María Gainza y sus libros en primera persona: “En la vida real soy mucho menos sofisticada que cuando escribo”

La celebrada escritora argentina habla de “Un puñado de flechas”, su nuevo libro, en el que regresa al mundo del arte y a lo que llama sus “raíces”. Esta vez, con textos por encargo a los que consiguió imprimirles su propia voz

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María Gainza volvió a escribir
María Gainza volvió a escribir sobre arte, esta vez reuniendo varios textos que fueron realizados por encargo.

Luego de años de trabajo vinculado con la divulgación del arte, la aparición en 2014 de El nervio óptico –primero en la editorial independiente Mansalva y luego en editorial Anagrama– supuso la consagración de una forma de escribir y contar que muchos calificaron de novela. En ese libro de María Gainza, compuesto por once capítulos que cruzan una personal historia del arte con cierta peripecia de la vida de la narradora, María inauguró un estilo y un género tan fascinante como inclasificable, entre el ensayo y la narrativa, entre el mejor periodismo cultural, el género biográfico alejado de normas estrictas y la crítica sin solemnidad.

A El nervio óptico, traducido a más de quince lenguas, le siguió en 2018 La luz negra, una historia atrapante que atraviesa décadas del arte argentino con el ojo puesto en el marcado de las falsificaciones y en las figuras de los falsificadores. Este año, Anagrama publicó Un puñado de flechas, un volumen con quince relatos y un epílogo más personal que vuelve a la senda híbrida de El nervio óptico. Se trata de historias reales vinculadas al mundo de las artes visuales, con protagonistas más o menos célebres pero siempre atractivos y contadas desde una primera persona irreverente, que siempre se las ingenia para convertir el asombro en un regalo inesperado para el lector.

Semanas atrás conversamos sobre su obra durante la grabación de un episodio del podcast Vidas Prestadas. Lo que sigue es la edición de esa charla en la que se cruzaron el debate por los géneros literarios y la autoedición, la reivindicación de los trabajos por encargo y la necesidad de contar con una fecha de cierre para no demorar los textos, las contradicciones que el uso de la primera persona le genera a una escritora que es famosa por sus fobias y las obsesiones y rituales a la hora de escribir.

Y también se cruzaron en esta charla risas, muchas risas.

Un puñado de flechas recupera muchas cosas que están en El nervio óptico en cuanto a los materiales pero también en términos formales. ¿Cómo fue ese proceso y por qué regresaste a esa estructura?

— Como cuento en el posfacio del libro, para mí entrar en Anagrama tan rápido por un lado fue un golpe enorme de suerte, acompañado por gente que me apoyó o que creyó en ese libro, digamos, pero todo como casi sin buscarlo. Sinceramente yo no lo buscaba, jamás lo hubiera imaginado siquiera. Pero también fue algo que me paralizó: no tenía las herramientas para estar en esas grandes ligas. Entonces, también para sacarme un poco de encima la idea de que El nervio óptico era el One Hit Wonder escribí La luz negra, que igual es un libro que a mí me gusta mucho porque me parece que es jugado, es arriesgado y era difícil salir.

"Un puñado de flechas", de
"Un puñado de flechas", de María Gainza, es un volumen con quince relatos y un epílogo más personal que vuelve a la senda híbrida de "El nervio óptico".

— Era difícil superar ese primer libro, decís.

— Sí, es imposible porque, no sé, tiene la gracia. Yo no le veo tanto la gracia pero ahora, a partir de tantos años, de tantas ediciones y de tanta gente que se acerca, te das cuenta que alguna gracia debe tener. Y no me quería repetir porque me parece que todos los escritores queremos tratar de evadir o, por lo menos, de no repetir la fórmula, ¿no? Mi hermano, que es economista, siempre me decía: “Escribí un Nervio óptico II, tarada” (risas). Y yo decía: no, no, es lo último que quiero hacer. Pero también sentí con el tiempo que la forma de poder volver a captar algo de la frescura y de la audacia y la impunidad que tenía El nervio óptico, justamente por no haber sido pensado para una editorial como Anagrama sino como algo…

— Tuyo. Un libro para el que incluso buscaste dónde publicarlo.

— Sí, sí. Bueno, de hecho yo me pagué el libro. Fue la mejor inversión que hice en mi vida (risas).

— Es bueno contarlo para que lo escuchen algunas personas que consideran que eso no tiene valor, ¿no?

