
“Vivimos un tiempo en el que se exige que uno tome una posición, que se sitúe en una línea, bien o mal, a favor o en contra, y la vida no es eso”. El que habla es Arturo Pérez-Reverte en una entrevista reciente con el periódico mexicano Milenio. “Con la edad, he descubierto que tengo muchas menos certezas, cosa que no pensaba cuando era joven. Estoy a punto de cumplir 73 años y tengo más incertidumbres que certezas. Y me gusta. Me gusta ver que el mundo es un lugar ambiguo donde el bien y el mal, el blanco y el negro, el rojo y el azul, son relativos, que todo es cambiante y no hay fronteras claras sino más bien líneas difusas. Creo que pensar así es mucho más fértil”, agrega.
Su posición, aunque provocativa, no es tan novedosa como parece: podemos ubicarla dentro de una tendencia que le discute a la cerrazón argumental de las redes, ese lugar en el éter cuya estructura se cimenta en la reafirmación constante de lo que Éric Sadin llamó el “individuo tirano”. Un libro colectivo editado hace meses adscribe a algo de esa idea. En Por qué cambié de opinión, varios autores responden a la pregunta del título: ahí aparece el titubeo firme, la duda reveladora, la posibilidad de modificar la visión propia y siempre sesgada del mundo. Así surgen los debates, los intercambios y proliferan los argumentos. ¿Un freno al amparo tosco y superficial de la red?
“¿Es nuestro sesgo de confirmación que golpea duramente nuestro cerebro reptiliano en busca de una respuesta agresiva o de huida? ¿En qué momento la opinión es sinónimo de quiénes somos?”, se preguntan los editores de Godot. Escriben Nicolás Artusi, Fernando Duclós, Diego Golombek, Liliana Heker, Federico Kukso, Margarita Martínez, Bård Borch Michalsen, Agostina Mileo, María Moreno, Hinde Pomeraniec y Alejandro Tantanián, pero volvamos a Pérez-Reverte: “Cuando uno tiene certezas, cuando uno tiene claro el bien y el mal, su vida se vuelve muy aburrida y monótona, y puede caer en el fanatismo, y el fanatismo significa la Inquisición, y luego el exterminio del adversario”.

En esta misma línea, el año pasado, el francés Ángel Martínez-Hernáez publicó Elogio de la incertidumbre donde no solo reflexiona sobre las limitaciones epistemológicas, éticas e institucionales que afectan al campo de la salud mental, sino que alumbra sobre lo que la cerrazón metodológica puede dañar: los pacientes. El libro subraya la importancia de no dar todo por cerrado, de no asimilar las largas discusiones de siglos como saldadas, y concluye en “los límites de la reparación”: “Cuando nos percatamos de que, ante las personas que no pudimos comprender adecuadamente, respondimos con una objetivación que las deshumanizó”, se lamenta Martínez-Hernáez.
En el 2020, Alexandra Kohan publicó en Revista Polvo una reseña del libro Elogio del riesgo de Anne Dufourmantelle titulada “Elogio de lo incierto”, enunciado que incluiría en el título de su libro Y sin embargo el amor. “El riesgo del que Dufourmantelle se ocupa es —escribe Kohan— el de la posibilidad de ‘la irrupción de lo inédito’, es la posibilidad de que se dibuje una línea en el horizonte que habilite el desplazamiento como contrapartida a la fijeza de las pretendidas certezas que inmovilizan. Es lo inédito en las antípodas de lo que ya se sabe, de lo que ya está escrito, es lo inédito que se suscita si se está dispuesto a dejar de pretender asir lo inasible, si se está dispuesto a vivir sin rechazar lo incierto”.

“Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados”, decía Mark Twain. Una persona que no se permite la duda ni cuestiona sus creencias, está perdida: un esclavo feliz, maleable, eficiente, perfecto. “En ese sentido, la ambigüedad es saludable”, dice Pérez-Reverte. “Por supuesto, tengo mis ideas, sé dónde estoy. No soy equidistante, soy ecuánime, que es distinto. Acepto que puedo estar equivocado y que mi enemigo puede tener razón algunas veces. Creo que esto es saludable: reconocer virtudes en el adversario y defectos en el bando propio. Creo que es muy higiénico y saludable, aunque eso ocurre muy poco hoy en día. Así que soy un novelista orgulloso de sus incertidumbres”.
Si cada época tiene su lenguaje, el que gobierna esta era parece ser más lineal, más transparente, menos opaco. Pero la literatura, que podríamos definir como el grado más alto del lenguaje —porque exagera, porque lo hace elástico, porque lo lleva hasta sus últimas consecuencias— trabaja sobre su opacidad, sus claroscuros, sus ambivalencias. Hoy las redes sociales lo antagonizan: pica en punta lo rápido, lo breve, lo estruendoso, lo sentencioso, lo fatal. Y eso se premia: a más visualizaciones, más monetización. Si gana el que más grita, también el que propone un mundo cerrado, sin ambigüedades, fácil de entender. Una utopía artificial, limpita, sin las manchas del barro de la realidad.

Sócrates sí sabe. Algo, al menos, un poco, lo suficiente, como para decir: “Solo sé que no sé nada”. Son las máximas de la Antigua Grecia. ¿Realmente dijo eso? Acá su sentencia, o lo que creemos que es “su” sentencia, porque no hay ninguna evidencia de que Sócrates haya escrito una palabra, empieza a entrar en un espiral incierto. Primero: lo que sabemos de Sócrates fue relatado por dos de sus discípulos, Jenofonte y Platón, y por Aristóteles (discípulo de Platón). Segundo: no dijo exactamente eso. En Apología de Sócrates, Platón cuenta: “Este hombre, por una parte, cree que sabe algo, mientras que no sabe [nada]. Por otra parte, yo, que igualmente no sé [nada], tampoco creo [saber algo]”.
Para Michael Stokes, que en 1997 tradujo Apología de Sócrates, hay un problema de interpretación: no es que giramos hacia el callejón sin salida de la ignorancia, sino que no existe algo así como una certeza absoluta: ese oasis no existe. Casi 25 siglos después, en un mundo hipermediatizado, sobreinformado y con el sueño húmedo de habitar una tecnocracia, esta vez de millonarios exitosos y con ambiciones futuristas, la pregunta no cambia. Seguimos haciendo malabares entre la razón y la verdad. Las bibliotecas no se queman, las tradiciones se respetan, pero deberíamos chapotear un poco más en el charco de la incertidumbre. No solo es ensuciarse; quizás funcione como un baño de humildad.
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