Perdió todo por querer ser madre, se cansó de esperar el milagro y transformó su vida

En “Háblame de lo invisible”, la escritora argentina de novelas románticas Anabella Franco cuenta una historia en la que el buscado (y frustrado) milagro de la maternidad se ve reemplazado por un amor que, gracias a la resiliencia de sus protagonistas, logra renacer a partir del dolor.

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"Háblame de lo invisible", la nueva novela de Anabella Franco editada por VeRa, es una historia de maternidad, separaciones, duelos y reconstrucción, así como una prueba de que los milagros no se esperan, se buscan.
"Háblame de lo invisible", la nueva novela de Anabella Franco editada por VeRa, es una historia de maternidad, separaciones, duelos y reconstrucción, así como una prueba de que los milagros no se esperan, se buscan.

Para muchas mujeres con dificultades para concebir, llega una edad en la que la urgencia se vuelve tal que cualquier tratamiento, por más invasivo que pueda resultar, es una ventana para el milagro. Pero a pesar de que, como dice el refrán, la esperanza es lo último que se pierde, ¿qué pasa cuando todo falla?

En Háblame de lo invisible, la última novela de la escritora argentina Anabella Franco, la búsqueda incansable de la maternidad es el motor que da arranque a una historia dura, sí, pero también conmovedora y tierna. Editada por VeRa, esta novela romántica encuentra en el dolor y la pérdida un terreno fértil para la transformación.

Anya, el personaje principal, es una mujer que dejó un trabajo que amaba para tratar de ser madre junto a su esposo. Después de varios intentos fallidos de concebir naturalmente, la pareja decide recurrir a tratamientos de fertilización asistida que tampoco parecen dar resultado. Entre el alto costo del proceso médico y la negativa que se repite una y otra vez, Anya y su esposo empiezan a ver cómo su relación se va erosionando.

En su noveno intento, finalmente, Anya queda embarazada pero, al poco tiempo, pierde su embrión de cuatro meses y, con él, también su útero y su esposo, que decidió abandonarla en su peor momento. Sumado a la reciente pérdida de su madre, la vida de Anya parece derrumbarse por todos los frentes hasta que una extraña pero tentadora propuesta de su mucama le hará ver que los milagros no se esperan, se buscan.

Así empieza “Háblame de lo invisible”

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Nueve

Ese era el límite.

Nueve meses dura una gestación. Era justo que el noveno intento por conseguir una fuera el último. Su cuerpo ya había dicho “basta”. Podía sentirlo con cada píldora que ingería, con cada inyección, con cada anestesia. Con cada esperanza fallida, con cada falsa ilusión.

Esta vez no se traicionaría a sí misma. Hacía un año y medio se había prometido que el sexto tratamiento sería el último, luego el séptimo, después el octavo… Y allí estaba, pensando ahora que sería el noveno. Cumpliría. Aunque fuera difícil aceptar que la vida había dispuesto lo contrario a su deseo, no sabía si resistiría una batalla más.

Era difícil mantener la calma. Cada vez que salía de la clínica después de un tratamiento de fertilización asistida intentaba pensar en otra cosa, seguir con la rutina sin guardar la esperanza de que esta vez el resultado fuera distinto. Soportar ocho negativos no era solo una tortura para su cuerpo, sino también para su mente. El alma ya la había dejado en los consultorios médicos.

En apariencia, no había irregularidades en ella ni en su esposo. Eran dos seres sanos que, sin embargo, no lograban “embarazarse”. A medida que pasaban los años, las preguntas de los conocidos crecieron casi tanto como los hijos de sus amigas: “¿Y ustedes para cuándo?”, “¿no tienen miedo de que luego ya no puedan?”, “¿qué esperan?”. Un milagro, eso espero, comenzó a pensar Anya después del quinto intento fallido, deseando responderles algo distinto del típico: “Algún día, ya veremos”.

Tan solo le quedaba una amiga que no tenía hijos. Pero Sharon no quería ser madre; por su trabajo de tripulante de cabina, viajaba casi todo el tiempo. Amaba esa profesión como alguna vez la había amado ella, hasta que se retiró. Después de casarse con Jason, sus expectativas cambiaron. Cada vez que se iba de viaje, extrañaba demasiado su hogar y su familia. Mirando los hijos de los pasajeros terminó por darse cuenta de que, quizás, era hora de cambiar los aviones por los pañales.

El deseo de ser madre surgió de improviso, como si un día de sol se hubiera trastocado de golpe por una tormenta. Así bullían sus emociones cada vez que se colocaba el cinturón de seguridad y la aeronave comenzaba a moverse. Lo que antes le brindaba placer, ahora, de cierto modo, la entristecía. Ya no quería alejarse de casa. Necesitaba descansar más, una vida estable y tranquila.

Anabella Franco es autora de libros como "Lluvia salvaje", "Vivirás", "Camino al placer" y "Julieta".
Anabella Franco es autora de libros como "Lluvia salvaje", "Vivirás", "Camino al placer" y "Julieta".

