En un mundo cada vez menos seguro, la lista de países afectados por golpes islamistas en octubre contabiliza ocho presencias. Cuatro en África: Somalia, Níger, Egipto y Nigeria, por un lado, y cuatro asiáticas: Afganistán, Irak, Turquía y Siria, por el otro. Todos países de los cuales se tiene una idea muy difusa por lo general o siquiera se sabe ubicar en un mapa. En septiembre, la lista incluyó doce golpeados, más africanos esa vez (ocho); los tres primeros repetidos y se sumaron Burkina Faso, Malí, Camerún, Kenia y Chad al funesto listado. Los asiáticos afectados fueron los mismos, de lo cual puede concluirse que la violencia es endémica en todos los casos señalados, un entramado que no es tan visible como cuando el islamismo golpea en algún punto de Europa, como fue este año en Bruselas o el año pasado dos veces en París, por sólo mencionar los casos más resonantes, que provocaron amplia repercusión y consternación internacional.
Los medios de comunicación visibilizan mucho más las situaciones de aquellos escenarios que generan empatía para el consumidor occidental de noticias y, por ende, así provocan que las malas noticias de esos sitios conmocionen y duelan más. Tal vez sea el caso de Siria, el fenotipo de las víctimas se ajusta más al patrón occidental, pero no el de los subsaharianos. Fue ilustrativo, a comienzos de septiembre de 2015, el ejemplo del niño sirio ahogado, cuyo cadáver fuera recogido en una playa turca, Aylan Kurdi, aunque desde entonces bastante más de cuatrocientos menores sirios han repetido su destino, esta vez sin fotos y con ninguna repercusión. Siempre las víctimas son más de las que se muestran o se cuentan. En la última semana de agosto de este año se viralizó una foto de iguales características, de otro menor sirio, Omran Daqneesh, rescatado herido en el contexto de bombardeos en Alepo, ciudad en la que hoy se decide en parte la suerte del territorio controlado por el Estado Islámico en Siria e Irak, el centro de su Califato, o de lo que comienza a desintegrarse de él ante la avanzada militar de fuerzas variopintas y no siempre aliadas entre sí.
En un mundo globalizado, sirios y africanos provenientes de distintos rincones de su continente, junto a otros, son víctimas de la exclusión de un sistema oprobioso e injusto en el cual 62 multimillonarios poseen la misma riqueza que 3.600 millones de personas, la mitad de la población mundial (según un informe de Oxfam de principios de año). En esa masa anónima se encuentran quienes dejan la vida en la fosa común en que se ha convertido el Mediterráneo desde hace más de quince años, aunque el foco de interés mediático haya llegado con acusada tardanza, y comenzara a ser una preocupación periodística (pero no humanitaria, o con grandes fallas) hace no mucho más de tres años, con una cifra aterradora, que sobrepasa los treinta mil fallecidos, e incluye más de 3.500 en lo que va de 2016, siguiendo el curso regular de años precedentes. En apenas dos días de los primeros de octubre se salvaron diez mil vidas en el Mediterráneo en la ruta siempre mortal que une Libia a la tan ansiada por muchos Italia.
También suman al cortejo fúnebre las víctimas de los conflictos que provocan éxodos en diversos rincones del planeta, no sólo en el Mediterráneo. Tal vez, de todos los habidos en África y Asia, el más visible sea el sirio, que deja un tendal de muertos superior al cuarto de millón desde su inicio, en marzo de 2011 y grandes masas de desplazados y refugiados, muchas de las cuales buscan con desesperación nuevos horizontes en Europa, gran parte sin lograrlo. Pero sus consecuencias no comenzaron a ser realmente sentidas sino hasta el segundo semestre de 2013; se visibilizó por primera vez la crisis humanitaria en el Mediterráneo (tras 366 ahogados en la isla italiana de Lampedusa), y política, a las puertas de la Unión Europea. Es un problema que no se ha resuelto, pese a que el chispazo informativo ya no alumbre tanto como antes, en particular en la prensa argentina.
Mientras continuemos concibiendo a los muertos como números, meras estadísticas para completar la sección de internacionales de algún diario de tirada masiva, o nos mostremos reticentes a contemplar una nueva imagen como la de Aylan porque compromete nuestra sensibilidad, la indiferencia nos tapó. He allí el desafío del periodista: visibilizar la realidad y el trauma de quien sufre y muere; contar historias de personas como uno, aunque separen la distancia y las diferencias lingüísticas, culturales, etcétera. Su labor es hercúlea, ganar auditorios insensibles o acostumbrados a lo efímero y al registro memorístico de muy corto plazo, habituados a prestar más atención al último momento reportado por un paparazzi que a la desgracia de miles que sufren o fallecen a kilómetros de distancia. A fin de cuentas, como sentenció Gabriel García Márquez: "Aunque se sufra como un perro, no hay mejor oficio que el periodismo".