetarse la propiedad privada. Las demandas no pueden ser para dar un manotazo a lo que otros han obtenido legítimamente. En general se trata al lugar de trabajo o el lugar donde se abastece la gente como propia sin percatarse de que se trata de la propiedad privada de otro, su comercio es su casa del mismo modo que condenaríamos que alguien ajeno pretenda dirigir lo que ocurre en nuestro domicilio.

Ilustro lo anterior con lo que acabo de escuchar en la radio. Un periodista señalaba que fulano fue a pedir un crédito y quien se lo ofrecía cobraba un interés muy alto, por lo que el periodista en cuestión con el asentimiento del resto de la mesa calificó al prestamista como un “violador serial”. Pero es que no se dan cuenta de que el propietario hace lo que le venga en gana con lo suyo y si no le gusta la propuesta al potencial deudor que busque lo que pretende en otro lado y si el prestamista no ofrece algo que la gente acepta no operará como prestamista y si logra su cometido tendrá éxito. No podemos volver a la era de las cavernas donde se condenaba la llamada “usura” con la hoguera. Descuento que ninguno de esos periodistas considera que su remuneración es demasiado alta, o para el caso usuraria. Siempre es el otro el que cobra demasiado.

Lo pongo de otra manera, todos los quejosos y pedigüeños que le exigen a los aparatos estatales que les arranquen recursos a otros, en lugar de esto deberían ellos mismos constituirse en oferentes de lo que demandan y hacerlo con el precio y la calidad que airada e injustificadamente reclaman que lo haga otro. Si esas personas alegan que no cuentan con el dinero suficiente para embarcarse en esos negocios pues que ofrezcan su idea a terceros para recabar los fondos necesarios para operar. Pero si nadie les compra la idea es porque no se basa en un plan de negocios serio y por ende debe abandonarse.

¿No es acaso una demostración palmaria de hipocresía mayúscula conducente a la hilaridad que gobernantes digan que “el Estado ha hecho o hace un esfuerzo descomunal” para tal o cual cosa? ¿No sospechan siquiera estos megalómanos que los esfuerzos los hacen los vecinos de modo coactivo?

Muchos son los gobernantes que ponen palos en la rueda para que los problemas puedan solucionarse pues la juegan de hadas madrinas y se toman en serio el rol de entregadores de riqueza (y por ende de saqueadores) con lo que las estructuras productivas se desmoronan en perjuicio de todos pero muy especialmente de los más indefensos.

De esta concepción proviene la maldita idea de aplicar la guillotina horizontal al efecto de “redistribuir ingresos” sin comprender que la distribución original y pacífica se lleva a cabo en supermercados y afines cuando la gente compra o se abstiene de hacerlo según sean los diferentes rubros que necesita. Pero resulta que esa distribución es reemplazada por la referida redistribución que inexorablemente se lleva a cabo con el uso de la fuerza contradiciendo las previas votaciones de la gente. Y, como los recursos no crecen en los árboles, esta violencia implica despilfarro que a su vez repercute negativamente en los salarios e ingresos en términos reales.

En esta línea argumental, se suele proceder a través del impuesto progresivo tan apreciado y aconsejado por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848. Dicho gravamen se traduce en cuatro efectos. En primer lugar, es regresivo puesto que el contribuyente de jure al contraer sus inversiones reduce los salarios de los marginales que se convierten en contribuyentes de facto. En segundo término, significa un bloqueo para la imprescindible movilidad social puesto que se perjudica a los que trabajosamente vienen ascendiendo en la pirámide patrimonial vía tasas que progresan a media que progresa el objeto imponible. Tercero, altera las posiciones patrimoniales relativas ya que son necesariamente distintas a las que había establecido la gente revelando sus preferencias lo cual acentúa el consumo de capital. Por último, con razón se sostiene que debe incrementarse la productividad y realizar los esfuerzos correspondientes pero nos encontramos con que la progresividad significa que cuanto más productivo el agente se propinan mayores palos fiscales como castigo.

La siempre ponzoñosa envida opaca la bendición de las desigualdades de las personas puesto que de otra manera se derrumbaría la cooperación social y la consiguiente división del trabajo. Si todos tuviéramos las mismas inclinaciones y vocaciones las relaciones sociales serían inviables puesto que todos seríamos panaderos y no habría plomeros o todos ingenieros y no habría médicos. El delta de ingresos y patrimonios en una sociedad libre es consecuencia necesaria de los gustos de la gente, lo importante es que todos mejoren pero no que sean iguales puesto que, como queda dicho, la desigualdad de resultados surge del plebiscito diario del mercado que a su turno es debida a las diferencias de talentos de cada cual para servir a su prójimo.

En este sentido, para comprobar como ha cambiado radicalmente la opinión que hoy se pone de manifiesto en el Vaticano y sin perjuicio de otros eventuales errores que puedan señalarse, es de interés reproducir un pasaje de lo consignado por el Papa León XIII en 1891: “Quede, pues, sentado que cuando se busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente, y como fundamento de todo se ha de tener es esto: que se ha de guardar intacta la propiedad privada. Sea, pues, el primer principio y como base de todo que no hay más remedio que acomodarse a la condición humana; que en la sociedad civil no pueden ser todos iguales, los altos y los bajos. Afánense en verdad, los socialistas, pero vano es ese afán y contra la naturaleza misma de las cosas. Porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma grandísimas y muchísimas desigualdades. No son iguales los talentos de todos, ni igual el ingenio, ni la salud ni la fuerza; y a la necesaria desigualdad de estas cosas le sigue espontáneamente la desigualdad de la fortuna, lo cual es por cierto conveniente a la utilidad, así de particulares como de la comunidad, porque necesitan para su gobierno la vida común de facultades diversas y oficios diversos, y lo que a ejercitar esos oficios diversos principalmente mueve a los hombres es la diversidad de la fortuna de cada uno.”

Viene ahora un asunto que estimamos de la mayor importancia. Hace muchas décadas que venimos insistiendo en que deben eliminarse de cuajo todas la reparticiones cuyas funciones son inútiles y contraproducentes con lo que se podrá reducir impuestos, la deuda y atenuar la siempre perniciosa manipulación monetaria. Pero en estos momentos en que la pandemia nos abarca a todos es inaudito que ni siquiera se comprenda que no es posible seguir cobrando gravámenes como si nada hubiera ocurrido cuando la inactividad fruto del Covid-19 hace estragos. ¿Cómo es posible aun sin comprender el significado de un sistema republicano que no se entienda que es un atropello doblemente mayúsculo que los burócratas pretendan cobrar emolumentos en medio de la catástrofe? Y no estoy en modo alguno sugiriendo recortes en remuneraciones, estoy proponiendo eliminación de cargos para que por lo menos haya una ventaja en esta situación desafortunada al efecto de aprovecharla para hacer algo por el bien de la gente y aliviarla de algunos tormentos tributarios.

Por último y para cerrar esta nota periodística, subrayo que como si todo lo dicho fuera poco hay gobernantes trasnochados que sostienen que la solución a los problemas es el aumento del consumo sin entender que la clave para todo es el incremento de la producción. Si un grupo de náufragos llega a una isla deshabitada y uno de los sujetos proclama que lo que deben hacer es consumir para resolver sus problemas, seguramente los colegas no se molestarían en contestar semejante sugerencia (si es que no amenazan con ahogarlo en represalia por tamaña obscenidad). En esa isla imaginaria y en cualquier otra circunstancia el comentado círculo nefasto destruye la concordia y las relaciones entre las personas.

El autor es Doctor en Economía y también Doctor en Ciencias de Dirección, preside la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.