Un agente secreto retirado y una chica que necesita ser rescatada: el escritor español Lorenzo Silva regresa al thriller con “Púa”

Continuando la línea que le ha traído reconocimiento en los últimos años, el también autor de “La marca del meridiano” escribe una historia inquietante al estilo Taken.

Compartir
Compartir articulo
Portada de "Púa", del escritor español Lorenzo Silva. (Planeta de Libros).
Portada de "Púa", del escritor español Lorenzo Silva. (Planeta de Libros).

La vida de un agente secreto retirado da un vuelco de 180 grados cuando recibe un mensaje inesperado de alguien que le dice que lo necesita, que le queda poco tiempo. Todo se descoloca luego de varios años de haber dejado de lado el escudo de su organización, habiendo vivido de primera mano la suciedad de la guerra, convencido de la defensa de una sociedad democrática y de aquellos que han sido víctimas de la violencia que ejerce el terrorismo.

Ha pasado el tiempo, y aunque mucho ha cambiado, el mundo en sí se ha quedado estancado y parece que lo reclama de nuevo en él.

Le puede interesar: Los años de la dictadura chilena y la lucha por los ideales políticos en “La melodía de la memoria”, la nueva novela de Alyson Richman

La hija de Mazo corre peligro, y él, desde la cama de hospital en la que está postrado, no tiene posibilidades de hacer algo. Púa, su antiguo camarada, es la mejor opción para alejar a su hija de ese entorno hostil en el que se mueve, cueste lo que cueste.

Púa, pese al paso del tiempo, sigue siendo ese agente atinado y sagaz. Nadie podría hacer lo que él y nadie más estaría tan dispuesto a llegar hasta el final para cumplir con la misión. La llamada de su amigo se lo ha recordado, le ha traído a la memoria las luces y las sombras de su verdadera naturaleza.

La de Púa es una historia, al estilo Taken, que conduce a los lectores en un viaje hacia el corazón del verdugo, a lo más profundo de la violencia, intentando darle vuelta al efecto vital que conlleva traspasar los límites.

Le puede interesar: 25 años después de su creación, Lorenzo Silva continúa con las aventuras de los agentes españoles Bevilacqua y Chamorro en “La llama de Focea”

Luego de sus últimos trabajos de ficción, el escritor español Lorenzo Silva, conocido por su novela La marca del meridiano continúa transitando el camino del thriller que le ha permitido cultivar un éxito más que aceptable entre los lectores en los últimos años. En esta ocasión, ha conseguido narrar con buen tino aquello que ocurre en la frontera con la línea roja, con ese último escenario antes del abismo.

Esta es una historia sobre el trasfondo de la guerra sucia, el terrorismo en las ciudades y los espacios invisibles que surgen a la mitad de la corrupción y la transparencia.

Son cerca de 464 páginas las que componen esta pieza que ha sido publicada por el grupo Planeta en su sello Destino, como parte de la colección Áncora & Delfín. “Púa” es, quizá, el thriller más oscuro que ha escrito hasta ahora su autor, en donde la redención parece ser la opción menos viable y el derecho a vivir está limitado.

Sobre el autor, Lorenzo Silva

  • Nació en Madrid, España, en 1966.
  • Es uno de los grandes referentes de la literatura española contemporánea en el género histórico y policiaco.
  • Sus novelas suman más de dos millones y medio de lectores.
  • Ha escrito, entre otras, La flaqueza del bolchevique (finalista del Premio Nadal 1997), Carta blanca (Premio Primavera 2004), Recordarán tu nombre, la «Trilogía de Getafe», Castellano y su reciente Nadie por delante. Es autor del libro de viajes Del Rif al Yebala (Premio Algaba de Ensayo). Suya es también la serie protagonizada por los investigadores Bevilacqua y Chamorro; El alquimista impaciente (Premio Nadal 2000), La marca del meridiano (Premio Planeta 2012) y La llama de Focea son algunas de las novelas que la integran.
  • Junto con Noemí Trujillo, firma una serie policiaca que consta ya de dos entregas, Si esto es una mujer (2019) y La forja de una rebelde (2022).

Así empieza “Púa”

Soy una mala persona. Al igual que muchos otros, podría decir. Con la diferencia, podría alegar, de haber dejado de buscarme una disculpa para justificar mis fechorías. Y qué: lo primero no me hace bueno y lo segundo no me hace mejor. Son sólo complementos circunstanciales. Cuando uno acepta convertirse en una mala persona, poco importa lo demás. A quien le toca padecerte ni le va, ni le viene, ni le alivia.

