Pobrismo y frivolidad política: una combinación fatídica

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Axel Kicillof
Axel Kicillof

En esta campaña tan mezquina en ideas innovadoras como generosa de viejos conocidos de probadas cualidades administrativas, las palabras del candidato Axel Kicillof evocan algo bastante más preocupante que la ignorancia respecto de un tema tan sensible como el narcomenudeo en las villas: la incorregible frivolidad de nuestra clase dirigente frente a temas cruciales.

A favor del ex ministro kirchnerista aparecen los que redoblan la apuesta afirmando que de haberles tocado en suerte quedar sin trabajo formal, no hubieran dudado en “salir de caño” o aún de ponerse a vender drogas. En su contra, un bien pensamiento indignado que estratégicamente utiliza a los pobres remarcando su honestidad mayoritaria. Una perogrullada que simula la atribución del delito a la “vagancia” que localizan en la minoría de “pobres malos”. Ambas actitudes, además del crisol de sus variantes intermedias, componen ese conjunto de imaginarios sobre la novedad local de la pobreza estructural: el pobrismo.

Kicillof caricaturiza una realidad compleja: los intrincados vasos comunicantes entre la marginalidad social y el delito. Tal vez sin proponérselo, está dándoles la razón a sus críticos al concebir al narcomenudeo como un trabajo sustituto de las actividades legales. Una suerte de reconversión automática: “Pierdo el trabajo o no lo encuentro, pues me dedico a delinquir”. Y según algunas interpretaciones, esa reconversión hasta tendría algún viso de legitimidad correlativa a las perversiones intrínsecas del capitalismo o de su vertiente más inhumana: el neoliberalismo. Dicho de otro modo, el delincuente más que victimario es la víctima de un sistema congénitamente injusto. Algunos progresistas y católicos partidarios de la “teología del Pueblo” no dudarían en corroborarlo.

La observación del candidato abre varios interrogantes. ¿Cuál es la razón por la que durante el gobierno del que participó la pobreza no rompiera el piso de una cuarta parte de nuestra población cuando crecimos durante casi una década a tasas del 8% anual? ¿Cómo es posible que luego de 30 años de ensayar políticas administrativas de la pobreza –que su gobierno perfeccionó- un gobierno tras otro no han hecho más que estructurarla? ¿Impericia ante lo nuevo, errores de diagnóstico, inercia burocrática; o tal vez un negocio no precisamente favorable a la promoción social de los desposeídos? La verdad suele ubicarse siempre en algún lugar intermedio. En todo caso, denota un problema más profundo: la ausencia del Estado como garante de la ley; o su presencia venal lisa y llana.

El régimen administrativo de la pobreza constituye, en ese orden, un monstruo filantrópico de mil cabezas en el conviven distintas modalidades de asistencia para garantizar una supervivencia estática y sin horizontes. Sus programas constituyen solo su cara visible que oculta a otra más sórdida destinada a la “población excedente” marginal: la apertura de espacios para actividades ilegales remuneradas mediante el espejismo de ingresos tan superlativos de cualquier trabajo legal que les permiten soñar con una vida tan fastuosa como breve. Es la zona de Estado mafioso que explota a los indigentes; sobre todo a los jóvenes. Y termina en una de sus estribaciones más horrendas: una matanza sistemática, fácil de descubrir con solo recorrer los cementerios públicos poblados mayoritariamente no solo por pobres sino por jóvenes.

El narcomenudeo en villas excluye el cuentapropismo que sugiere Kicillof. Constituye el eslabón final de una larga cadena que asciende hacia dealers, traficantes internacionales y productores. Y que se cruza con el Estado venal a través de ciertos jefes de calle de la policía encargados de recaudar para el sostén de su aparato; y de paso, repartir la parte que les corresponde a funcionarios, políticos, abogados, fiscales y jueces. Son los que se quedan con la parte del león del negocio y que garantiza cajas negras abundantes para el financiamiento de la política mafiosa. Además de un ascenso social vertiginoso a costa de su mano de obra expoliada por el consumo del letal “paco” elaborado con el residuo de la cocción de la cocaína, mezclado con sustancias que van desde el talco y el vidrio molido hasta veneno para las ratas.

Durante los últimos años, desde la Nación y la provincia se viene librando una batalla sinuosa en contra de esta trama delictiva. Sería interesante que quien aspira nada menos a la gobernación bonaerense asuma una actitud responsable respecto de este flagelo prescindiendo de la liviandad de los diagnósticos triviales e irresponsables. Porque de no ser así, bien podría ocurrir que más de un “empresario” estratégicamente recluido en las más diversas actividades legales o ilegales ya se esté relamiendo para un nuevo festín junto con funcionarios siempre listos para liberar nuevas zonas y recomponer sus cajas espurias. Las victimas seremos todos: los marginados, los pobres, el resto de la sociedad; y hasta el propio candidato de llegar a la gobernación.

El autor es miembro del Club Político Argentino