— Por supuesto. Es como que si vos crees en lo que tenés, por ahí hay que invertir en uno, como dicen los consejos de TikTok.

— Y te salió bien.

— Y me salió muy bien. Sí. Y bueno, para volver a Un puñado de flechas, lo que pensé fue tratar de volver a mis raíces. A esas raíces medio de “hacé lo que te gusta hacer”. Y esto estaba muy vinculado a dos cosas importantes de las que tampoco se habla mucho: la primera, el encargo, yo venía del periodismo. De hecho me siento, me considero mucho más periodista que cualquier otra cosa. Me considero más Roberto Arlt, en su faceta periodística. Y lo otro, volver a la fecha de entrega.

— Eso a vos te sirve.

— Me cambia la vida. Anagrama no me da fecha de entrega, entonces me pierdo en las enormes minucias cotidianas que son infinitas, como sabrás, y me desordeno.

— Necesitamos un cierre los periodistas, ¿no?

— Sí, me encanta. Igual uno podría pensar que uno tiene un cierre, un deadline en general en la existencia, ¿no? “Flaca, te vas a morir”. Pero bueno, si bien yo tengo muy presente la muerte, la tengo un poquito más lejos en el horizonte y me gusta el cierre, el deadline del periodismo. Entonces me inventé o aproveché a mi favor algo que me estaba pasando que era que recibía muchos encargos en el mundo del arte. Yo trabajé siempre en el mundo del arte y mi cantera de amigos y mi mundo es mucho más el visual que el literario. Tengo menos amigos en la literatura. Y recibo muchos encargos y empecé a decir: ¿Y qué pasaría si salgo por arriba del laberinto del encargo? Pero también con la impunidad que te da ser una autora ya más respetada. Entonces acepté encargos, obviamente con una especie de estudio del cliente, sabiendo el cliente que me interesaba, sabiendo si la obra me interesaba, sabiendo la libertad que me iba a dar y avisándole: Voy a hacer cualquiera, pueden ser tres hojas, pueden ser diez, puede ser un cuento. Y tuve suerte también ahí, de vuelta, me llegó un encargo de Kuitca y le hice un disparate. Y él, con mucha altura, digamos, lo aceptó, ¿no? Porque podría haber dicho: no María, haceme un texto sobre mi obra.

— Claro.

— Entonces, ahí tuve suerte. Y después otros, como el del coleccionista. Y logré entonces sortear esa idea de que el encargo es algo convencional o es menor. Pero, por otro lado, como vengo de la historia del arte siempre entendí que el período más floreciente del arte fue el Renacimiento, el Barroco, y todo ese trabajo fue por encargo de iglesias o de príncipes, pero siempre eran trabajos por encargo. Y esos mismos artistas, Caravaggio, Miguel Ángel, Leonardo, lograban, salvando las diferencias, no me estoy comparando, pero sí la idea del encargo, lograban apropiárselo y poner su propia voz en algo que, en verdad, era para un cliente. Y muchos de los textos del libro, de Un puñado de flechas, son así. La idea fue de Mariana Enríquez, que me dijo: ¿y por qué no juntás tus textos? Después, cuando Silvia Sesé, mi editora en Anagrama, me dio el ok, ya pensando como con el fuego de la idea de publicarlo, ahí empecé a escribir textos muy rápido.

Francis Ford Coppola es protagonista
Francis Ford Coppola es protagonista del primer relato de "Un puñado de flechas". (Jesse Dittmar, para The Washington Post)

— Sumaste textos.

— Sí, escribí textos, por ejemplo, el prólogo. La historia de (Francis Ford) Coppola la escribí al final. Uno pensaría que no porque el título remite directamente a la historia de Coppola y no fue así, primero estuvo el título y después la historia.

— Cuando estás “en la zona”, como decís en el final ¿no?

— Sí, entré en la zona y en un mes hice ése, el de México.

— El del cuadro de Tiziano escondido en un convento

— Sí. Y algunos otros más que ya no me acuerdo. Pero como que produje así, para que se amalgamaran mejor los textos.

— Para convertirlo en un libro.

— Sí, pero también para no fuera un cajón de sastre ¿no?, que no fuera recopilación de cosas sueltas y que tuvieran cierta unidad. Y entiendo que algo de esto tiene porque alguien lo presentó en el FILBA como una novela.

— Porque también quedó esa idea de novela con El nervio óptico.

— Que no fue novela. Vos que sos una buena lectora sabés que no es así.