Su último vuelo fue a Dubái. Allí aprovechó para celebrar su retiro con Sharon y con otros compañeros. Regresó a Houston con la idea de que, a partir de ese día, su vida cambiaría.

Jason y ella dejaron de cuidarse. Al séptimo mes de no lograr un embarazo, para no preocuparse más de la cuenta, aceptó trabajar para su madre recorriendo las sucursales de la cadena de pastelerías que Dorothy había fundado cuando era una veinteañera. Al año de intentar concebir sin éxito, acudieron por primera vez a un especialista en fertilidad. Entonces comenzó un camino sinuoso, a veces bastante empinado, que en el último tiempo le estaba pareciendo solo cuesta arriba.

Desde el principio, si bien los dos tuvieron que someterse a varios estudios, fue ella la que se llevó la peor parte. Analizar el aparato reproductor masculino resultaba bastante más sencillo que el femenino, teniendo en cuenta incluso la cuestión hormonal y otros tantos detalles que, por más increíble que pareciera, influían en que lograra o no un embarazo.

Padeció el dolor del examen por rayos X del útero y de las trompas de Falopio, la tensión de la expectativa y la planificación exagerada. Sus brazos, demasiado delgados y de piel muy blanca, casi traslúcida, sufrieron las marcas de las reiteradas extracciones de sangre, y las finanzas del matrimonio comenzaron a soportar el castigo de las colosales cuentas médicas. Dorothy tenía dinero. Según lo que podía deducir Anya recorriendo las sucursales de la cadena de pastelerías, el negocio funcionaba bien. Pero Jason se negó a pedir ayuda a los familiares. El problema que los aquejaba era íntimo y debía resolverse dentro del matrimonio.

Después de analizar los resultados de las pruebas, el especialista concluyó en que, en ausencia de patologías detectables, podían comenzar con coitos programados. Ante el fracaso de la estrategia, procedió con una estimulación a la ovulación. Cuando eso también naufragó, fue difícil para Jason aceptar la idea de la inseminación artificial. Por insistencia de Anya, terminó cediendo. Para cuando llegó la hora de intentar a través de un método de alta complejidad, la fecundación in vitro, ya estaba resignado a que no podría embarazar a su esposa del modo tradicional y tomar la decisión de avanzar le llevó menos tiempo, aunque siguió sin ser fácil.

Poco a poco, Anya descubrió que su vida se había reducido al único hecho de lograr ser madre. No había día en que no pensara en ello. Se quedaba mirando niños en los parques y cada embarazo del que se enteraba, ya sea de sus familiares o amigas, funcionaba como un puñal que se enterraba en su pecho, en especial cuando no eran deseados y llegaban “por accidente”. Comenzó a preguntarse por qué para algunas mujeres la naturaleza se lo hacía tan fácil mientras que para ella lo más simple tenía que ser tan difícil, por qué le tocaba transitar ese camino espinoso si su madre no había tenido problemas para gestar y parir una hija, hasta cuándo conviviría con la sensación de que, sin importar lo que hiciera con su vida, nada la llenaría tanto como ser madre. Ni siquiera encontró ayuda para su angustia en la iglesia a la que comenzó a concurrir algunos domingos con la esperanza de que, pidiendo a quien sea que la escuchara, ocurriera el milagro.

La relación con Jason tampoco era la misma. Ya casi no estaban juntos: no salían a cenar afuera, no miraban una película, no compartían tiempo con amigos. La presencia de bebés ajenos les hacía daño, entonces Anya optó por recluirse. Se sentía más segura en su trabajo, entre las paredes de su casa o en el auto, donde se encontraba en ese momento, rumbo al noveno tratamiento.

–Tendré que estacionar en la siguiente manzana –le avisó Jason, buscando dónde detenerse sobre la calle del centro médico–. En tal caso, a la salida puedes esperar en la recepción hasta que veas que estoy en la entrada.

–Está bien –respondió Anya con el rostro girado hacia la derecha. Tenía el codo apoyado en la ventanilla y los dedos sobre el mentón; miraba la acera. Estaba muy nerviosa. No quería ilusionarse, por eso su lado racional luchaba contra la emoción. Si no resulta, quizás pueda hacer otro intento. Uno más, el último de verdad, pensó. Respiró hondo y bajó el brazo para unir los dedos sobre el regazo. Apretó los labios maquillados de rojo y bajó la mirada hasta enterrarla en su abrigo azul.

Desde hacía un tiempo había notado que Jason tenía cada día menos interés en los tratamientos. Esa vez no fue la excepción: se detuvo frente a la clínica y le pidió que bajara mientras él buscaba un sitio donde dejar el auto. A pesar de que Anya le insistió para estacionar juntos, caminar e ingresar al centro médico de la misma manera, él le dijo que era mejor a su modo, por si le costaba encontrar lugar y se hacía tarde, y ella terminó cediendo. Jason llegó para acompañarla recién cuando Anya ya había terminado de hacer los trámites en la recepción y se dirigía a la sala de espera.

La transferencia del embrión a su útero no demoró mucho, incluso le pareció más rápida que en las oportunidades anteriores. Quizás se debía a que se le estaba haciendo costumbre.

