Fue en el 2009, Natalia tenía 19 años y había llegado sola a la Ciudad de Buenos Aires desde Chubut, su provincia natal, donde había vivido una vida familiar atravesada por distintas formas de violencia. Dormía en una pensión en Once, no tenía trabajo y su apuesta era intentar construir un proyecto de vida a pesar de la pobreza con una beca que había conseguido para estudiar en la UBA.
“Había estado de novia con un chico de mi edad pero habíamos cortado el vínculo, yo ya no quería estar con él. Era una persona que me descuidaba, que me violentaba, que no me quería. De hecho, había dejado de tomar las pastillas justamente para no estar más con él. Pero esta persona volvió a acercarse y eso como que inhibió la decisión que yo había tomado”, arranca Natalia Oyarzo mientras conversa con Infobae.
Natalia venía de una vida tomada por las violencias y todavía no conocía el autocuidado que el activismo feminista y la experiencia luego le enseñaron. “Creo que por mi historia no pude en ese momento exigirle a esta persona ‘ponete un forro’. Él tampoco se preocupó, dejó toda la responsabilidad de mi lado. Y bueno, fue ahí que quedé embarazada”.
Dice que no tuvo ninguna duda de que no quería continuar con ese embarazo, el problema era otro: cómo. “Me acuerdo que hasta que tuve las pastillas en mi mano fue llorar y llorar, y tener la sensación en el cuerpo de que si yo no lograba encontrar la forma de hacerme el aborto me iba a matar. No podía ver la posibilidad de tener una vida feliz trayendo al mundo a alguien cuando no quería, no era una opción para mí, tampoco quedar atada para siempre a esta persona que me violentaba. Además de eso, aún si hubiera querido, no tenía forma en lo económico, apenas me podía sostener yo”.
Como el aborto era ilegal y por ahora sigue siéndolo -algo que puede cambiar pronto en Argentina si el Senado vota a favor de su despenalización y legalización-, no tuvo más opción que recurrir a la clandestinidad, pero no a una clínica a hacerse una práctica clandestina pero segura:
“No. Un amigo de él de la escuela tenía un contacto porque hacía poco había abortado con su pareja. Era una persona con la que te encontrabas en Plaza Constitución, un desconocido que te vendía cuatro pastillas sueltas (cuando para completar el proceso hacen falta 12 pastillas) y te daba una hoja A4 con instrucciones de cómo usarlas. No era la cantidad adecuada, la caja no estaba cerrada, no sabés la fecha de vencimiento, no tenés idea qué te estás metiendo. Pero imaginate la desesperación que yo tenía que no me importó nada. Me jugué la vida. Cuando sos pobre, si abortás te la jugás”.
De historias como las de Natalia y de personas con otras identidades de género con capacidad de gestar (como varones trans y personas no binarias) habló esta semana, pocos días antes de la media sanción de la ley, la Secretaria Legal y Técnica de la Presidencia y autora del Proyecto, Vilma Ibarra.
“Si una mujer no tiene los recursos para pagar una práctica clandestina pero segura, tiene que arriesgar la vida y la salud. Es un derrotero de un sufrimiento enorme para muchas jovencitas que no saben a dónde recurrir, cómo juntar la plata para pagar el Misoprostol. Tenemos que evitar el sufrimiento de las mujeres que pasan por la clandestinidad del aborto”, le dijo a la periodista Luciana Peker en una entrevista con Infobae.
“Mi miedo en ese momento era que no funcionara y con tal de que funcionara me entregué absolutamente a la clandestinidad. Las pastillas no alcanzaban para completar el proceso pero para poder comprar esas cuatro le pedí a esta persona que pusiera la mitad y gasté todo lo que tenía, pedí prestado y me quedé sin plata para comer el resto del mes. Estas son las condiciones en las que hoy también se aborta, no son historias de hace 10 años, en la desesperación muchas mujeres hacen lo que sea”.
Natalia había leído en Internet que podía empezar el proceso colocándose en la vagina esas cuatro pastillas y luego ir a un hospital y jurar que estaba teniendo un aborto espontáneo. “Leí que no tenían forma de darse cuenta, y me arriesgué, no me quedaba otra”.
No quiso interrumpir el embarazo con su ex pareja sino en la casa de una amiga, donde se sentía más contenida. “Teníamos un médico ginecólogo conocido y le contamos que lo íbamos a hacer, como para tener a quién pedirle ayuda si algo salía mal. Pero nos rechazó, dijo que no lo llamáramos. Así que si pasaba algo... nada, no teníamos ningún plan”.
Natalia se las colocó según las instrucciones del vendedor de Plaza Constitución, al día siguiente empezó a tener un sangrado abundante, contracciones, y dos días después, consciente de que el proceso se había iniciado pero había quedado incompleto, fue a la guardia del Hospital de Clínicas.
“Un proceso incompleto puede generar infección en 24 horas. Igual, no dije la verdad, dije los síntomas que tenía. Me atendieron médicas residentes y me trataron muy mal. Nadie me preguntó cómo había llegado a un embarazo no deseado o si había sido forzado, pero sí me hicieron muchas preguntas para saber qué era lo que yo había hecho. Mientras me revisaban, yo con las piernas abiertas, me decían que ellas iban a darse cuenta si yo lo había provocado y no había sido un aborto espontáneo. Yo todo el tiempo lo negué pero tenía pánico de que llamaran a la policía. No sé qué me hubiera pasado si decía la verdad”, sigue.