— Pero es interesante porque lo que empieza a ocurrir ahora es que en general al híbrido o a lo inclasificable se lo llama novela.

— En vez de relato.

— Mucha gente que escribe textos del yo o relatos autobiográficos y lo llaman “mi novela”. Lo escuchamos todos los días. Es como que si vos utilizas resortes narrativos que se podrían usar en la construcción de una ficción estás habilitado a decir “mi novela” aunque se trate de no ficción.

— No, pero yo no me doy ese permiso. La verdad que no.

— ¿Y qué serían tus libros, entonces, María?

— Relatos. Relatos. Ni siquiera cuentos. Cuentos es lo que hace Abelardo Castillo, lo que hacen Samanta Schweblin o Mariana.

— Bueno, vos trabajás con lo real.

— Sí. Sí. Yo soy más… es como muy megalómano lo que voy a decir, pero me gusta más pensarme como Herzog. Cuando Herzog hace sus documentales son sobre lo real y ahí se introduce mucho él, esa voz, generalmente en off, de Herzog. Y donde toca un poco la realidad para que se amolde a su…

— Siempre a la mirada de uno. Pero hace unos años, cuando te entrevisté, me hablabas de esta idea de hacer ficción con un personaje real al que se va reinventando, de algún modo. Reinventando y transformando historias de vida en objetos, artefactos literarios.

— Sí, lo biográfico está cada vez más presente. Yo no me di cuenta pero últimamente me lo han marcado. Un historiador que presentó mi libro que se llama Patricio Fontana, y que me parece muy inteligente y sensible, me lo hizo notar. Yo no lo había notado. Pero sí, es como que, cada vez más, la pintura o las artes visuales son como el MacGuffin en Hitchcock (N. de la R.: recurso narrativo que da lugar al desarrollo de diversas tramas, puede ser una persona o un objeto. Se convierte en el centro de las tramas pero sin intervenir demasiado en ellas). Es algo que hace avanzar el texto y me empuja, pero también cada vez lo voy soltando más. Sin embargo, me importa muchísimo.

— En Un puñado de flechas hay hay primera persona en el relato pero hay menos historia de esa narradora que en El nervio óptico.

— Sí, está el primer texto con lo de Coppola, que es el más biográfico si querés.

— Sí, pero después se va diluyendo. Incluso hay otra María Gainza en uno de los relatos.

— Es que no me gusta tanto aparecer, la verdad. Literal y narrativamente. Cuando era chica decía y pensaba que uno solo se podía casar por iglesia, entonces decía: qué horror la idea de entrar a una iglesia y que todas las caras se den vuelta para mirarte. Me parecía como la idea del horror, el horror.

— O sea, era como el peor ejemplo para tu fobia.

— Sí. Sí. Entonces es raro que use la primera persona siendo tan fóbica. Pero es que realmente siento que es la voz de la narradora y quizás me estoy mintiendo a mí misma, no soy yo. O sea, soy yo pero no soy yo.

— Es una construcción, también.

— Es una máscara. Es mucho más articulada la narradora, parece erudita. Como me dijo Guillermo Piro el otro día: sos una erudita sin erudición, y es verdad. Lo que construye esa narradora es una especie de efecto de erudición pero si me empezas a preguntar seriamente por Tiziano, hago agua a los cinco minutos. Pero en ese momento, cuando estoy escribiendo, sé muy bien lo que estoy manejando.

María Gainza reivindica la idea
María Gainza reivindica la idea de deadline, del periodismo: una fecha de cierre y de entrega, para no dispersarse ni eternizar el trabajo de los textos. (Rosana Schoijett)

— Bueno, los periodistas hacemos eso (risas).

— Vine del periodismo, exactamente. Sabemos mucho una semana y la semana que viene, olvidate. Bueno, y en el FILBA estuve leyendo una aguafuerte de Arlt, de las últimas, que es la búsqueda de Amelia Earhart.

— Ah sí, la aviadora.

— Que es preciosa. Y decía: claro, él hacía esto ya hace muchísimos años. Cómo tomaba un hecho real y lo expandía, lo ficcionalizaba, metía voces de personas por el mundo que están hablando sobre Amelia. Estaba completamente ficcionalizado. No era muy diferente a lo que hago yo. Bueno, salvando las gigantes diferencias de lo enorme que me parece Roberto Arlt.

— Estamos hablando de los recursos narrativos, se entiende.