No es que sea malo todo el tiempo, ni que desconozca el dulce sabor de las buenas acciones, que como cualquier ser humano que no haya perdido la razón y el sentido de la existencia prefiero a las otras. De hecho, a ellas dedico lo mejor de mis energías. Nada reconforta más que toparse con un semejante que necesita o al que puede convenirle tu ayuda y prestársela sin la menor esperanza de recibir algo a cambio. Nada nos conforma ni nos apega más a esta naturaleza embrollada que acarreamos por el mundo, con la sospecha de que bien podríamos ser el error final que la vida cometió para aniquilarse a sí misma.

En este lugar al que hace ya años decidí retirarme tengo ocasión de ejercer la bondad a diario, y no dejo de aprovecharla. Lo hago cada vez que me remango, agarro los trastos de limpiar y no sólo les quito el polvo a los libros que se alinean en los anaqueles de la tienda, sino que aprovecho para reordenarlos de manera que los clientes puedan hallar con más facilidad aquello que les interesa o buscan, en lugar de tener que bucear como submarinistas y revolver como chatarreros, a lo que los obliga sin ningún remordimiento la mayoría de mis competidores. Soy especialmente consciente, por mi experiencia del caos, la suciedad e incluso la inmundicia más extrema, del valor que tienen la limpieza y el orden, y que va más allá de la belleza que ofrecen a la vista. Quien extiende ante ti un espacio aseado y bien dispuesto te hace beneficiario de un acto de amor en el que sólo un imbécil o un malnacido puede reparar sin experimentar una corriente instantánea de gratitud.

Y cuando sucede que en el cliente que comparece ante mí aprecio un amor semejante, por el libro que está buscando o por ese otro con el que acaba de tropezarse de improviso, no puedo evitar darle un trato de favor del que puede nacer cualquier gesto de generosidad. Desde cobrarle por él menos o mucho menos de lo que de veras vale, siempre que la rebaja no menoscabe de manera irreparable el negocio, hasta facilitarle, también con descuento, algún otro libro similar que nunca habría encontrado por sí mismo, paralizado como está por el asombro de poder adquirir el que sostiene entre sus manos. Es superior a mí: me vence la ternura que me embarga ante esos ojos encendidos, ante el temblor en la voz que llego a advertir en algunos, y más si se trata de un hombre o una mujer todavía jóvenes, o de un anciano que en esa edad recobra de verdad la inocencia que un día tuvo. No digamos si además me asiste la certeza de que no les sobra el dinero. Esa emoción que los arrebata me reblandece y conmueve de tal modo que no puedo dejar de darles todo cuanto esté a mi alcance, y a veces sufro, hasta el dolor físico, por no tener más con lo que recompensar su ilusión.

Yo mismo, que llegué a este ramo de comercio por sacar partido de una querencia de juventud que cuando me hice cargo de la tienda ya no era más que el rescoldo de una pasión extinguida, y sólo porque me pareció tan buena cobertura como cualquier otra para ponerme a salvo de mi vida anterior, me sorprendo más de una vez acariciando algún viejo volumen, o marcando el número del encuadernador para que me lo restaure sin adulterarlo, dispuesto a pagar lo que por esa operación quiera pedirme. Y no tanto para poder despacharlo más caro, porque bien puede suceder que cuando esté recompuesto acabe viéndolo en manos de uno de esos bibliómanos febriles y enamorados a los que no dudaré en vendérselo a pérdida; sino por no permitir que algo que se hizo con cariño, ya fuera el del autor, el de su editor, el del impresor que lo produjo o el del artesano que en algún momento lo encuadernó, se vea ajado y desbaratado por los insensibles estragos del tiempo.

Y sin embargo, en cuanto se presenta la oportunidad, también este negocio saca de mí a la mala persona que soy. Ocurre, por ejemplo, cuando entra por la puerta uno de esos herederos obtusos a los que acaba yendo a parar absurda e injustamente todo el esfuerzo de una vida consagrada a los libros, y que se presentan como poseedores de un patrimonio engorroso que les urge liquidar. Todo su afán es sacar del despojo de la biblioteca ajena un rendimiento cuya tasación les sobrepasa, pero que aspiran a rebañar hasta el límite de lo posible. Sin tener ni idea de lo que el pelmazo del abuelo o del padre, o el uno después del otro, lograron reunir gracias a su conocimiento y su tesón, se plantan ante mí con esa suficiencia del propietario que no va a consentir que se le escatime un céntimo de lo que vale su propiedad. Como si fuera yo el que está desesperado por hacerse con el botín, cuando son ellos los que no ven la hora de desembarazarse de esa pila de papel que no quieren llevarse a sus casas. Los escucho, los observo, simulo que me dejo impresionar por su desenvoltura, que reconozco su destreza como vendedores, mientras pienso, con absoluta frialdad, cómo voy a desplumarlos y saquearlos, a la vez que les hago creer que son los más astutos negociantes y yo un pobre hombre que está a su merced.

Seguir leyendo: