La destrucción de bienes culturales en el marco de conflictos armados registra antecedentes que se remontan hasta Egipto y Roma antiguos. Sin embargo, es una práctica que continúa vigente en el presente siglo, desde cuyos inicios se distinguen importantes casos en diferentes países de África, Medio Oriente y Asia, muchos de ellos con mayoritarias feligresías musulmanas. La saga se inició en febrero y marzo de 2001, cuando los talibanes que entonces controlaban Afganistán destruyeron con explosivos las estatuas de Buda de Bamiyán, construidas en el siglo VI d.C., por considerarlas ídolos paganos. En Malí, tiempo después, la vandalización sistemática de mausoleos y mezquitas sufíes ubicados en Tombuctú por parte de la organización salafista islámica Ansar al-Din (Defensores de la Fe) llevó a la Corte Penal Internacional (CPI) a tipificar los hechos como crimen de guerra. Consecuentemente, uno de los responsables del daño fue juzgado y condenado a nueve años de prisión.
En el marco de los sangrientos conflictos armados internos que aún azotan a Siria e Irak, la organización autodenominada Estado Islámico (EI), y también apodada Daesh por académicos y periodistas occidentales, ha destrozado sistemáticamente bienes culturales sitos en ambos países, a una escala sin precedentes. Tanto es así que se habla de la mayor destrucción física en el mundo islámico desde las invasiones de los mongoles, en el siglo XIII, o los peores daños al patrimonio que ha sufrido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.
El caso paradigmático en este sentido fue el de Palmira, localidad siria de origen romano tomada por Estado Islámico en mayo del 2015 y rebautizada Tadmur. El mero hecho de la toma del sitio por parte del EI fue catalogado como un "cataclismo cultural". Allí, en los meses subsiguientes la organización voló prácticamente todas las ruinas arqueológicas e incluso decapitó a Khaled al-Asaad, el arqueólogo octogenario que estuvo a cargo de las ruinas durante cuatro décadas, luego de torturarlo para obtener información sobre tesoros del lugar que habían sido escondidos para salvarlos de la destrucción.
Los mismos patrones de conducta se observaron en territorio de Irak, donde cobraron especial relevancia los casos de Nimrod, Hatra, Nínive y Mosul. Las razones que subyacen a esta conducta son diversas, aunque compatibles entre sí. Por un lado, existen fines propagandísticos, interpretando a los actos de destrucción como símbolo de la victoria alcanzada. Un segundo motivo es la generación de temor, disuadiendo y suprimiendo acciones de la oposición. En tercer término, se evidencia el intento de imponer un nuevo orden que desplace de manera absoluta al anterior, desde cero, borrando sistemáticamente sus vestigios culturales y su identidad. Aun puede identificarse una cuarta causa, de naturaleza económica: la venta de piezas arqueológicas y libros antiguos en el mercado negro como forma de financiación de la lucha armada y otras actividades de la entidad.
Desde cierta perspectiva, las dos últimas causas están interconectadas. En lo que un arqueólogo ha denominado "marketing de la pena", la difusión mediática de los actos de destrucción incrementa la cotización de los bienes ofrecidos en los mercados ilegales internacionales, a los ojos de personas o instituciones que eventualmente los adquirirían para preservarlas. Por otro lado, como se han ocupado en señalar numerosos especialistas en la cuestión, los actos de destrucción suelen apuntar a la eliminación de evidencias de un saqueo previo.
Lo acontecido en Siria e Irak con su patrimonio cultural a manos de Estado Islámico desnuda la escasa efectividad de las normas dictadas por la comunidad internacional luego de la Segunda Guerra: la convención de Ginebra de agosto de 1949; la convención de 1954 de la Unesco; y las convenciones de 1970 y 1972 de esta organización. Las acciones tomadas por la CPI en relación con Mali constituyen un saludable síntoma de cambio en este sentido, que debería ser extensivo al caso que nos ocupa. De todas maneras, no cabe dudas que las acciones de este grupo servirán de catalizador de una nueva serie de decisiones que adoptará la sociedad internacional para remediar su fragilidad en este campo. En ese sentido, resulta claro que la mayor responsabilidad recaerá sobre la ONU, especialmente en la Unesco y el Consejo de Seguridad; en este último caso, interpretando que la destrucción sistemática de patrimonio cultural no solo es un asunto precisamente cultural, sino también un imperativo de seguridad.
El autor es profesor en Doctorado Relaciones Internacionales de la USAL.
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