— Yo no se lo copié exactamente a él pero por ahí, sí. ¿Porque viste cuando te preguntan qué autores te marcaron?

— Sí. Nunca habrías dicho: Arlt.

— No, sin embargo La luz negra es bastante arltiana. Nadie hubiese dicho Arlt, pero yo creo que sí. Es raro cómo uno piensa qué lo marcó. A veces encuentro que los autores en algunas entrevistas, hacen como el tero, chillan lejos del nido para no alertar exactamente de dónde aprenden las cosas. O inventás influencias importantes o sofisticadas que hablan sobre tu propia sofisticación. No estoy segura de qué se metió en la licuadora narrativa.

— Claro, porque lo que hacés como escritora no está ingresado en una serie tan clara.

— No. Eso. El otro día alguien me preguntaba: ¿de dónde venís? No sé si en las mujeres es tan clara la prosapia. En la literatura escrita por varones una dice: bueno, esto es claramente borgeano.

Roberto Arlt, una influencia inesperada
Roberto Arlt, una influencia inesperada en María Gainza.

— Lo que pasa es que con las mujeres me parece que se cruzan otros géneros que no son necesariamente la alta literatura.

— No. No. Exactamente.

— Y entonces ahí aparece algo justamente de la cultura popular. Pueden aparecer las revistas. La comedia romántica del cine. Así como en los hombres que escriben de pronto vas a ver el fútbol o algo del deporte más tradicionalmente masculino.

— Sí, algo del boxeo, por ejemplo. El escritor que usa el boxeo.

— Bueno, Cortázar, claro.

— Sí. Sí. Piglia también, ¿no?

— Es que a las mujeres las estamos empezando a analizar más ahora, no solo a las contemporáneas.

— Sí. El cuento que leí estos días era de Grace Paley, que me parece una genia pero no es tan conocida. Y tiene pocos cuentos pero tienen una vitalidad y una energía, cómo tensa la prosa para producir un efecto de realidad, y la voz que tiene, o sea, leés dos líneas de Grace Paley y sabés con quién estás hablando. Me parece muy valiosa.

— Algo que pasa con tu lengua, con tu modo de escribir, todo parece tan sencillo y natural. Hay como una especie de gran narradora oral, pero aunque parece natural debe ser muy elaborado. También es una construcción.

— Y lo es porque yo no hablo bien en vivo (risas). Con lo cual sí lo es. Es quirúrgica la oralidad. Sí. Porque si no tendría que ser mucho más articulada de lo que soy en vivo. Pero cuando escribo, se me abre la caja de herramientas de palabras, de colores. Como que el Pantone se me expande. Cuando estoy en modo María Gainza, en la vida real, soy menos sofisticada.

— ¿Y cuando estás escribiendo te pasa muchas veces que te quedás pensando en alguna palabra o fluye?

— No, fluye pero repaso. Infinitas veces, repaso. Como si fuera un cuadro con mucho empaste de la cantidad de veces que pasé el pincel por arriba. La franeleo. Hay unas pelotas que se hacen en Japón –quizás lo voy a describir muy mal– pero que se empiezan a hacer con barro y se las va puliendo, y puliendo, y puliendo, y se las pone como en un plástico y se las entierra, se llaman dorodangos, y supuestamente después de mucho franelear y de mucho trabajar sobre ese material esas pelotas aparentan que son brillantes y de bronce. Se transforma ese material. No sé si es verdad, pero una vez lo leí y siempre me quedó esa imagen.

— Te gusta pensar eso para tus textos.

— Sí, como que empiezan muy básicos, empiezan con oraciones muy sencillas, sujeto, verbo y predicado, casi, y como que las voy franeleando y les voy encontrando modulaciones y voy prestándole atención al ritmo. Pero si agarrás un texto mío recién empezado es un desastre.

— ¿Te leés en voz alta?

— Sí, me leo en voz alta y me paso de la computadora al celular. ¿Vos lo hacés?

— ¿Cómo sería?

— Escribo en la compu pero después paso el texto al celular porque me permite mirar cómo cae el texto sobre la página. Entonces lo paso al celular, me hace leerlo de una manera distinta. Así como cuando uno imprime. Yo no sé si eso es algo, cinestesia que lo llaman, o por venir tanto de lo visual, pero miro mucho cómo cae el texto. La mancha tipográfica que hace un texto sobre la página.

