Evo Morales es presidente de Bolivia desde el 22 de enero de 2006. Transita su tercer mandato consecutivo, que culminará en 2020. En ese momento, habrá cumplido 14 años ininterrumpidos al frente de su país. Más tiempo que cualquier otro primer magistrado boliviano anterior. Para una rápida comparación relativa: más tiempo que los tres períodos juntos del kirchnerismo al poder en Argentina. Sin embargo, allí no se queda la cosa, Evo busca su cuarto período gobernando los destinos de Bolivia, incluso contra lo que la propia Constitución boliviana preceptúa.
Es que la Ley Fundamental de Bolivia no se anda con rodeos: sólo se puede una reelección consecutiva. El lector atento se preguntará, entonces, cómo es posible que haya un límite de dos mandatos seguidos en Bolivia, pero Evo Morales esté en medio de su tercer período presidencial. La respuesta es simple, aunque no por eso menos polémica: la Constitución boliviana fue reformada en el año 2009, cerca de la finalización del primer gobierno de Morales, lo que provocó intensos debates jurídicos respecto a qué reglas cabía aplicarle a este. ¿Qué terminó sucediendo? El final de esa historia no requiere mayores explicaciones. Evo Morales logró ser reelecto más de una vez consecutiva, gracias al aval judicial que le refrendó el falaz argumento de que Bolivia había sido refundada en 2009 con la nueva Constitución.
El MAS (Movimiento al Socialismo), partido liderado por Evo Morales, pretendía que se consagrara en el texto constitucional la figura de la reelección indefinida. Gesta que resultó infructuosa, y que ubicó a Morales en la difícil encerrona de tener que dilucidar cómo presentarse a una cuarta elección, ahora vedada constitucionalmente. En febrero de 2016, el MAS perdió por la mitad más uno de los votos en las urnas un referéndum que tenía como norte otra modificación a la Constitución de Bolivia, una modificación que asegurara el tan ansiado período 2020-2025. El pueblo boliviano parecía, por fin, decirle definitivamente que no a Evo Morales.
"La independencia de poderes, para mí, es una doctrina norteamericana, así como en el tema sindical (…). Es una doctrina del Imperio norteamericano, para que los obreros no hagan política" expresó hace no demasiadas semanas Evo Morales, al mismo tiempo que su Gobierno presentaba un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional de Bolivia para intentar obtener una resolución que fuera favorable a sus ambiciones políticas, al solicitar una declaración de inaplicabilidad de sendos artículos de la Carta Magna y la anulación de otros tantos de la ley electoral. El sostén de esa presentación judicial tiene como andamiaje el hecho de que Evo tendría un supuesto derecho humano a ser candidato. Sí, así como lo leen.
El ministro de Justicia boliviano, Héctor Arce, también se pronunció en idéntico sentido: "Cualquier reforma constitucional necesaria puede ser implementada cuando la voluntad del pueblo está en juego". Casi como decir que vale todo cuando la excusa es la alegada voluntad del pueblo. Una voluntad que no parece ser tan cierta, dado que a comienzos de octubre se realizaron masivas movilizaciones en La Paz, Santa Cruz de la Sierra, Cochabamba, Sucre, Potosí y Oruro. Asimismo, encuestas privadas señalan que si se celebrara un nuevo referéndum constitucional, más del 60% de la población votaría en contra.
Charles-Louis de Secondat, más comúnmente conocido como Montesquieu, explicaba en El Espíritu de las Leyes de manera clara y precisa que un país que no tenía división de poderes o que carecía de un Estado de derecho en realidad de lo que carecía era de una Constitución. Y no necesariamente porque no tuviera un documento que hiciera las veces de ley fundamental, sino porque una Carta Magna que se preciara de sí misma siempre iba a respetar esos dos vértices para su sostén. Evo Morales confunde burdamente el origen de la división de poderes, que se plasma de su forma más reconocida en esa obra seminal de Montesquieu, quien revivía la experiencia británica con el funcionamiento del Parlamento y de los Tribunales de Justicia.
Una división de poderes que es funcional, porque el poder siempre es uno solo e indivisible: el poder político. Una división que sirve a los fines de poseer un sistema de frenos y contrapesos que evite los desvíos del poder de nuestros gobernantes sobre nuestras vidas y propiedades. Porque la independencia de poderes no es un invento de los norteamericanos, ni tampoco está ahí para evitar que los obreros hagan política, como tan livianamente masculla Morales.
La independencia de poderes es el último valladar que asegura que nadie pueda arrogarse ser un dios entre los hombres y definir nuestros destinos como si fuéramos hormigas. En una cultura que se ha acostumbrado a que las cosas sean para todos, para que Bolivia no sea Venezuela, y para que América Latina no se hunda de nuevo en el populismo, deberíamos tener, más que nunca, división de poderes para todos.
El autor es director de Investigaciones Jurídicas de Fundación Libertad.
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