La violencia, el verdadero clásico argentino

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Estoy en Guadalajara. Aquí lo ocurrido con el partido final de la Copa Libertadores se ha convertido en tema obligado de conversación. Están conmovidos. Frustrados. No entienden. Todos esperaban un espectáculo entre los clásicos rivales argentinos y de repente se quedaron sin nada.

Esperaron horas frente a la televisión que el partido se jugara. No entendían de que hablaban los periodistas ni las explicaciones de los dirigentes. ¿Por qué tanto revuelo si todo se había organizado para que las hinchadas no se crucen? Aquí todos sabían que sólo los locales colmarían el estadio. "Si todos respondían al mismo equipo ¿por qué los desmanes?", pregunta inquieto un ecuatoriano que esperaba ver el encuentro en el mismo bar en el que yo estaba.

No es fácil darles una respuesta. Es casi imposible explicar que algunos pocos hinchas de River atacaron brutalmente a los únicos boquenses que habían en el estadio: los jugadores. Cuando intento explicarlo sus miradas me penetran. Miran como si les estuviera hablando en sánscrito. No entienden.

"¿Y no había policías?", pregunta un mexicano. Entonces les cuento que estaba plagado de policías del Estado. Pero cuando ven las imágenes que han colmado las redes sociales y que la televisión repite, se preguntan como pudo ser que esa misma policía haya puesto al micro que trasladaba al plantel del Boca en la mira del cañón de bestiales riverplatenses. Me quedo sin argumentos. Es más, no me animo a decirles que por ese "servicio de seguridad" el Estado les cobra a los clubes. 

No hay razones. Algo nos pasa y es muy grave. Hemos llegado a naturalizar lo que a los otros asombra.

Hemos visto nuestro peor reflejo. Una lluvia de piedras que destroza los vidrios del bus en el que viajaba el plantel visitante. Una decena de energúmenos pateando a un pequeño perro hasta matarlo. Cinco imbéciles malnacidos rompiendo ventanillas de automóviles estacionados para saquear lo que hubiera en su interior. Una estúpida pega bengalas en la cintura de una pequeña niña para poder sortear el cordón de seguridad que se supone debe impedir que la pirotecnia ingrese al estadio. Tres furiosos volteando vallas para atacar lo que encuentran a su paso. Hechos ocurridos en una tarde en que el clásico del fútbol argentino estaba llamado a jugarse.

Todo lo narrado fue captado por ciudadanos que filmaron las imágenes emanadas de la barbarie desatada. Y en todo eso las fuerzas de seguridad parecían ausentes. No se observan policías alrededor de semejantes hechos.

No voy a cargar las tintas sobre alguien. Los primeros responsables son los imbéciles que en la calle arrojaron las primeras piedras y botellas sobre la caravana de Boca. Pero algo en el sistema de seguridad no funcionó. No cabe en la cabeza de nadie que hayan hecho pasar a los jugadores visitantes entre centenares de hinchas locales exaltados. Si esa era la ruta signada, es incomprensible que hayan permitido que lleguen hasta allí esas hordas violentas.

El fútbol argentino debe de una vez por todas hacerse cargo de todas estas cosas. No es un problema solo de los dirigentes. Justo es decir que Rodolfo D'Onofrio y Daniel Angelici hicieron lo imposible para quitarle dramatismo al enfrentamiento deportivo. Se exhibieron juntos tantas veces como pudieron. Hablaron poniendo paños fríos para que la temperatura descienda.

En realidad, la crisis que vive nuestro fútbol es un problema que nos atañe a todos los que amamos ese deporte y el espectáculo que nos brindan quienes lo juegan. Debemos segregar a los violentos. Ninguna hinchada vale la pena si el costo de mantenerla tranquila pasa por otorgarle prebendas y privilegios que otros simpatizantes razonablemente no tienen.

La semana pasada la Justicia irrumpió en la casa de uno de los jefes e la hinchada de River y secuestró en su interior entradas para la reventa del clásico y millones de pesos recaudados con esa reventa. Me preguntó si algo de lo que vivimos tendrá que ver con eso. ¿Habrá sido la venganza por el "negocio" frustrado? No lo sé. Pero si sé que desde hace años hablamos sobre el modo en que las hinchadas "trabajan" coordinadamente con dirigentes y  policías para sostener "negocios" como el de los "trapitos" o las ventas de hamburguesas y gaseosas en las calles. O "negocios" más grandes como la reventa de entradas para partidos de fútbol o para recitales que se hacen en esos estadios.

Todas dudas que es justo que tengamos en un país que cada vez tiene menos respuestas. Un país en el que el Gobierno nos da la libertad de armarnos si creemos que es el mejor modo de defendernos. Un país en el que la policía le pega un garrote al que se queja y entrega a un equipo de fútbol a la violencia de los contrarios.

Aunque muchas son las dudas, estoy seguro de que el partido entre Boca y River debe jugarse pronto y en el estadio en el que estaba programado. Así lo afirmo porque no quiero que los violentos frustren la alegría y la ilusión de los millones de argentinos y argentinas que sanamente amamos el fútbol. Quiero que a los violentos se los identifique, se los juzgue y se los condene.

Porque yo recuerdo que muchas veces en nuestra historia reciente los violentos fueron impunes y condicionaron nuestras vidas. Y ya no quiero que eso vuelva a pasarnos. Ni tan siquiera en el fútbol.