María Gainza: "A mí las
María Gainza: "A mí las obsesiones me tardan mucho en bajar al papel. Las tengo durante mucho tiempo y tienen como que crecer y ocupar lugar en mi cabeza". (Rosana Schoijett)

— Y a veces ahí resaltan palabras que de otro modo no se destacarían.

— Exacto, sí. Es buen método. Fijate, cuando puedas.

— Hay una imagen que me gusta, que es cuando refiriéndote a vos misma hablás de “la florcita con espinas que soy yo”.

— Ah, no me acordaba. ¿Dije eso de mí? (Risas).

— Me parece que es una imagen y una frase que dice muchas cosas. ¿Por qué te habrás descripto así?

— Y, porque creo que manejo los dos registros, que puedo ser bastante dulce, creo, o entrañable, y también puedo ser brava. Tengo una lengua filosa. Entonces…

— Siempre estamos hablando de las palabras.

— Sí, y de la persona también.

— Ok.

— Y me parece que mi prosa tiene un poco eso también. Es muy, no sé, es feo calificarse una misma, pero entiendo, por lo que veo en el público, como que llega mucho a la gente, le llega fácil. Le llega de una manera amable. Sin ser condescendiente. Sin menospreciarlos. Como que tiene un tono que está bien y, a la vez, a veces es como punzante.

— Podés ser hiriente.

— Irónica. Es irónica consigo misma también, no perdona a nadie, ¿no? No perdona al mundo pero a ella misma tampoco. Entonces, sí, tiene sus espinas.

— ¿Cómo recuperaste el encuentro con Coppola tanto tiempo después? Que además te dio el título para el libro.

— No, no, es al revés, eso es lo loco.

— ¿A ver?

— Que fue el último texto que hice y no tenía pensado hacerlo. Y, no sé, me bajó un mes antes de entregar el libro. El título ya estaba. No me puedo acordar por qué tengo ese título.

"El nervio óptico" fue el
"El nervio óptico" fue el primer libro de María Gainza y el que la consagró como una voz singular y potente de la literatura argentina. (Edición de Anagrama).

— Porque hay más flechas en el libro, digo: hay más imágenes de flechas.

— Sí. Sí. Pero sinceramente no recuerdo por qué le puse Un puñado de flechas. Pero casi al final de entregar el PDF me acordé de la historia de Coppola. Era una historia que circulaba familiarmente, muy mítica en la familia. Y dije bueno, me voy a poner a escribir. Siempre había dicho: la voy a escribir y no la había escrito y, de repente, tuve como el impulso de hacerlo. Es casi lo más realmente biográfico del libro. Pasó, no te diría que exactamente así pero pasó en un 80% así. Lo único que está tocado es la forma de esa noche en el Rodney. Quizás no me dijo alguna cosa ahí, me lo dijo otro día en su casa.

— Bueno, pero también es posible “acomodar” algunas declaraciones en función del relato. Eso pasa. No quiere decir mentir.

— No, no, no. Por eso digo, creo que es el texto más biográfico. Y lo tenía ahí. A mí las obsesiones me tardan mucho en bajar al papel. Las tengo durante mucho tiempo y tienen como que crecer y ocupar lugar en mi cabeza. Entonces, por ahí esto había pasado hace 10 años, porque mi hija era chiquita, mi hija ya tiene 16. O sea, pasó hace 16 años, porque acababa de nacer. Y recién ahora la escribí. Que por otro lado está bueno porque dejás que se enfríe la emoción. Y siento que también es como un filtro, si la imagen sigue volviendo hay algo ahí que tiene que ser contado, o por lo menos buscado.

— La imagen insiste.

— Sí. Como también me pasa, con el texto de la chica que está internada.

— Sí, el de Bodhi Wind, ahora te voy a preguntar también.

— Ese insistió.

— En el relato del encuentro con Coppola, hay un momento en que el cineasta le dice a la narradora: “vos sabés, el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas sus flechas de joven o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno”. Todo esto, que seguramente fue dicho de otro modo y está estilizado, es muy hermoso y tiene bastante que ver con lo que vos venís hablando en general con tu relación con tu obra.

— Sí. Con mis flechas. Yo empecé tarde. Digamos, publiqué a los 39 años por primera vez. Bueno, había publicado un libro de textos de Radar y catálogos. Pero ingresé al mundo de la literatura a los 39, que es tarde para una autora.

— Depende para qué.