Es una forma de decir, porque sí lo sabe. Así lo estipula el Código Penal: “Será reprimida con prisión de uno a cuatro años la mujer que causare su propio aborto o consintiere en que otro se lo causare”, algo que el Senado tiene -por segunda vez- la oportunidad de cambiar. El proyecto de ley que obtuvo media sanción el viernes dice, en cambio, que “no es delito el aborto realizado con consentimiento de la mujer o persona gestante hasta la semana catorce (14), inclusive, del proceso gestacional”.
Fue en otro hospital que le hicieron un raspaje y le dieron más pastillas para terminar el proceso.
“No me arrepiento de nada”
Por supuesto que la clandestinidad alimenta ese mercado ilegal al que tuvo que recurrir Natalia. “Hoy el Misoprostol (el medicamento que se usa para hacerse un aborto con pastillas) tiene un precio cuando va una mujer sola a intentar conseguir y tiene otro precio cuando el Estado garantiza una prestación y puede proveer”, explicó Vilma Ibarra en la entrevista con Infobae.
Su experiencia, su “aborto rodeado de silencio”, impulsó a Natalia a ser parte de un grupo de mujeres, lesbianas y bisexuales que ofrecen acompañamiento e información a personas que necesitan interrumpir un embarazo en la zona sur del Gran Buenos Aires para que lo hagan de la forma menos riesgosa posible. El método que difunden es el mismo que propone el ministerio de salud de la Nación en el protocolo para la interrupción legal del embarazo. También el que recomienda la Organización Mundial de la Salud en la guía “Aborto sin riesgos” para los países en los que está penalizado.
Por eso, más allá de su historia personal, conoce el paño.
“Hoy, sólo en el caso de que consigas una receta médica, vas a una farmacia, comprás legalmente las pastillas y te salen entre 6.000 y 10.000 pesos; en el mercado ilegal, cuando no tenés receta, pueden costar el doble”, explica Natalia.
Hay dos medicamentos comerciales que se consiguen en Argentina. El Oxaprost, producido por Laboratorios Beta, con una presentación de 16 pastillas. Costaba alrededor de 300 pesos en 2010 y hoy cuesta casi 10.000 pesos, según el monitoreo de precios del Observatorio Nacional de Acceso al Misoprostol. El otro es el Misop 200, producido por Laboratorios Dominguez (nacional) que viene en una caja de 12 pastillas, costaba 2.900 pesos hace 2 años y hoy vale casi 6.000.
El dato no se puede leer por fuera de las estadísticas: en Argentina la pobreza afecta al 40,9% del total de la población. Y para ir más a lo concreto y pensar cuántas personas que pueden necesitar un aborto podrían no tener dinero para pagarlo: una empleada doméstica, por poner un ejemplo, cobra unos 200 pesos la hora. “En este contexto, siguen existiendo mujeres que, sin dinero, recurren al perejil. No es masivo ya pero claro que siguen existiendo”.
“¿Quién vende las pastillas en el mercado ilegal? “Las venden por Internet y al precio que quieren. A veces en la farmacia, donde tienen la caradurez de venderlas por unidad. Otras un desconocido, como a mí en Plaza Constitución, o alguien te pasa el teléfono de una señora que vende en la feria de Solano, por ejemplo. O alguien que tiene contacto con laboratorios y hace la reventa. Es mucha la gente que se aprovecha de la situación, gente que ve un negocio donde hay desesperación, donde hay falta de conocimiento y donde no hay acceso a la educación sexual”.
Natalia ya cumplió 30 años, sigue sin tener un trabajo estable, continúa viviendo en una pensión y sus ingresos, cuando aparecen de mano de la informalidad (por ejemplo, cuando fue niñera) la dejan siempre por debajo de la línea de la pobreza. Está por empezar a cobrar un plan social y su historia, como las de muchas, desmiente una frase repetida: que las mujeres pobres no abortan (lo dijo en 2018 el Padre Pepe).
“No estoy arrepentida de haber abortado, para nada. Mi calidad de vida no mejoró en todo este tiempo, imaginate la vida que le podría dar a un hijo o hija, que hoy tendría 11 años. ¿La verdad? Sería muy poco lo que podría ofrecerle, una vida bastante precaria, si la mía ya la es…”
“¿Qué crees que habría sido distinto en tu historia si el aborto hubiera sido legal en 2009?”, es la pregunta final de Infobae. Con la euforia por la media sanción todavía en el cuerpo y con la esperanza de que el Senado salde lo que se conoce como “la gran deuda de la democracia”, Natalia contesta:
“Podría haber sentido la tranquilidad de saber que se iba a poder solucionar y no habría tenido que entregarme al azar”, cierra. “Creo que con la ley, y también cuando el Estado se haga cargo de implementar la educación sexual integral en todos los niveles educativos, las mujeres vamos a tener la autonomía para decidir nuestros propios proyectos de vida sin quedar expuestas a tantos riesgos. Hablo de todas pero especialmente de las que nacimos en la pobreza, a quienes tener un proyecto de vida propio ya nos cuesta demasiado, ¿no?”.
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