–¿Han pensado en lo que les comenté de la donación de gametos? –preguntó el médico mientras terminaba el procedimiento. –He pensado en dejar de malgastar dinero en esto –contestó Jason. A pesar de que tenía un rostro angelical, Anya lo miró con expresión asesina.

–¿No cree que funcione esta vez? –indagó, preocupada. –Tal como les expliqué en el consultorio, para esta oportunidad yo habría escogido la donación de gametos. De óvulos, al menos. –Funcionará –afirmó Anya antes de que a Jason se le ocurriera contestar otra barbaridad. Conocía sus ideas respecto de ciertos asuntos y prefería preservar al doctor de escucharlas.

Para Anabella Franco, "Háblame de lo invisible" es una de las mejores novelas que escribió en su vida.
Para Anabella Franco, "Háblame de lo invisible" es una de las mejores novelas que escribió en su vida.

Cuando todo terminó, esperó a su esposo en la recepción de la clínica mientras él iba en busca del auto. Aunque no había una indicación médica precisa de reposo, prefería cuidarse lo máximo posible el día de la transferencia, por ejemplo, evitando caminar.

En cuanto vio aparecer el coche, huyó de una conversación que acababa de comenzar una señora. No tenía ganas de escuchar historias ajenas de éxito en fertilidad, eso la hacía sentir la única en el mundo a la que le costaba tanto ser madre.

Los días siguientes a una transferencia embrionaria eran siempre de gran expectativa. Aunque intentaba continuar con su rutina, sin querer terminaba cuidándose en algunos aspectos como si de verdad, al fin, estuviera embarazada. Descansaba más, evitaba hacer esfuerzos físicos y suspendía sus clases de gimnasia con la excusa de que estaba enferma. Por consiguiente, también trabajaba un poco menos, lo cual generaba a veces preguntas por parte de su madre. Llevaba tantos intentos fallidos que prefería conservar en secreto que estaba en medio de un nuevo tratamiento. En el sexto había decidido que no volvería a compartir su elección con nadie.

La ansiedad le impedía conciliar el sueño. Hubiera deseado que el resultado del análisis de sangre se pudiera obtener antes de los diez días de realizado el procedimiento; no soportaba la incertidumbre. Era imposible. Ya se lo había hecho antes de la fecha indicada en otras oportunidades y solo conseguía empeorar el miedo a que una vez más no hubiera dado resultado o a que, si veía un indicio positivo, fuera equívoco.

El día clave concurrió al centro médico con el corazón en la boca. Jason no pudo acompañarla: esa mañana evaluaban candidatos para un puesto importante en la empresa donde trabajaba como jefe de recursos humanos y no podía faltar. Tampoco hubiera tenido sentido que lo hiciera. El resultado se lo enviaban por e-mail en el transcurso del día y ese era el momento verdaderamente importante. La extracción no era más que el punto culminante de la intriga.

Recibió el correo electrónico mientras conversaba con la encargada de una de las pastelerías. Se apresuró a despedirse de la mujer, regresó a su automóvil y abrió el archivo adjunto con el corazón al galope.

Conocía los valores de referencia de memoria. Por eso, cuando encontró que el suyo se correspondía con un embarazo, comenzó a temblar. Se llevó una mano al estómago e intentó respirar con tranquilidad. Si de verdad estaba esperando un hijo, empezaría a creer que los milagros existen.

Lo primero que hizo fue llamar a su médico. Aunque el hombre la felicitó, también le advirtió que podía perderse por ser todavía muy reciente y le indicó que repitiera el análisis dos veces en días distintos.

En cuanto cortó, se comunicó con Jason.

–¡Funcionó! –exclamó y se echó a llorar, desbordada de emoción–. Por favor, reunámonos en casa. Estoy embarazada.

–Anya, estoy trabajando –replicó él–. ¿Llamaste al médico? ¿Estás segura de que no es un error?

–No es un error, te lo juro.

–De acuerdo. Estaré allí lo antes posible. Tengo que terminar con las entrevistas. Te veo después.

Jason había cambiado mucho en ese tiempo. Lo sentía cada vez más frío y distante, pero en su voz había notado emoción. Tal vez no quería ilusionarse, como le sucedía a ella. Sin embargo, ante el resultado positivo todo se sentía distinto. Tenía a la vez un terror impresionante a perder ese único hijo que había podido concebir y, por otro lado, ya podía verlo en sus brazos, mirándola con sus ojos tiernos.

Se dirigió a casa sin terminar su recorrido del día y se metió en la cama. Se llevó una mano al vientre y le dio las gracias a ese Dios en el que no sabía si creía, pero que sin dudas la había escuchado y había obrado el milagro.

Estaba embarazada. Lo había logrado. Después de casi seis años de lucha, iba a ser mamá.

Quién es Anabella Franco

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1985.

♦ Es escritora y docente.

♦ Se especializa en ficción juvenil, novela romántica y ciencia ficción.

♦ Es autora de libros como Lluvia salvaje, Vivirás, Camino al placer y Julieta.

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