— Bueno, depende para qué. Después te encontrás con que hay autoras, no sé, Penelope Fitzgerald, a quien yo admiro muchísimo empezó tarde también y publicó lo que yo creo que es su mejor novela, La flor azul, que es bellísima, a los 82 años.

— Claro. Por eso, por eso digo. En el caso de las mujeres, además, suele darse.

— Exacto. Somos la mujer de Tolstoi (risas).

— Bueno, sí, a veces también.

— Cuidando a los chicos.

— Cuidando a los chicos y reescribiendo unas cien veces Guerra y paz, como hizo ella.

— Sofía creo que se llamaba, ¿no?

— Sofía, sí. Sonia o Sofía.

— Ah claro, depende la traducción rusa.

— Hablábamos del relato sobre Bodhi Wind, un artista que hizo los murales para Tres mujeres, la película de Altman, y que murió muy joven. Todo eso se va desgajando en el texto, en el que tienen mucha presencia los sueños literarios de otra María Gainza, una mujer que está internada. Y es un texto que tiene cosas en común con los demás, pero que podría haber sido publicado de manera autónoma. Podría ser una nouvelle.

— Iba a ser una nouvelle.

— Ah, mirá…

Chitarroni la quería para nouvelle. Luis me quemaba la cabeza. Tengo muchos mails de Luis diciendo Ganzúa, porque él me llamaba Ganzúa, Ganzúa, ¿para cuándo Bodhi Wind? Y yo le decía: no se infla, Luis. No se infla. Y también tengo mails con Fabio Kacero, un artista y escritor genial.

— A quien nombrás en el libro cuando mencionás el tema de tu relación con la obra de los artistas.

— Seguro. Fabio ya es como un cameo casi todo el tiempo. Aparece mucho en mis textos. Es un amigo clave, me enseñó muchísimo. Es una persona brillante, ese sí es erudito, muy genial. De culto, para muchos. Yo siempre le hablaba de Bodhi Wind, pobre. Y me contó que el otro día vio un mail mío del 2018, creo, donde yo le decía “Dios, dame una forma”. Como que estaba buscando una forma para Bodhi Wind. No la encontraba.

— Bueno, la forma terminó siendo que se convirtió en el relato central del libro, literalmente. Hay algo ahí, en esa ubicación física, diría. Porque ¿cómo fuiste eligiendo el lugar para cada relato?

— Un poco intuitivamente, sí. Creo que no sabía que ése texto estaba en el medio. Después, cuando lo mirás en el libro decís: ah, está en el medio. Y está muy bien que esté ahí. Es el más ficcionalizado si querés. El más volado. Un poco más Vonnegut. Ojalá. Pero digamos, que tiene eso: como más volado.

— Es también en relato en el que hay bastante teoría de la escritura, diría yo. Indirectamente.

— Eso es puramente intuición porque yo no trabajo con teoría.

— No. Pero sí se lee porque lo que aparece es la escritura de los sueños de la mujer internada. Entonces, hay algo ahí de reflexión acerca de cómo trasladar lo que está en la cabeza de esa mujer a la palabra. A eso me refería.

— Y además tiene como esa vuelta del comienzo también, que nunca sé si es demasiado o no, cuando yo recibo estas libretas de otra María Gainza, del sur. Esa parte es cuasi verdad porque había una María Gainza en el sur. Nunca supe si…

— Si eras vos (risas).

— Si era yo. Si era alguien que me plagiaba. O si era una mina que se llamaba María Gainza que escribía en el sur, con un estilo muy parecido al mío. Siempre me quedó eso. De hecho, esa situación creo que la viví hace 20 años y me quedó también en la cabeza, flotando.

— Qué alucinante.

— Como que a veces no quiero agotar el misterio de los temas justamente para que crezcan en mi cabeza. No quiero saber si existe una María Gainza en el sur que es crítica de arte. Ya me parece más flashero encontrar esas notas en internet y que crezcan. Como que los lugares donde por ahí no hay muchos datos, creo que esto lo dice Julian Barnes en alguna de sus novelas, no sé si en El loro de Flaubert, como que los lugares donde uno no sabe, las partes que faltan en las biografías o en las historias, son lugares donde puede crecer la imaginación. Como una tierra infirme.

El británico Julian Barnes, un
El británico Julian Barnes, un autor muy leído por María Gainza.

— Me gusta mucho Julian Barnes.

— Me encanta Julian Barnes.

— Hasta su libro sobre arte me gusta mucho.

— Me encanta. Y el último que leí, que se llama El hombre de la bata roja, me pareció precioso. Aprendí bastante de Julian Barnes también, le robé bastante, creo.

— Está muy bien robarles literatura a los que son tan buenos.

— Por supuesto, les tenés que robar a los buenos. Obvio. Es la única clave.

— Uno de los relatos de tu libro que me interesó mucho es el de una escultora que yo no conocía, María Simón.

— Yo tampoco la conocía cuando empecé.

— Ah, contame eso.

— Eso siempre me gusta: agarrar temas que todavía nadie tocó, que cada vez quedan menos, como sabrás, porque se publica muchísimo ahora. Y pasa lo mismo en la plástica, que hay mucha recuperación de artistas. No sé, siento que no quedan artistas por descubrir. La galería Vasari me acercó el tema y también la obra. Me llevaron a la casa de la hija, a verla, y me ofreció hacer un texto. La directora de Vasari, Marina Pellegrini, es la clienta ideal porque te da completa libertad. O sea, nunca vi a alguien que te diga “hacé lo que quieras”. Y, de hecho, yo le cambio los planes a mitad de camino porque a veces le digo que voy a hacer algo, después le digo que no... De hecho, acabo de hacer un texto sobre Rómulo Macciò e iba a hacer una cosa y le dije: Marina no va por acá, voy a hacer otra cosa.

— Y te lo permite.

— Sí, te lo permite. Eso es un placer. Es como tener un mecenas.

— ¿Y qué te pasó cuando viste la obra de María Simón?

— Bueno, me encantó que no hubiera nada escrito sobre ella. Me gustó muchísimo la obra. Me pareció rara en una mujer en París, en los años 60. Una obra muy masculina, si querés, como muy dura, pero a la vez se me iba superponiendo con las imágenes que me iba mostrando la hija, de una mujer que era como una especie de Marilyn Monroe, digamos, con una vida muy sexual muy activa.

— Quiero decirte que cuando leo tus libros y tus textos, voy a Google todo el tiempo.

— Y la viste.

— Y la vi.

— Una bomba.

— Una bomba total (risas).

— Sí, sí, una bomba sexy. Sí, sí. Muy bonita. Y encima la hija me trajo, creo que no sé si después se habrá arrepentido o no porque, a veces, cuando vas a entrevistar a alguien te cuentan muchas cosas y se abren y yo soy muy preguntona y me interesa mucho la vida del otro. A mí me gustaría estar entrevistándote yo a vos, ahora.

— Es lo que nos pasa a los periodistas.

— Sí. Y la hija me trajo una especie de anillado que eran sus memorias del final. La mujer, a los 85 años, no sé, había contratado para escribir sus memorias a una chica y tituló sus memorias María y los hombres, que me pareció alucinante… Alguien justamente me criticó por mencionar tanto la sexualidad de María Simón en el texto, pero yo digo: ella me dio permiso. Y, aparte, la definía. Y además era muy interesante contraponer esa sexualidad en esos años con ese tipo de obra tan filosa y dura. También ella una “florcita con espinas”.

— Por lo que contás, ella misma relata de una manera bastante desembozada lo que tiene que ver con su sexualidad.

— Y no sabés todo lo que dejé afuera.

— Me imagino. Y en una época en donde, efectivamente, las mujeres que conseguían irse, se liberaban en ese sentido, ¿no?

— Exacto. Era muy interesante eso también porque esa sensación de contradicciones con la maternidad la hemos tenido todas, ¿no? Como que hay momentos en los que decís: necesito lugar.

— Hablás de la entrevista que hiciste con la hija de la artista. En general, uno cuando trabaja estas cosas de pronto toma ciertos cuidados para no herir a nadie. ¿Tomás cuidados para no herir a nadie o una vez que te ponés a escribir te olvidás?

— No, yo lo que puedo hacer es negociar algo después. Pero primero trato de poner todo lo que yo quiero poner, no me autocensuro antes. Yo mando lo que yo siento que había que poner y después, por ahí, alguna oración que me pidieron sacarla y la negocié.

— En este caso estamos hablando de un texto por encargo, entonces tiene sentido negociar.

— Exacto. Y a veces no tomo esas censuras, entre comillas, como censuras sino como observaciones de edición. Y como trabajo muy sola y no tengo a quien mostrarle… Es mentira, no le muestro a nadie.

— Elegís no mostrar.

— Elijo no mostrar. Entonces, a veces, que te lea alguien… De hecho a veces se lo muestro a mi hija, me interesa su lectura. Entonces, si me dice: “uy, hay demasiado relato sexual”, le digo “bueno, por ahí tenés razón”. Por ahí hay que equilibrarlo un toque. Entonces confío mucho en la lectura de casi cualquiera porque me parece interesante. No necesito un editor. Me parece que cualquier lector te puede hacer una devolución buena y eso lo aprendí a la vez en periodismo, con las entrevistas. No sé si te ha pasado. En una época me había agarrado el yeite de hacer biografías corales. La primera que hice fue sobre Liliana Maresca, cuando no la conocía nadie a Liliana Maresca. Hice cincuenta entrevistas sobre Liliana y armé un texto bastante lindo y bastante exhaustivo.

María Gainza: "Aprendí algo haciendo
María Gainza: "Aprendí algo haciendo entrevistas, que es que nunca sabés dónde va a estar el buen comentario, la anécdota que ilumina".

— ¿Eso dónde salió?

— Eso primero salió en el Rojas en unos libritos que me pidieron para el Rojas. Yo tenía, no sé, 28 años y me lo pidieron y yo dije “sí, Liliana Maresca, nadie escribió sobre ella”. Y me largué a hacerlo gratis. Hice, bueno, de vuelta, otra inversión.

— Sí, sí.

— Llamaba a gente a Perú. Digamos, fui detrás de todos los que quedaban vivos, que quedaban muchos, porque Liliana murió joven. Y aprendí algo haciendo entrevistas, que es que nunca sabés dónde va a estar el buen comentario, la anécdota que ilumina.

— Bueno, ese el problema de ir a buscar determinado título. Si vas a estar demasiado ocupado en forzar todo para conseguir ese título que pretendés de antemano, te vas a perder otras cosas. Hay algo de eso.

— Exacto. Hay que estar muy abierto y ser muy poco snob con eso. Y lo mismo con las citas, no hay que forzar las citas. Si aparecen las citas, aparecen. Si te las acordás, genial.

— ¿Guardás citas, fragmentos, ideas con el propósito de “esto en algún momento me va a servir”?

— En una época lo hacía. Ahora estoy muy dispersa, ¿no les pasa a todos últimamente? En una época tenía un cuaderno donde anotaba. Desde chiquita, de hecho, tenía un cuaderno donde pasaba las citas que me gustaban. Pero en un momento empiezo a leer tanto que ya… Generalmente me acuerdo. A veces uso la cita de lo que estoy leyendo en el momento. Es más natural y es como la rejilla del patio, viste, como que todo va a caer ahí. Vos estás escribiendo un texto y de repente todo el mundo resuena en ese texto.

— Es que es así.

— Escuchás una conversación en la calle. Estoy acá y por ahí miro algo, ¿no? Es la rejilla del patio.

En "La luz negra", Gainza
En "La luz negra", Gainza cuenta una historia que pone el foco en las falsificaciones del arte y en la figura de los falsificadores.

— Te quiero preguntar por algo que en su momento hablamos, esto de que tu mamá tenía para vos otros proyectos y se enojó porque no te casaste con un polista, por ejemplo. ¿Sentís que haber salido de ese camino señalado que tenía que ver con tu familia de clase alta estuvo bien, así como invertir en vos al comienzo en la literatura? A esta altura de tu vida y tu carrera, ¿estás contenta con esa decisión?

— Sí, fue una gran idea, seguro. Fue una gran idea intuitiva, estaba hecha para irme de ahí. Pero, a la vez, tampoco reniego. De hecho, tuve mucha suerte. Tuve muy buena educación. Tuve viajes. Tuve prerrogativas de clase. Y todo eso tampoco lo voy a desdeñar. No soy una traicionera de mi clase y tampoco soy una resentida de clase.

— Viste que hay una forma de llamar a esas figuras en español, les dicen “tránsfuga de clase”.

— Ah, no sabía.

— Sí, tránsfuga de clase. Como Annie Ernaux o Didier Eribon.

— Solo me moví, pero mantengo mis amistades. Quizás no las veo tanto porque mi mundo ya es muy diferente al de ellas. Pero son amistades históricas y las valoro y estoy ahí para ellas. Pero cambiarme de carril me permitió ensanchar mi vida; de chica veía el pasillo más angosto. A mí la vida se me volvió como, no sé: se me llenó de cosas.

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